Un parecido de familia

 

Indice del capítulo: El fundador del Opus Dei en Tajamar

El encuentro del 28 de octubre está reservado especialmente a padres de alumnos de Tajamar y de Senara. Hay muchas personas, que le reciben con gran afecto.

—Sentaos —comienza el Padre—. ¿No creéis que se equivocaría una persona que nos echara una ojeada, si dijera que esto es una muchedumbre? Esto es una familia, ¿no? En las familias hay una cosa común, un parecido, un no sé qué de la sangre. Pero después, libertad. Libertad personal y responsabilidad personal. De modo que cada uno de vosotros tiene su opinión y los demás la respetamos. ¿De acuerdo?

Y pregunta, con tono divertido:

—¿Verdad que no queréis que os eche un sermón?

Un «noooo» rotundo resuena en la sala.

—¡Cómo nos conocemos! —ríe—. Estamos aquí porque tenemos en el corazón un sentido de fraternidad, de amor a Dios Nuestro Señor y de deseos de hacer mucho bien al prójimo. De mí, que soy sacerdote de Jesucristo, no esperéis más que palabras cristianas. Yo no sé hablar más que de Dios, porque mi oficio es ése. Si me queréis tirar de la lengua, hablaremos de Dios.

—¡Bendito sea!, grita al fondo del salón una voz de mujer.

—Bendito sea Dios —dice inmediatamente el Padre.

Un señor cuenta sus impresiones acerca de los primeros días de clase de su hijo en Tajamar:

—Cuando matriculé a mi chaval en Tajamar, me venía cada tarde contándome cosas de su escuela: "Papá, hoy me han preguntado y mal... Hoy me he sacudido con fulano. Pero oye, papá, ¡en Tajamar no se chiva ni su padre!"

Al Padre le hace gracia la anécdota, y aprovecha para hablar de lealtad:

—La lealtad es una virtud que parece humana y es divina. En estos momentos es muy necesaria en la sociedad, para que todos nos miremos como hermanos: los de arriba y los de abajo y los de en medio (...) somos iguales todos. Y dentro de la Iglesia, lo mismo.

Uno le cuenta que tiene la ilusión de que su hijo sea del Opus Dei. El Padre puntualiza inmediatamente que cada persona debe elegir su camino, porque hay muchos caminos para amar a Dios:

—Y después queréis a esos hijos para que gocen de mucha libertad personal. No debéis empujarlos a que tomen un camino u otro. Las puertas del Opus Dei las cierro yo, no las abro. No tengo ningún gancho, no me interesa. Los que vengan, vendrán porque los trae Dios. Padre, ¿puedo yo pedir para que el Señor, a mis hijos...? Sí, pide, pide lo que quieras: porque es una cosa buena. Pero, como los coacciones, ¡te mato!

Este final, tan castizo y lleno de confianza, produce una carcajada general.

—No les obligues a ninguna cosa de piedad con violencia —prosigue poco después—. ¡Jamás! Con los pequeñines, basta una oración vocal breve, una jaculatoria, cualquier cosa, pero no dejes que los maneje sólo tu mujer, aunque sea muy piadosa. Métete tú, porque sois unos tranquilos muchas veces...

—Padre, ¿cómo ganaremos la última batalla? —le pregunta uno en relación con la muerte.

—No estamos seguros, hijo mío. Si lo estuviéramos, no nos portaríamos bien. La ganaremos porque el Señor es muy bueno y buen pagador, si procuramos vencer las peleas de cada momento. Perder la última es perder la guerra. Pero quédate tranquilo, no seas pesimista. El Señor no es un cazador que está al acecho: ahora que aquel pájaro no se da cuenta, dos tiros... ¡No, no! Es un Padre y se nos lleva cuando estamos mejor preparados. Por eso yo no tengo razón cuando me quejo, cuando voy a decirle que no, por haberse llevado un alma que podía trabajar, que... Se la ha llevado porque estaba madura para la boca de Dios, como una fruta bellísima, y la conduce al Paraíso. Pero el corazón humano sufre. ¡Qué le vamos a hacer!

 

 
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