De España a España

 

Una decisión arriesgada

"Era una decisión muy arriesgada -cuenta Manuel Grases- pero... después de encomendarme a Dios, me decidí. Pintaluba me comentó que había posibilidades de pasarse en mayo. 'Pero esto -me advirtió- te costará bastante'.

Me dijo la cantidad. Aquello era realmente mucho dinero para mí. No tuve más remedio que desmontar un reloj de oro que había heredado de mis abuelos y cambiarle la caja por otra de acero; y con eso, y con la venta de la alianza que me había dado Manolita, junto con una esclava de oro que le había regalado su madre, pude pagarle; y un día de mayo de 1937 me metí en un coche con él y con otro individuo que nos acompañaba, y que iba con un fusil asomando por la ventanilla; y así, junto con otros dos coches, fuimos pasando sucesivos controles. Y llegamos a Novés del Segre, donde nos dejaron a cargo de un guía que nos escondió en el bosque y vino a buscarnos al anochecer.

Al principio éramos ocho personas en aquella expedición. A los pocos días quedamos sólo seis, porque un señor mayor que venía al principio con nosotros, y había estado hasta entonces escondido, sin moverse, en la buhardilla de su casa, no pudo seguir y lo dejaron con un sobrino suyo, que también venía con nosotros y no quiso abandonarlo. Era un sistema brutal: al que desfallecía en el camino, lo dejaban, para que no atrapasen a todo el grupo. Atravesamos a pie parte del Pirineo, de noche, a escondidas, a lo largo de unas jornadas agotadoras.

Nos refugiábamos en lugares insospechados: en una cueva, en una choza, en un pajar de una casa de payeses. Y no se me olvidará nunca aquella madrugada...

Habíamos caminado durante toda la noche, y estábamos muy cerca de Andorra. El guía nos había dejado ya, diciéndonos: 'me voy; aquel pueblo que veis es Sant Julià'. Llegamos, y después de pasar el control de la gendarmería francesa, nos dio comida y ropa la familia Ribas, hacendados andorranos, que se dedicaban por entero a atender a cuantos lograban pasarse.

De Sant Julià pasamos a Les Escaldes donde, al cabo de un par de días, encontramos un camión que, por motivo de la nieve, sólo pudo llevarnos hasta el 'Pas de la Casa' y el resto, hasta Francia, había que hacerlo a pie.

Nos pusimos a andar. Parecía que se habían terminado todos los peligros... Seguimos caminando... y entonces se nos vino encima una gran tormenta de nieve, que nos cegó por completo...

No sabíamos qué hacer. Empezamos a dar vueltas y vueltas sin encontrar el rumbo. Pasaba el tiempo y no lográbamos orientarnos. Vueltas y más vueltas. Después de tantos sufrimientos -pensé-, ¿íbamos a morirnos así, congelados de frío, perdidos en mitad de la montaña?

Lo pasamos mal, muy mal... La tormenta no cedía y el frío era cada vez más intenso. Teníamos las piernas y los brazos completamente entumecidos...

Entonces me encomendé a mi madre, porque estaba seguro de que, desde el Cielo, me tenía que guardar. Y en aquel preciso instante apareció un gendarme francés que llevaba correo a Andorra. Y pudimos llegar sanos y salvos a L'Hospitalet... en Francia.

Sin embargo, en aquel mes de mayo del 37 esta travesía resultaba, a pesar de todo, relativamente fácil. La frontera no estaba tan vigilada como tiempo más tarde, cuando las autoridades se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo allí.

Más tarde, en el mes de noviembre, cuando se pasó el Fundador del Opus Dei, 'pasarse al otro lado' presentaba mucho más riesgo y constituía una auténtica aventura..."

Una rosa en la noche

Como meses antes había hecho Manuel Grases, don Josemaría inició el 19 de noviembre de 1937, tras unas semanas de tensa espera en Barcelona, la peligrosa travesía por las montañas. Tanto él como los que le acompañaban habían calibrado el riesgo que corrían: sabían perfectamente a lo que se exponían si eran detenidos. Algunos eran universitarios, como Pedro Casciaro o Francisco Botella; otros, jóvenes profesionales, como José María Albareda o Tomás Alvira. Se pusieron bajo el mando de un guía. Don Josemaría vestía un pantalón bombacho, un jersey azul de cuello alto y una boina negra, y durante aquellos días se vieron obligados a dormir también, como Manuel Grases y todos los que se "pasaban", en los sitios más inverosímiles.

Durante la noche del día 21 pernoctaron en un lugar que les pareció un horno abandonado, y al día siguiente el Padre parecía muy preocupado, "aunque -recuerda Juan Jiménez Vargas- no dijese nada que pudiera traducir su estado de ánimo. No había dormido en toda la noche. Tan mal estaba que decidió no celebrar Misa en aquel momento (...). Salió de la habitación y al parecer bajó a la iglesia. Al cabo de no mucho tiempo volvió. Su preocupación se había disipado. Aunque no hizo comentarios en este sentido, su aspecto entonces era muy alegre. Llevaba una rosa de madera dorada. Todos sacamos la impresión de que aquella rosa tenía un profundo significado sobrenatural, aunque no hizo ninguna aclaración".

"Es una rosa de madera dorada -explicaba años más tarde el Fundador del Opus Dei-, sin ninguna importancia... Allí, cerca del Pirineo catalán, la tuve por vez primera entre las manos. Fue un regalo de la Virgen, por quien nos vienen todas las cosas buenas".

Hablaría poco en el futuro de este suceso: en parte por humildad -era el protagonista de esas gracias de Dios- y en parte porque no era nada amigo de milagrerías: "Lo único verdaderamente importante, hijos míos -subrayaba con fuerza-, es que Dios nos conceda la fe, la humildad y la fortaleza para ser buenos instrumentos suyos, a pesar de nuestras miserias (...). No busquéis cosas extraordinarias o raras (...). Lo que se sale de los cauces de la Providencia ordinaria no nos interesa".

Hasta el final

Aquel mismo día llegaron a un lugar del bosque en el que acamparon durante algún tiempo, guareciéndose en una cabaña. El 27 de noviembre comenzaron las marchas nocturnas hasta la frontera. Les esperaban cinco noches terribles, en las que tendrían que sortear numerosos precipicios y desfiladeros, con larguísimas caminatas que durarían hasta el agotamiento.

"A las doce o la una -recuerda Jiménez Vargas- nos metieron en una cueva de ganado en una montaña que llaman el Corb (...). En la cueva estaba el nuevo guía, que se hacía llamar Antonio. Hasta que nos despedimos en Andorra no dijo su verdadero nombre: José Cirera. Era un hombre de 23 años, con traje de pana y abarcas, duro, autoritario, infatigable y audaz, como poco a poco fuimos comprobando (...). Todavía de noche, salimos de la cueva (...). Llegamos a la Espluga de las Vacas, en el barranco de la Ribalera, a unos 800 metros de altitud, el 28 de noviembre, completamente de día, con sol".

Nada más llegar el Padre dijo Misa sobre una gran piedra, muy cerca de la pared de aquel cortado, para quedar bien a cubierto del viento. Las personas que estaban allí -más de veinte- no habían oído Misa ni pisado una iglesia desde julio del año anterior. Siguieron la celebración en medio de un silencio impresionante. Algunos comulgaron.

"Sobre una roca y arrodillado -escribió entonces uno de los expedicionarios en su bloc de notas-, casi tendido en el suelo, dice un sacerdote, que viene con nosotros, la Misa. No la reza como los otros sacerdotes de las iglesias(...). Sus palabras claras y sentidas se meten en el alma. Nunca he oído Misa como hoy, no sé si por las circunstancias o porque el celebrante es un Santo".

Iniciaron la subida al Aubens. "La pendiente era grande y en algunos momentos -prosigue Jiménez Vargas- sólo se podía andar trepando por las piedras. Apenas empezar este tramo, Tomás Alvira se cayó desfallecido. Tenía ampollas en los pies y estaba en un estado de agotamiento que le inutilizaba. En su desmoralización estaba seguro de que no podía llegar al final.

El jefe dio orden de seguir, porque había que alcanzar la cumbre antes del anochecer. Dijo que a aquel hombre había que dejarle allí. De momento, todos pensamos que era una decisión brutal y no estábamos dispuestos a aceptarla, aunque Tomás no se sentía capaz de nada (...). Todavía recuerda la escena después de tantos años como si lo estuviera viviendo: 'El Padre, cogió del brazo al guía, habló con él unos momentos, y me dijo:

-No hagas caso. Tú seguirás con nosotros como los demás, hasta el final".

Aquello era sólo explicable por la fe y la fortaleza del Padre, porque Tomás no se sentía con fuerzas para nada. Sin embargo, arrastrándole casi, cruzaron el Tosal del Fach y bajaron por un bosque de pinos en la cara norte de la montaña.

Así durante cinco noches. La última jornada de aquella travesía fue especialmente dura: divisaron al fondo, en una hondonada, una caseta de carabineros; y al otro lado, una hoguera. Debían pasar entre la caseta y la hoguera, sin que los vieran, entre el ladrido de los perros que parecían haber advertido su presencia.

Cruzaron en silencio, con el alma en vilo, sin que pasara nada. Luego, atravesaron un bosque, hasta que uno de los guías dijo:

-"Ja son a Andorra. Tenen qu'esperar aquì fins qu'es faci de dia perquè no's perdin; poden fer foc".

¡Ya estaban en Andorra! Era el 2 de diciembre de 1937. Hubo una explosión general de alegría. Don Josemaría comenzó a rezar la Salve:

-"Salve Regina, Mater misericordiae..."

Al día siguiente, 3 de diciembre, don Josemaría pudo celebrar la Santa Misa, en la iglesia parroquial de Les Escaldes, revestido con ornamentos, por primera vez desde el comienzo del conflicto. Tenía las manos hinchadas todavía por las espinas que se le habían clavado al agarrarse a los matorrales.

Necesitaban documentación nueva y aprovecharon la ocasión para hacerse una fotografía.

A pesar del cansancio, pocos días después, don Josemaría quiso hacer una breve visita a la Basílica de Lourdes para agradecer a la Virgen que hubiesen llegado sanos y salvos. Luego pasó unos días en San Sebastián y en Pamplona, donde hizo unos ejercicios espirituales. El grupo de expedicionarios se disgregó: Juan Jiménez Vargas se fue a Zaragoza, como alférez médico. Pedro Casciaro y Francisco Botella, dos jóvenes miembros del Opus Dei, fueron destinados militarmente a Pamplona y luego a Burgos. José María Albareda, comenzó a trabajar en la Secretaría de Cultura.

El Fundador decidió establecerse temporalmente en Burgos, junto con estos tres -Pedro Casciaro, Francisco Botella y José María Albareda-, en espera de que terminase la guerra.

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