Una familia excepcional

 

Indice del capítulo: Mis amigos checos

En el almuerzo, su padre, ya tranquilo sobre la sinceridad de mi fe, se expresó con toda confianza. En la conversación que habíamos tenido el día anterior había estado más comedido conmigo, pero ahora me habló con toda franqueza de los problemas por los que pasaban, de la violencia del ambiente, de las luchas que sostenían con el régimen comunista. Fue un inicio de amistad que se fue consolidando en sucesivas entrevistas, cada vez que yo encontraba un poco de tiempo libre durante el Campeonato.

Me di cuenta de que había encontrado una familia excepcional. Eran personas austeras, trabajadoras, muy unidas y con el deseo de defender su fe contra la terrible presión que sufrían durante esos años.

En aquella primera entrevista me explicaron por qué hablaban castellano. Lo habían aprendido en Cuba, donde Josef residió con toda su familia durante tres años trabajando en la industria azucarera. Esperaba que este trabajo tan lejos de su patria le permitiera huir, pero no pudo.

Me habló del trato que estaba recibiendo de las autoridades comunistas desde el extraño suceso que le ocurrió un día en la oficina, ya de vuelta a Praga. Un día, un compañero suyo pasó junto a él y le dijo:

—Lo que veas, olvídalo.

Cuando al rato, tuvo que entrar en su despacho, le encontró muerto. Nunca consiguió entender qué había pasado. La policía le sometió a largos interrogatorios, pero él no sabía nada. Desde entonces estuvo en permanente sospecha para la policía, que no creían en su ignorancia sobre el asunto y le vigilaban de cerca.

Josef Buriakne vivía la fe con todas sus consecuencias. No tenía miedo a nada, a pesar de que vivir como católico suponía riesgos muy graves en aquellas circunstancias.

Ser conocido como católico significaba estar expuesto a perder el puesto de trabajo. Por eso, las familias católicas transmitían a escondidas las verdades de fe a sus hijos, y tenían que estar muy atentas a los delatores. Los sacerdotes que eran fieles a la Iglesia católica tenían serias limitaciones para ejercer su labor pastoral, pero lo hacían llenos de fe y de audacia. En una ocasión, me presentaron a un sacerdote al que habían prohibido celebrar Misa en público, y le pregunté:

—¿Cómo se las arregla usted? Porque corre un riesgo constante.

—Para eso soy sacerdote —me contestó.

Josef Buriakne me habló también de los sacerdotes. Había algunos que permanecían fieles a su misión, pero el régimen los maltrataba y les obligaba a ganarse la vida trabajando en puestos no siempre compatibles con el ejercicio pastoral. Por ejemplo, a un amigo suyo sacerdote lo emplearon en limpiar los cristales del Metro de Praga durante toda la noche, con idea de que ese trabajo nocturno le dificultara lo más posible ejercer luego su ministerio durante el día.

Al hablar con estos amigos, recordé lo que había leído sobre el Fundador del Opus Dei en tierras de Centroeuropa. En diciembre de 1955, cuando estuvo ante la imagen de María Pötsch de la catedral de San Esteban, en Viena, comenzó a invocar a la Virgen con la jaculatoria "Santa María, Estrella del Oriente, ayuda a tus hijos", rogando por los países del Este de Europa y por la futura labor apostólica en esas naciones.

En aquel momento, me parecía lejanísima la posibilidad de que hubiera suficiente libertad para que el Opus Dei comenzara a trabajar establemente en Praga. Pensaba que sería cosa de muchas décadas, algo que probablemente no llegaría a conocer a lo largo de mi vida. No podía sospechar que faltaran pocos años para que todo aquello saltara hecho pedazos: en 1989 el muro que dividía Europa cayó derribado de la noche a la mañana.

 

 
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