Si supiera expresarlo
Índice: María Ignacia García Escobar
Diciembre de 1999
Son casi las dos de la tarde. Hemos llegado al final de la historia de su tía María Ignacia, y doña Pepita me propone que vayamos a saludar a Anita Cárdenas, una amiga de María Ignacia que vive en la otra parte de Hornachuelos.
Se levanta ágil, y tras entornar la puerta que se abre al primer patio de la casa, con una fuente rodeada de macetas, enfilamos la calle de la Palma en dirección a la plaza. Hablamos de su madre, Benilde y de su tía Braulia, que han fallecido hace unos años..
“Yo no soy del Opus Dei —me dice mientras atravesamos la plaza del Ayuntamiento— y sólo conozco la última parte de la vida de mi tía María Ignacia por lo que se ha escrito de ella. Pero lógicamente he oído hablar mucho a mi madre y a mi tía Braulia de don Josemaría, como le hemos llamado siempre en mi casa; y de la Obra, por la que rezó tanto mi tía”.
Subimos por una callejuela blanca, con escaleras. Llegamos a una placita encalada, recoleta, junto al paredón de la iglesia. “Aquí está enterrado el párroco, don Antonio Molina”, me dice. Tras otro nuevo tramo de escaleras llegamos a la plaza de la iglesia, casi desierta. Sólo unos niños juegan al fútbol entre los árboles. Uno de los cuatro costados de la plaza es un largo mirador.
—Ese monte de ahí enfrente —me dice— es el Añozal. Allí en lo alto, ¿la ve?, está la casa donde vivió María Ignacia de pequeña.
Doña Anita nos recibe efusivamente en el zaguán, y nos enseña su casa. Es una vivienda alegre y espaciosa, con un patio lleno de plantas por donde llega la luz a raudales, y con un toque indefinible de gracia andaluza en los detalles. Nos enseña algunos muebles de la casa de María Ignacia, que conserva ella, como unas mecedoras de mimbre.
Le pregunto como han llegado estos muebles hasta aquí y comienza a explicarme una larga madeja de relaciones familiares que no logro retener. Lo único que saco en claro es que este grupo de amigas, como me decía doña Pepita, han acabado emparentando todas entre sí.
—Si es muy sensillo. Carmen Santisteban es la cuñada de doña Matilde, la maestra de María Ignacia; y Conchita Carrasco, la prima de María Ignacia, se casó con un Vilela, que es ...”.
Tras charlar un rato sobre lo divino y lo humano, doña Anita nos agasaja con un fino oloroso —estamos en Andalucía—, y bajando el tono de voz, como si hubiese sucedido ayer, comienza a contarnos:
“Pues sí, mire usted: porque Dios ha querido, yo he vivido entre santos. Mi maestra fue Victoria Díez, que murió mártir. Los curas de mi parroquia, don Lorenzo y don Antonio Molina, fueron mártires también. Y mi mejor amiga, María Ignacia...
Por eso, cuando digo que he vivido entre santos no exagero nada .
Cada uno me llevó a Dios por un camino. El camino de María Ignacia fue la amistad y el cariño. No sé cuando nos hicimos amigas, porque nos conocíamos desde siempre. Ahora, en verano, cuando subo a la terraza veo, por un lado, el Añozal, donde vivió de pequeña; y por el otro su casa, y me acuerdo mucho de ella... Sí; aunque han pasado ya tantos años, más de setenta, la sigo teniendo muy presente.
Y no sólo son recuerdos... Siempre que me veo en apuros por algo de la casa, por la familia, o por alguna enfermedad, me encomiendo a ella, y tengo la seguridad interior, no sé como decirlo, de que me escucha, de que intercede ante Dios por mí. Me hace muchos favores, y compruebo que me sigue ayudando, como entonces.
Me han contado que fue una de las primeras mujeres del Opus Dei y que el Fundador la consideraba como uno de los cimientos. Pues... mire usted, yo no conozco mucho el Opus Dei; pero conocí desde pequeña a María Ignacia, y puedo asegurar que Dios eligió un buen cimiento: porque tenía, verdaderamente, unas cualidades extraordinarias, como persona y como cristiana.
He leído hace poco un escrito del Fundador sobre el Espíritu Santo. Me ha gustado mucho. Citaba un punto de Surco, un libro que me han dicho que se parece a Camino.
Pues bien; lo que he leído sobre el Espíritu Santo me ha dejado una paz grande, una alegría...
Eso es precisamente lo que transmitía María Ignacia con su mirada, con su sonrisa: paz, alegría. Y un cariño inmenso. ¡Ay, si supiera expresarlo!