Nuevos encuentros
Indice del capítulo: Mis amigos checos
En mi segundo viaje a Checoslovaquia, tuve ocasión de saludar al arzobispo de Praga, Frantisek Tomasek. Tenía ilusión de hablar con él. Sabía que había pasado mucho tiempo en la cárcel y que había resistido decenas de años a presiones tremendas. Le dije a Josef Buriakne:
—Preséntamelo; me gustaría charlar con él.
—No podemos hablar ahora, luego te explico —me contestó en voz baja, con cierto tono de misterio.
Luego me dijo que el arzobispo tenía en ese momento a su lado a una persona que no era de fiar. En otro viaje posterior tampoco lo pude ver. Me presentaron a otro obispo, y en un momento de la conversación le dije que yo era del Opus Dei y se llenó de alegría. Vi que la Obra ya era conocida y querida en aquel lugar, a pesar de las dificultades de comunicación.
También quise conocer al sacerdote que trataba a mis amigos, el que pasaba la noche limpiando cristales en el Metro de Praga. Hablamos de la santificación del trabajo ordinario, de la necesidad de unir lo humano y lo divino... Me dio la sensación de que, o yo no me explicaba bien, o él lo entendía sólo regular, a pesar de que, desde luego, él sí sabía lo que era trabajar duro durante toda la noche. De pronto, me preguntó si el Opus Dei era fiel a la doctrina de la Iglesia católica.
Al escuchar mi respuesta positiva, mostró visiblemente su satisfacción. Desde aquel momento cambió por completo de actitud y pareció comprender bastante bien lo que le fui contando. Su actitud inicial refleja el clima de prevención y sospecha en el que se vivía entonces.
Los miembros de la familia Buriakne eran católicos muy activos. Se reunían con frecuencia para ayudarse a mantener la fe. Lo hacían dentro de una penuria tremenda: por ejemplo, no tenían libros. Agradecían por eso cualquier material escrito que les facilitase. En una ocasión, les dejé un ejemplar de Santo Rosario, un libro del Fundador del Opus Dei sobre los Misterios del Rosario, y se pusieron a traducirlo de inmediato.
—Este sábado rezaremos el rosario con este libro.
También tradujeron Camino. Hicieron copias a mano o a máquina y fueron pasándolas de unas personas a otras, con mucho riesgo. Por fin, en otro viaje posterior pude regalarles una edición checa que se había publicado recientemente, e hicieron lo mismo: copias y más copias, para distribuirlas entre sus amigos.
Pasado el tiempo, cuando pudieron entrar y salir libremente del país, el novio de Paula vino a España y pasó unos días en mi casa. Me mostró un ejemplar manuscrito de Camino. Al pensar en mis amigos checos, que no dudaban en tomarse el trabajo de copiar Camino punto por punto, una y otra vez, comprendí que en Camino tenía un tesoro espiritual que quizá yo no estaba valorando lo suficiente.
En otro viaje fui con varios atletas a una competición en lo que entonces se llamaba Checoslovaquia. Estuve hablando durante el viaje con uno de ellos, entre otras cuestiones, de la importancia de leer con profundidad los Evangelios. Ya en Praga, le invité a una Misa en la catedral de San Vito, junto con la familia Buriakne. Presidía la ceremonia el propio Cardenal Tomasek, y recibieron la Confirmación unas ciento cincuenta personas. En la homilía, habló con mucha fuerza sobre el Espíritu Santo. Elena, la mayor de las hijas, nos iba traduciendo sus palabras al castellano.
Almorzamos en casa de los Buriakne. En la mesa, mi amigo atleta volvió a sacar el mismo tema que habíamos tratado en el avión. Se veía que no conocía mucho el Evangelio.
—Quédate un rato —le dijo Elena—, y así seguimos charlando un poco más.
Y con gran sorpresa para mí, se pasaron varias horas hablando, sin cansarse, sobre diversos aspectos de la fe cristiana.
A las seis y media nos fuimos a Astrajof, en la zona alta de Praga, donde se encuentra el estadio. Desde allí se contempla una hermosa vista de la ciudad. Vi en una iglesia las estaciones del Vía Crucis y me dio pena ver que en aquellas figuras los ojos del Señor estaban embadurnados de rojo. Cuando volvíamos, mi amigo atleta me dijo:
—Lázaro, hoy ha sido el día más feliz de mi vida. ¡Más que si hubiera hecho la mínima olímpica!
Me impresionó mucho su comentario. Pensé en la importancia del ambiente cristiano. Dios se sirvió del ejemplo de aquella familia, que se había enfrentado a la persecución con tanta fortaleza, para producir una conversión muy profunda en aquel atleta.