Labor apostólica del Opus Dei tras el deshielo

 

Indice del capítulo: Mis amigos checos

Conservo varias cartas de Josef de aquellos años, unas escritas desde Praga y otras desde Cuba, donde volvió a trabajar durante algunas temporadas. Me hablaba con frecuencia de su deseo de que el Opus Dei comenzara pronto la labor apostólica en su país. Me decía: «¿No podrían venir pronto tus amigos? Aquí la gente se muere sin los Sacramentos. El Opus Dei podría hacer un bien enorme en esta tierra.»

Al fin, en los años 1989 y 1990, la labor del Opus Dei pudo comenzar de modo estable en aquellas tierras que estrenaban libertad. Primero fue Polonia, y pronto le llegó el turno a Checoslovaquia. Desde 1990 se hicieron viajes periódicos desde Viena y comenzaron las primeras actividades de formación. Al año siguiente, en 1991, fueron a vivir ya establemente a Praga tres miembros del Opus Dei y se erigió un Centro al que se puso el nombre de Jungmannova.

La familia Buriakne, siempre disponible para las cosas de Dios, prestó su ayuda en los primeros pasos del Opus Dei en Checoeslovaquia. Ya antes de que existiera Jungmannova, los Buriakne recibieron en su casa a los miembros del Opus Dei que, por un motivo u otro, pasaban por Praga. Los primeros Círculos de Cooperadores tuvieron lugar también allí. Lucas, el más pequeño de los hijos, que tenía ya veinticinco años, ayudó con gran ilusión en la instalación material del Centro y se ofreció para ayudarles a aprender el idioma. También asistió junto con algunos amigos suyos a los primeros medios de formación cristiana.

Mons. Álvaro del Portillo, entonces Prelado del Opus Dei, visitó Praga poco después, del 16 al 19 de junio de 1992. En ese viaje recibió a Josef Buriakne, que quedó muy agradecido de poder charlar un rato personalmente con el Padre.

En ese viaje, Mons. del Portillo visitó también al Cardenal Tomasek. Al entrar en el Palacio Arzobispal, el Sr. Blaha, viejo portero del Cardenal, se dirigió hacia él y le besó las manos, visiblemente conmovido. Durante años, había distribuido ejemplares de Césta, la edición checa de Camino, a algunas personas que iban a visitar al Cardenal. En ese momento no pudo contener su emoción al ver entrar en aquella casa al Prelado del Opus Dei, que había convivido estrechamente con el autor de Camino.

Pocos meses más tarde, Josef Buriakne enfermó de cáncer. En cuanto recibí la noticia de que estaba gravemente enfermo, arreglé las cosas para ir a verle, aprovechando un viaje. Al llegar, le encontré muy desmejorado. Hacía esfuerzos para estar alegre y no contristar a su familia. Procuraba no guardar cama, pero se veía que estaba ya bastante mal. Hicimos una romería con toda la familia al santuario mariano de Svatá Hora, cerca de Praga. Al llegar, dejamos el coche abajo, porque insistía en subir andando:

—No me privéis de ofrecer este pequeño sacrificio a la Virgen.

Y subió pausadamente, apoyado en su hija y rezando el Rosario, muy alegre, manifestando un espíritu de penitencia formidable. El último día, cuando ya regresaba a Madrid, pasé por su casa para despedirme de él. Le dije que no hacía falta que vinieran al aeropuerto, pero Josef insistió:

—De ninguna manera.

Y acudió con sus hijos a despedirme. Allí, cuando estaba a punto de embarcar, me dijo muy despacio:

—Bueno, Lázaro, ya no nos veremos más.

—Yo creo que sí, Josef, y que además nos veremos pronto, porque en la tierra nos parecen muy largos los días, pero en el Cielo pasa el tiempo volando. Allí nos encontraremos pronto.

Josef se sonrió y me dio un abrazo muy fuerte, con lágrimas en los ojos. Poco después recibí la noticia de que había fallecido.

 

 
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