Encuentro del Padre con las familias

Indice del capítulo: El fundador del Opus Dei en Tajamar

El salón de actos está abarrotado. Hay mucha gente de pie y niños pequeños aupados en los brazos de personas mayores.

—¿Me permitís que comience diciéndoos —comenta el Padre— que nunca me he encontrado más en mi casa...?

El Padre detiene su mirada sobre todas esas familias, y continúa:

—Cuando tenía veinticinco años, venía mucho por todos estos descampados, a enjugar lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a los niños, a los viejos, a los enfermos... Y recibía mucha correspondencia de afecto, y alguna que otra pedrada...

El Padre sonríe al recordar aquellos tiempos. Vienen a mi cabeza los recuerdos de los primeros años de Tajamar, cuando la desconfianza de la gente del barrio, de los chiquillos, se manifestaba de igual forma. El Padre había pasado por eso mucho antes que nosotros, con la diferencia de que entonces él estaba solo.

—Hoy para mí esto es un sueño, un sueño bendito, que vivo en tantos barrios extremos de ciudades grandes, donde contribuimos con cariño, mirando a los ojos de frente, porque todos somos iguales. Soy un pecador, y vosotros... alguna faltilla tendréis también...

Todos ríen.

—Pero soy un pecador que ama a Jesucristo, y quiero que vosotros también le améis, que lo conozcáis. Como hombres, como criaturas, todos somos iguales. Se pasó el tiempo de dar perras gordas y ropa vieja. ¡Hay que dar el corazón y la vida! ¿Está claro?

Sorprende su estilo, tan sencillo y directo. Me lo hacía notar luego, al terminar, uno de los presentes. El Padre no habla en tono paternalista, como lo haría quizá un generoso impulsor de una obra benéfica que acude a que le manifiesten gratitud o a recibir elogios. Nada más empezar, nos alienta a entregar la vida a grandes ideales, a no caer en la mediocridad, a ser audaces.

—Es necesario promover a la gente, prepararla para que en la vida todos tengan una colocación digna. Yo también trabajo: he trabajado toda mi vida y con un horario apretado. Y trabajo pensando en vosotros y en tantos hijos míos de todos los colores, de todas las razas, de todas las naciones, que están en medio del mundo, como vosotros, sufriendo y gozando.

El Padre vuelve a hablar de esos años, siendo un sacerdote joven, en que venía por Vallecas, cuando todavía el Opus Dei no había nacido:

—He hablado de mis veinticinco años. Yo tenía barruntos de lo que quería el Señor. Hasta los veintiséis no lo supe. El Señor quería esta locura, esta locura de cariño, de unión, de amor. ¿Por qué hemos de ser enemigos de los que no piensan como nosotros? Yo no soy enemigo de nadie. ¡Quiero a todos! Y defiendo la libertad de las conciencias. La he defendido siempre. A Cristo Jesús se va voluntariamente. Por eso digo que la razón más sobrenatural es porque me da la gana.

El Padre subraya estas palabras con fuerza.

Entre los que le oyen hay personas que llevan una vida llena de penalidades, que han sufrido injusticias que pueden hacerles albergar resentimientos. El Padre se dirige especialmente a ellos.

—El mundo no es malo. Quizá algunos de vosotros sufrís. Yo también he sufrido mucho en el mundo, pero el mundo no es malo. El mundo es bueno. Salió bueno de las manos de Dios. Dice la Escritura que el Señor lo miró y dijo que era bueno. Lo hemos hecho malo los hombres cuando nos hemos portado como fieras, cuando hemos dejado de querernos. El Opus Dei viene a decir a los hombres de todos los ambientes: ¡quereos! El Opus Dei viene a decir a los hombres de todos los ambientes: ¡el que no quiera trabajar, que no coma! Lo dijo San Pablo.

A mi lado, la madre de un alumno, que trabaja en la limpieza de las escaleras de un edificio, manifiesta su satisfacción: "¡Eso, eso. El que no quiera trabajar, que no coma!"

El Padre sigue hablando del trabajo:

—El trabajo es la dignidad del hombre. El trabajo es la manifestación de afecto a las demás criaturas. El trabajo es el sostenimiento del hogar, de esos hogares vuestros que yo bendigo con las dos manos, como bendigo el hogar —que ya se fue— de mis padres.

Luego se refiere a los sacerdotes del Opus Dei y explica que deben entregarse a los demás con los brazos en cruz:

—Porque sabemos que estar con los brazos en cruz es ponerse en disposición de recibir a todas las criaturas sin excepción, sin preguntarles la raza, ni la lengua, ni la nación, ni la religión.

Después, pasa a hablar del Centro ELIS, una iniciativa semejante a Tajamar que ha comenzado en uno de los barrios más necesitados de Roma, el Tiburtino. La iniciativa partió del Papa Pío XII, que proporcionó una cantidad de dinero y unos terrenos para comenzar esa labor.

—El Papa Juan XXIII, que —como todos los pontífices romanos— ha defendido siempre a los que tienen pocos bienes de fortuna; que ha defendido siempre la libertad de los hombres, con la responsabilidad consiguiente; que ha defendido siempre a los que no tienen trabajo, a los que están enfermos, a los que se encuentran solos, tenía un empeño grande en que trabajáramos cuanto antes a base de aquel dinero —mas bien poco— que había podido recoger el Pontífice anterior. Y Pablo VI, que tiene esta inquietud por la paz, este amor, este afán por los humildes, este deseo de que haya igualdad en el mundo, de que a nadie le falte nada, me dijo por medio del Cardenal Dell'Acqua que quería inaugurar el Tiburtino antes que se cerrara el Concilio, para que los obispos del mundo vieran cómo quería él al Opus Dei y a la gente necesitada de elevar su posición social, ¡que tiene derecho y no encuentra los medios para ejercitar este derecho!

El Padre cuenta brevemente la inauguración del Centro ELIS por el Papa el 21 de noviembre de 1965, pocos días antes de la clausura del Concilio Vaticano II.

A mí, aquellas palabras del Padre me traen un recuerdo muy especial, porque yo había tenido la suerte de estar personalmente en Roma en aquella ocasión, hacía apenas dos años.

El Padre seguía hablando de Pablo VI con veneración:

—El Papa no se sabía arrancar de entre aquellos hijos suyos humildes, sanos, buenos, ¡heroicos!... Había llovido y todo estaba lleno de barro. Cuando me arrodillé en el suelo delante de Él, del Vicecristo —que con tanto afecto me recibió en el Vaticano, el año cuarenta y seis, pero que ahora ya no es sólo aquel amigo: es Cristo, es Jesús—, me levantó, me abrazó y me dijo emocionado: Qui tutto è Opus Dei; aquí, todo es Opus Dei...

—¡Viva el Papa! —grita uno.

Aplaudimos todos, con el Padre. Luego sigue:

—Me da alegría decir que aquí, en Tajamar, todo es Obra de Dios. Vosotros, el barrio entero, es Obra de Dios; el profesorado, la dirección; los sacerdotes, que no piensan más que en vosotros, alguna prueba de cariño que se sale de lo ordinario os han dado, y están dispuestos a dar la vida, como yo. Vamos pues, ¡todos juntos!, a extender la labor. Primero en este barrio y después en muchos sitios, ¡en muchos sitios! Para esto, santificad vuestro trabajo, ofrecedlo a Dios. Para eso, los esposos que se amen mucho, que se quieran de verdad, que eso agrada a Dios.

El Padre les anima a no tener miedo a los hijos. Se hace un silencio grande.

—Que vengan vuestros hijos al mundo, que participéis del poder creador de Dios. Ya sabéis lo que dice el refrán de nuestra tierra: que cada uno se trae un pan debajo del brazo. Y si hay muchos Tajamares, se traerá en la inteligencia una cultura muy grande, y en las manos, la posibilidad maravillosa, no sólo del pan de cada día, sino del bienestar de cada día.

Nos habla de ayudar a los demás, de dar ejemplo...

—...con vuestras vidas de cristianos, los que tenéis fe. Respetando y queriendo mucho a los que no la tienen, con una amistad noble y leal, queriéndolos como Cristo los ha querido y como yo los quiero. De ese modo viviremos la libertad de las conciencias.

La gente asiente a sus palabras. Nos habla luego de hacer oración, que es hablar con Dios, contarle nuestras penas y nuestras alegrías, nuestras preocupaciones y nuestras ansiedades; de que acudamos a Él, no sólo cuando sintamos la garra de la enfermedad o el dolor de haber fallado en algo, sino también cuando estamos bien, para decirle: ¡Señor, gracias!

También nos anima a encontrar a Dios a lo largo de la jornada de trabajo, a dirigirnos a Él sin hacer cosas raras, sin mover los labios, sin ruido de palabras, buscando a ese Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, en el centro de nuestra alma, en medio de nuestro corazón, porque allí está, si no lo echamos.

—Que améis a Jesucristo y que lo améis a través de María Santísima, Madre Nuestra. Que no falte en vuestras casas alguna imagen de la Virgen, que la llevéis en vuestra cartera, y cuando tengáis una debilidad —que es explicable, no os asuste— acudáis a Ella. Los santos también las han tenido. Los que están en los altares han tenido debilidades y algunos han sido primero grandes pecadores: ahí está un San Agustín, un San Camilo de Lelis. Pero luego... confiad, que el amor de Dios todo lo purifica, y el amor humano santo, también.

Salen nuevos temas. Habla del hogar, y pide a los padres que no se desentiendan de la educación de los hijos. Luego recuerda el protagonismo de los padres en Tajamar, y concluye:

—Por eso Tajamar no son vuestros hijos: primero sois vosotros y luego vuestros hijos. ¿Os parece bien?

Un largo rumor responde que sí. El Padre se dispone a marcharse. Antes, se dirige a un grupo de alumnos que estaban junto a él y les hace entrega de una enorme copa, con la que instituía el Trofeo Tajamar.

Antes de terminar, en un momento dado se para y vuelve al micrófono.

—Si me permitís, os voy a dar la bendición... El que no tenga fe, que sepa que la bendición de un sacerdote es como la bendición de un padre y de una madre, porque es la bendición de Dios. Y los que tenéis la dicha de tener fe, recibidla como lo que es, como algo santo, grande, bueno.

El Padre extiende las manos. Se ha hecho de nuevo silencio.

—Que el Señor esté en vuestros labios, en vuestros corazones, en vuestros hogares, en vuestros amores, en vuestro trabajo, y os dé siempre la alegría y la paz. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

En el camino hasta la salida todos quieren saludar al Padre.

Juan Iruela y Juan Marco se acercan para imponerle un escudo de Tajamar de fieltro. Cuando se disponen a hacerlo, advierten que se han olvidado de traer un imperdible.

—No os preocupéis —les dice el Padre con un gesto sonriente.

Y metiendo la mano en el bolsillo, saca una carterita y les da un imperdible. Con él le prenden el escudo sobre la sotana. Así se le ve en la fotografía que viene en la portada de este libro.

Al despedirse, Juan Marco le da un abrazo tan fuerte que casi lo levanta en vilo.

La gente se arremolina alrededor del coche, por todos los lados.

—¡Adiós, Padre! ¡Vuelva pronto!

Finalmente, el automóvil sale de Tajamar y toma velocidad cuesta abajo. Hay mucha gente, que llega hasta esa fuente, a la orilla del camino, donde las mujeres suelen ir a lavar su ropa con baldes de plástico de colores vivos. Hoy no hay nadie lavando. Hoy en el barrio es un día de fiesta.

A la salida, don José Luis Saura pregunta a tío Julián qué le ha gustado más. Le contesta: "Aquello que ha dicho, eso de que el que no trabaja que no coma, eso es lo que más me ha gustado".

 

 
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