Un encuentro casual

Indice del capítulo: Mis amigos checos

Visité Checoeslovaquia por primera vez en 1976. Acudí con un grupo de atletas al Campeonato de Europa de Atletismo, que se celebraba en Praga.

El país se encontraba todavía bajo la dictadura comunista, tras el golpe de estado de febrero de #mce_temp_url#1948. Ni el partido ni el pueblo habían olvidado la primavera de 1968, la famosa Primavera de Praga. La reacción rusa fue implacable: la noche del 20 al 21 de agosto, las fuerzas soviéticas se lanzaron sobre el país y acabaron con las reformas. Hubo protestas. El pueblo checo mostró su oposición y su valentía, pero no hubo derramamiento de sangre, como en Hungría en 1956, doce años antes. Cuando llegué al país, aún seguían con ese sentimiento, una mezcla de valentía y de impotencia.

La tarde de mi llegada comencé a pasear por la ciudad, que me llamó la atención por su belleza. Bien merecía el calificativo de la "Roma del Norte". Busqué una iglesia para poder asistir a Misa diariamente. Me acompañaban un atleta y otro entrenador.

La tarea no fue fácil. Algunas iglesias conocidas, como la de Nazaret, estaban convertidas en museos. Otras eran ahora cuarteles o bibliotecas. Había una firme represión también en lo religioso. Finalmente encontramos, casi por casualidad, una iglesia, también cambiada de uso, pero a la que habían dejado un espacio pequeño para la celebración del culto. Salía gente en ese momento, así que entré en la sacristía y me dirigí al grupo de personas que se encontraban allí:

—¿Hablan español, o inglés?

Me llevé una sorpresa. Una joven, de unos 16 ó 17 años, me contestó:

—Español.

—Quisiera saber a qué hora son aquí las Misas por la mañana.

—Sólo hay Misas por las tardes. Por la mañana, hay en la catedral, a las seis y media de la mañana. ¿Le interesa?

—Si no hay otra hora, me interesa, aunque es un poco temprano...

Consultó al sacerdote y me aclaró que también a las nueve de la mañana podría encontrar Misa en el Niño Jesús de Praga todos los días.

Debió sorprenderles que un español intentara encontrar una Misa en Praga un día de diario. Se portaron con tal amabilidad que se ofrecieron a llevarme a mis amigos y a mi hasta la iglesia para que nos fuese más fácil encontrarla al día siguiente. Al principio decliné su ofrecimiento, pero insistieron mucho. Había allí un joven, con su familia, que tenía un coche viejo y grande. Nos invitó a subir y nos llevó —a nosotros tres y a la chica— hasta la iglesia. Luego, insistió en llevarnos hasta la Villa Olímpica, que era donde se celebraba el Campeonato y donde nos alojábamos. Aquel lugar parecía un fortín. Estaba muy vigilado por la policía, y no se podía entrar sin identificación.

Por el camino, la chica, que hablaba español perfectamente, me dijo que sus padres agradecerían mucho que les visitáramos. Yo no hice mucho caso, pensando que sería una simple cuestión de cortesía, pero repitió que estaba segura de que les alegraría mucho conocerme. Yo no salía de mi asombro:

—Pero oye, si ellos no saben ni que existo.

—Sí, sí, pero hablan español y les encantará poder practicarlo un poco.

La chica insistió tanto que acepté pasar por su casa. El joven del coche destartalado nos llevó hasta allí.

En cuanto Paula —que así se llamaba la joven— explicó a su padre que yo era un atleta español y católico, aquel hombre me saludó con gran efusividad. Me dijo:

—Estoy encantado de tener un católico aquí. Pase dentro, por favor.

Se llamaba Josef Buriakne. Debía tener unos cuarenta y cinco años, y era un hombre simpático y abierto. Me presentó a su mujer, Juana Buriankova, y al resto de sus hijos: Elena, que era la mayor, y Lucas, el más pequeño, que entonces tendría unos diez años.

Tuvimos un buen rato de conversación en la que se interesaron vivamente por la fe católica. Se me ocurrió preguntarles si querían leer Camino, pues llevaba conmigo un ejemplar. Josef lo tomó y comenzó a leer. Le llamó la atención ya el primer punto: «Que tu vida no sea una vida estéril...»

Aquella noche lo leyó entero.

Al día siguiente fui a Misa a la catedral. La catedral de San Vito es una maravilla, una obra gótica del siglo XIV, como me explicó después Elena, que estaba allí, en aquella Misa en la catedral, y se empeñó en enseñarme las maravillas de aquel espléndido templo. Me encantó, sobre todo, el gran mosaico del crucero, que representa el Juicio Final.

Al salir de la catedral, Elena llamó por teléfono a su casa y me pidió que me pusiera al aparato. Era su padre.

—¿Qué tal lo está usted pasando?

—De miedo.

—¿Está usted pasando miedo? No es de extrañar, porque hay tanta policía por la calle...

—No, no, quiero decir que lo estoy pasando muy bien.

—Mi mujer y yo querríamos que viniese a almorzar a casa.

Yo no salía de mi asombro, pero accedí, no sé bien por qué.

En esta segunda entrevista me di cuenta de la razón por la que Elena había querido coincidir conmigo en Misa. Querían comprobar si de verdad yo era católico, si les había dicho la verdad y era persona de fiar.

 
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