Apostolado de amistad
Índice del capítulo: La Escuela deportiva
Volviendo a los primeros tiempos del Club Deportivo, tengo que decir que transcurrieron con mucha ilusión y un crecimiento notable del atletismo en todas sus modalidades. Con trabajo y esfuerzo se iban consiguiendo metas aceptables. El atletismo empuja mucho a la superación personal y los chicos se lo tomaban muy en serio. Recuerdo que una madre me dijo un día:
—Por favor, haga que mi hijo baje pronto de los tres minutos en los 1.000 metros, porque ha dicho que hasta que no lo consiga no se viene al pueblo de veraneo con nosotros y el tiempo se nos echa encima.
Aquel chico consiguió pronto bajar de los tres minutos. Fueron surgiendo otros corredores, levantadores de pesas, lanzadores de martillo, etc. Hacíamos exhibiciones y se ganaban medallas. El fútbol y el baloncesto iban también viento en popa. Fueron tres o cuatro años de gran intensidad deportiva, en los que procuramos ir muy unidos a otros movimientos atléticos del barrio, y supongo que algo tendrá que ver ese espíritu de cooperación con la fama que aún mantiene Vallecas de abanderada del deporte madrileño, simbolizada en la carrera San Silvestre Vallecana, que se celebra el último día del año.
Muchos, por medio del deporte, fueron encontrando a Dios. Pienso que el deporte facilita practicar bastantes virtudes humanas, que son la base de las cristianas. Para empezar, por ejemplo, fomenta la reciedumbre, la capacidad de sacrificio y el compañerismo. Uno de los muchachos, por ejemplo, perdió una zapatilla durante una carrera de campo a través de 6.000 metros y no lograba encontrarla. El contratiempo no le arredró y continuó descalzo, hasta que llegó a la meta, con el pie ensangrentado, para que el equipo puntuase y sus compañeros no quedaran fuera de concurso.
Otra idea que mantuvimos siempre es que los entrenamientos no se suspendían nunca, aunque lloviese o nevase. También era frecuente que los mayores entrenasen a los más jóvenes, al terminar sus clases o su trabajo, haciendo un sacrificio considerable, y ese compañerismo ha creado una unidad y un espíritu de equipo que llama la atención entre los socios.
Además de las virtudes que los chicos adquieren por el trato con sus compañeros y entrenadores, y por el ambiente que se respira en el club, también les ofrecíamos que asistieran, si querían, a diversos medios de formación: charlas de formación cristiana, meditaciones dirigidas por un sacerdote, etc. Y se organizaban convivencias y campamentos, en El Tiemblo y el Hornillo, en la provincia de Ávila; Torrelodones, Las Rozas y Los Molinos, en Madrid; y sobre todo Buendía, en Cuenca.
Lo de Buendía merece una mención aparte. Eran unas instalaciones muy sencillas que la Confederación Hidrográfica del Tajo cedió a Tajamar en el verano de 1958. Allí, con el embalse de Buendía a las puertas de casa y con las montañas circundantes, se podían hacer muchas excursiones: al Castillo de Angüix, a la Ermita de la Virgen de Bolarque, a las cuevas, a una cruz que está enclavada en un monte cercano en recuerdo de un accidente aéreo ocurrido hace años, etc.
En Buendía se organizaban campamentos. Días antes de partir para allá, teníamos una reunión para hacer los preparativos y dar las instrucciones que requieren unas jornadas en la montaña. Siempre nos pareció que los chicos saben apreciar las cosas cuando están bien organizadas: quieren saber lo que tienen que hacer, se hacen sensibles a la responsabilidad de un cometido concreto y así lo hacen bien. Al terminar la reunión, unos iban a recoger las tiendas; otros, el material de deporte; y todos, sus útiles de trabajo y sus mantas, pues por aquel entonces no usábamos sacos de dormir.
El día fijado, salíamos en autobús desde un sitio céntrico de Vallecas. Llegábamos al mediodía. La primera operación era, naturalmente, instalar el campamento y montar las tiendas. Los chicos ponían todo su empeño. Tenía su aliciente ver qué tienda estaba mejor montada, sin arrugas, con los vientos bien equilibrados, limpio el suelo, etc. Empezaban a ponerse en práctica detalles de colaboración y compañerismo que han de ser lo habitual en la vida de un campamento.
Terminada esta operación, hacíamos una buena marcha por los cerros próximos y aunque no conseguíamos cansarlos —los chicos a esa edad son incansables— era lo suficiente para que aquella noche tomaran con sueño el suelo de la tienda.
Las actividades que les ocupaban durante los días del campamento solían ser muy variadas. Se les decía que tenían libertad de asistir a Misa o no. Los chicos captaban enseguida el valor de la Misa a pesar de que el ambiente en que vivían no se lo facilitaba mucho, pues el porcentaje de gente que iba a Misa los domingos en Vallecas era entonces realmente bajo.
Las tertulias tenían un éxito inesperado. Eran un rato de conversación espontáneo e informal. Iban saliendo temas diversos y unos y otros contaban cosas en un ambiente de familia y de amistad estupendo. Me acuerdo, por ejemplo, de una de aquellas tertulias en que salió el tema de los toros. Al momento, la fantasía de los chavales transformó el mismo corro de la tertulia en un ruedo. Fue un verdadero espectáculo, con unos improvisados trajes de luces, cuadrilla de toreros haciendo el paseíllo, ¡olés!, graderíos enteros que pedían la oreja para el pequeño torero que había ejecutado la faena.
Otro día era un magnetofón, de aquellos de entonces, el que animaba a los artistas a interpretar sus números. Ángel, un chico listo como una ardilla y gracioso como él solo, era el locutor; presentaba las mejores voces, hacía entrevistas, a otros les iba sacando para que contasen algún chiste, etc. Luego, había que ver las caras de los chicos al oír sus propias actuaciones, pues en aquella época no solía ser algo corriente escuchar la propia voz en magnetófono, como se decía.
Otra de las actividades principales era el deporte. Como la mayoría se inclinaba por el fútbol, organizamos un campeonato. Bastantes no sabían nadar —algo que resultaba relativamente normal en aquellos años—, y se dieron clases de natación. Al final del campamento muchos habían alcanzado la meta que les proponíamos: cruzar sin ayuda la parte honda de la piscina. También el embalse dio su oportunidad a los partidarios del remo. Otros momentos fueron más reposados: ratos de lectura, una clase por la mañana, una charla al final del día, etc.
El trato más informal con los profesores durante esos días ofrecía también muchas oportunidades para hacer a los muchachos pequeñas sugerencias de mejora y darles consejos que les ayudaran. A uno se le sugería cómo ser generoso, pensar en los demás, ceder los mejores sitios a otros, tener detalles de servicio, etc.; a otro se le comentaba cómo podía poner en práctica los temas de las charlas de formación. Esas charlas se daban al caer la tarde, bajo los pinos. Aquel panorama de vida les resultaba muy nuevo, al menos en la forma en que se lo planteábamos. La verdad es que todo resultaba amable en esos campamentos en Buendía, entre el azul del cielo y del agua.