Herido ya de muerte
Índice: Isidoro Zorzano
El Beato Josemaría había señalado la necesidad de abrir otro centro en Madrid, para la formación de las nuevas vocaciones y como sede para dirigir e impulsar las tareas apostólicas. Desde principios de 1940 se vienen buscando casas. El 7 de julio alguien anota: «Isidoro y Justo han vuelto reventados», tras caminar toda la mañana, sin encontrar nada. Por fin, aparece un chalet en la calle Diego de León, esquina a Lagasca.
El 31 de octubre Álvaro e Isidoro se trasladan al hotelito, con doña Dolores, Carmen y Santiago. Posteriormente llegarán otros. El Padre no quiere que vaya nadie más a vivir allí mientras no esté la casa lista del todo. Él mismo dirige la instalación. Zorzano se pasa las tardes subiendo y bajando escaleras seguido de pintores, electricistas, carpinteros y fontaneros; tomando las medidas de los cuartos, para dibujar planos; o cuidando la decoración.
La casa, de apariencia distinguida, no tiene todavía calefacción y todos recordarán el frío terrible del invierno 1940-1941.
«Isidoro: ya hemos empezado a sufrir». El «fondo de San Nicolás». Por la escalera de servicio. Apuros económicos. «Lo siento por los que nos persiguen». Muere la Abuela
En el oratorio ponen una pequeña estufa eléctrica. Pero Isidoro «no lograba entrar en reacción. [...] Era ya como frío interior, de un cuerpo que no está sano. Le veíamos disimular que estaba tiritando; alguna vez se tenía que frotar las manos. Y, desde luego, ninguna queja». A la hora del desayuno, Pedro —también friolero— toma el asunto a chunga: «Isidoro, ya hemos empezado a sufrir». Zorzano responde guasón: «Hasta que nos acostemos». El diálogo —en voz lastimera— hace reír a todos.
El día de San José, Isidoro se sentará en el jardín al sol, junto a la hermana del Fundador, y comentará: «Carmen y yo hemos prometido estar al sol, aunque nos achicharremos, para compensar el frío que hemos pasado este invierno». Porque, pese a la famosa broma con Pedro, tampoco acostado logra Zorzano entrar en calor. Sólo una vez se le escapa confidencialmente: «Lo peor es que te metes en la cama y no reaccionas. Te pasar la noche helado». Esto lo sabe Álvaro que, durante algún tiempo, comparte la misma habitación de dos camas.
Después de su trabajo en los Ferrocarriles, Isidoro sigue con las cuentas e instruye a los secretarios de otros centros. Les corrige delicadamente cuando cometen algún error; llegado el caso, les devuelve los papeles para que los rehagan; y les tranquiliza si los ve apurados. Suelta la carcajada con los trucos de un inexperto contable: el muchacho guarda en un sobre las pesetillas que le sobran algunos meses, para compensar con ellas cuando falte algo. De este modo, siempre va todo al céntimo. Zorzano se ríe con el nombre que da el secretario a esa reserva líquida: ¡fondo de San Nicolás! Pero le hace notar que, así, «no nos esforzamos en sacar las cuentas [...] y parece como que se quiere aquietar la conciencia, echando mano del sobre».
Cualquiera pensaría que a Isidoro le gustaban las cuentas. Pero a uno que se muestra contrariado por las rutinas contables, le confiesa: «¿Crees, tal vez, que yo —que vengo cuidándome de la contabilidad de toda la Obra— me he acostumbrado a hacer balances? Pues te equivocas: no hay cosa que me cueste más»; «No creas que, a pesar de mi condición de ingeniero, a mí me fue nunca grato esto». Bien sabe Isidoro que, de suyo, importa poco el que sobren o falten unas pesetas. Según aprendió del Fundador, el amor a Dios es el motivo para «cuidar los detalles y acostumbrar a los pequeños a que lo hagan».
Por idénticas razones, Zorzano utiliza una empinada escalera de servicio en Diego de León. A los estudiantes se les aconseja emplear ésta, para que duren más las alfombras de la escalera representativa. Aunque la indicación no es para los mayores, Isidoro hace como los jóvenes «ya que conviene mantener siempre limpia la principal». Esto, lo mismo que forrar los libros, «no es por el valor de cinco céntimos más o menos. Sino porque deben hacer las cosas con espíritu sobrenatural. Como la oración, como el estudio, como toa nuestra vida. Si no se hace con espíritu sobrenatural, es perder el tiempo».
De todas maneras, los problemas económicos son reales y, a veces, graves. Cada nuevo Centro supone gastos de alquiler e instalación; y su mantenimiento es trabajoso, pues no son negocios, sino locales de labor apostólica. Fuera de la capital, los hay en Valladolid, en Barcelona y en Valencia. En esta ciudad se ha puesto una residencia de universitarios. Pero los estudiantes no llegan: en noviembre (1940) sólo hay un residente, y 39 pesetas en la caja. Don Josemaría hace que se manden a Valencia 1.000 pesetas: la mitad de lo que tienen en Madrid.
Otro día —refiere Álvaro— se presenta en Diego de León «una chica que necesitaba cierta cantidad de dinero para entrar en religión. El Padre comprobó la sinceridad de sus intenciones», y después de comentarlo con Álvaro, «preguntó a Isidoro Zorzano [...] cuánto dinero teníamos en casa; y se lo dio todo a aquella futura novicia». El Señor no puede abandonar a quien deposita en Él su confianza. Por eso, el ingeniero gasta bromas sobre sus propios apuros: «Si la Obra fuese una empresa humana, yo como Administrador debería estar hecho polvo». No lo está, porque la Obra es de Dios.
Más dolor le causa la campaña de calumnias que algunos eclesiásticos desatan contra la Obra y contra el Fundador. No le preocupa mucho el daño que puedan hacer al Opus Dei: «Nosotros no perdemos, porque esto sirve para que nos conozcan y nos quiera mucha más gente, cuando vean y conozcan la verdad». En este sentido, comenta: «Nos han hecho la propaganda gratis». Siguiendo el consejo del Padre, calla, perdona, sonríe, trabaja y pide a Dios por esos maledicentes. Lo siente por ellos, «porque son parte de la Iglesia», cuya unidad amenazan con sus dicerías.
Isidoro ama con todas sus fuerzas a la Iglesia. Sólo desea «servir al Señor y trabajar por la Iglesia», que vienen a ser una misma cosa. En la escuela del Fundador ha aprendido a no tener más ambición que la de «servir a la Iglesia como la Iglesia quiere» ser servida. De ahí su constante petición por el Santo Padre, por el Obispo diocesano y por toda la jerarquía eclesiástica. A menudo repite: «Hay que pedir mucho por ellos; tienen mucha carga encima».
Otro gran dolor recibirá Isidoro este curso. También ahora, en Diego de León, sigue mostrando su cariño a la madre y hermanos del Fundador. El 5 de abril (1941) va con ellos, Álvaro y algún otro, al Escorial. Junto a la Silla de Felipe II almuerzan y sacan algunas fotografías. Doña Dolores siente cierta molestia bronquial, que no parece de cuidado.
Al día siguiente, Domingo de Ramos, Isidoro y Santiago Escrivá viajan a Valencia, donde permanecerán hasta el Jueves Santo. Zorzano, además de ayudar en las cuentas, contribuye al calor de hogar. Con algunos de los valencianos pasean por el Saler y por los canales de la Albufera. Santiago duerme en la misma habitación que Isidoro y, a lo largo de la noche, se despiertan por los crujidos que produce la puerta del armario. De cama a cama bromean: «El fantasma va por ti».
Cuando regresan a Madrid, el día 10, traen un pequeño obsequio para la Abuela, cuya salud sigue sin producir alarma. De hecho, el Padre no cancela su compromiso de predicar unos ejercicios espirituales al Obispo y clero de Lérida, donde viaja el domingo in albis. Pero doña Dolores se agrava repentinamente y, el martes 22, fallece. El Fundador llega por la noche a Madrid, donde se turnan todos rezando ante los restos de la Abuela. El Padre acepta la voluntad de Dios, a la vez que llora como un buen hijo. Isidoro está, como todos, persuadido de que doña Dolores, ya en el cielo, continúa velando por sus «nietos»; y habla de ella como de alguien presente. De todas maneras, al ingeniero le asalta un remordimiento: poco antes de fallecer él mismo, hablará con Álvaro y se lamentará de «no haber cuidado bastante» a la Abuela «durante su última enfermedad, en cuanto a médicos y medicinas». Se trata de un pesar infundado, según dejará bien claro el Padre.
Sentenciado: enfermedad de Sternberg. «¡Que se marche inmediatamente!» del hotel. Descansando en La Cabrera
A decir verdad, es Isidoro quien requiere cuidados. Ya en el curso anterior se habían manifestado nuevos síntomas de su enfermedad: concretamente, un prurito insoportable en el pie. Como no volvió a quejarse, tampoco el médico prestó mayor atención al asunto; y Zorzano había seguido con su régimen de vida normal. Pronto se advierte que pierde peso; que apenas tiene fuerzas; que le tiembla el pulso y que se fatiga cuando sube las escaleras.
Sus viejos conocidos de Málaga, que lo saludan cuando pasan por Madrid, lo encuentran muy desmejorado: «Su aspecto —dice uno— era totalmente diferente al don Isidoro que yo había conocido y tratado en Málaga», aunque —señala otro— «su sonrisa y placidez eran las mismas de siempre».
El Fundador manifiesta a los mayores del Opus Dei su preocupación por Isidoro; y hace que lo examinen varios médicos. En julio, el doctor José Alix le diagnostica la «enfermedad de Sternberg-Paltamf»: un linfoma, conocido por el nombre —Hodgkin— de quien describiera la dolencia, entonces inexorablemente mortal tras una lenta degeneración del organismo. El médico señala un vigoroso tratamiento a base de radiaciones.
«Cuando los médicos reconocieron su enfermedad», escribe Alberto Ullastres, «le dieron dos años de vida, y por esta vez acertaron». En los centros del Opus Dei se pide que todos recen por Zorzano. Alguno piensa que «no estaba tan grave como nos habían dicho [...], porque su régimen de vida no era el de un enfermo, sino el de un hombre muy sano». No hay que guiarse por las apariencias: «Ahí donde lo ves, tan alegre y tan natural», explica Pedro Casciaro a otro, «no tiene más que dos años de vida. Y él lo sabe».
Una de las enseñanzas del Fundador a sus hijos es que vivan al día: atentos al «hoy y ahora», sin preocuparse por un «mañana», que no saben si llegará. Por eso, abandonado en su Padre Dios, Isidoro ni siquiera pregunta los resultados de los análisis. Pero, aunque prolongará más de un año su horario de hombre sano, es fácil advertir su gravedad. Un penoso episodio lo pone de manifiesto.
Antes de comenzar la radioterapia, el Fundador quiere que Isidoro se reponga unos días en el campo. La hermana mayor de Zorzano sugiere y apalabra un hotel en Las Navas del Marqués. Al poco de llegar, Isidoro se cruza en el hall con una señora, rodeada de tres o cuatro chiquillos. La mujer se dirige con decisión al propietario.
—¡Esto es intolerable! Acabo de cruzarme con un huésped nuevo, que debe de estar tuberculoso. Yo no puedo permitir que mis pequeños convivan con un señor así. Esto no es un sanatorio.
—¡Ah! Se refiere usted al señor Zorzano. Puede estar tranquila. No está tuberculoso ni tiene ninguna enfermedad contagiosa. Trabaja mucho —es ingeniero de la RENFE— y por eso está tan demacrado. Pero le aseguro que no es enfermo contagioso. ¡No lo hubiera admitido en mi hotel!
La señora no atiende a razones y alza la voz:
—Usted dirá lo que quiera, pero no estoy dispuesta a consentirlo. ¡Que se marche inmediatamente! Si es preciso, presento una denuncia a la Dirección General de Sanidad, o a quien sea.
Isidoro advierte lo que ocurre y se retira discretamente. Más tarde el dueño le dice vacilando:
—Pues verá usted, don Isidoro: ...yo, sabe usted, ya se lo he dicho, pero ella... Se trata de aquella señora con los niños...
—No se preocupe. Ya lo sé. Esta tarde me marcho, si hay combinación para regresar a Madrid.
—Combinación no hay hasta mañana. Pero, si a usted no le importa, esta tarde marcha a Madrid un huésped en moto...
En su casa se sorprenden por la llegada de Isidoro, sucio del polvo de la carretera, despeinado y algo jadeante después del incómodo viaje; pero sonriente, sin dar importancia a lo sucedido, como si fuera lo más natural: «¿Ya veis: aquí estoy! Resulta que una señora...».
En septiembre se arbitra otra solución para que Isidoro descanse: acompañar a Salus que pasa, con sus hijos, una temporada en la «Casa Fausto» de La Cabrera. El lema de la pensión —«El sol sale para todos»— parece indicar que no habrá problemas. De todas maneras, hubo que vencer cierta resistencia inicial de Fausto. La sobrina de Zorzano recuerda «que mi madre tuvo que convencer al dueño de que Isidoro no sufría ninguna enfermedad contagiosa. El convincente argumento de mi madre fue: ‘Si tuviese algo contagioso, no lo traería yo con mis niños’. La verdad es que el aspecto del tío (demacrado, fatigado...) era muy malo».
Su hermana y sobrinos descubren que tiene las piernas llagadas. También les impresiona oírle jadear por las noches y verlo levantarse para la Santa Misa y comulgar. Esto plantea sus problemas: «No hay hora fija para la Misa»; y, como durante la guerra desaparecieron las campanas, «se llama a los fieles pegando golpes sobre un centro de rueda de coche; generalmente suele ser alrededor de las 9». Como le han recetado «medio papel de gelbis simple en un poco de agua o cocimiento de manzanilla caliente, una hora antes del desayuno», Isidoro no prueba bocado hasta media mañana.
Su jornada se atiene al riguroso descanso que le han prescrito: «Después de desayunar voy a uno de los múltiples prados que rodean la casa, situada a las afueras del pueblo, y de lectura y vida contemplativa lleno el resto de la mañana hasta la hora de almorzar; después, el consabido reposo. Por las tardes no está abierta la iglesia, pero hoy he influido cerca del Sr. Cura para que abra un cierto tiempo y los fieles puedan hacer la visita. Los fieles somos media docena y el único que comulga soy yo».
Para Zorzano esta pausa contemplativa prolonga el retiro espiritual, de varios días, que hizo a primeros de mes. Pero escribe a los de Madrid: «Estoy ya deseando que venga el día primero para ir [...] directamente al Estudio». Se trata de un nuevo Centro, para profesionales, en la calle Villanueva, donde Isidoro vivirá con más sosiego que en Diego de León.
Por estas fechas Zorzano redacta su testamento ológrafo, en el que declara: «Vivo y quiero vivir y morir en el seno de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana». Los bienes muebles o inmuebles que pueda poseer en el momento de su muerte —no tendrá ninguno— los deja «en beneficio de la Sociedad Civil Fomento de Estudios Superiores».
El 14 de noviembre comienza la radioterapia: setenta y una sesiones que, divididas en tres tandas, durarán hasta el 22 de mayo (1942).
A rastras a la oficina. «Trataba de comer una manzanica». «Yo no he puesto nunca una casa». Disimulando la fatiga
Isidoro continúa su régimen habitual de vida. Quien ocupa la habitación contigua, en Villanueva, sufre oyendo la tos seca del ingeniero. Pero sólo al director del Centro, Álvaro, confía Zorzano que sus noches son «un continuo desasosiego, ponerse sobre un costado o sobre otro», sin que se calmen los dolores: únicamente hacia las cinco de la mañana, rendido, cae en una especie de sopor. A las seis menos cuarto, suena el despertador y se levanta como todo el mundo. El médico ha dicho que permanecer más tiempo acostado, en vez de aliviarle, quizá sea contraproducente. Por eso, y por espíritu de sacrificio, declina la sugerencia de echarse un rato por las tardes.
Tampoco en el oratorio encuentra postura: se arrodilla con una pierna, sin doblar la otra, que a veces se frota ligeramente. Cuando le preguntan qué tal ha descansado, responde con evasivas.
En esta situación, sigue yendo al trabajo, donde los jefes advierten su quebranto y le aconsejan sin éxito no acudir a la oficina o, cuando menos, tomar algunas temporadas de descanso. Le dicen que no tema perder su empleo. Pero a Isidoro no le mueven temores, sino el amor de Dios, que manifiesta con su profesión, mientras no dañe a su salud.
Por otra parte, el sentido de la justicia impide a Zorzano privar de sus servicios a la empresa, en tanto conserve fuerzas para desempeñar sus encargos en el Opus Dei. Quienes lo conocen declaran que Isidoro nunca lesionó «en lo más mínimo los derechos de las empresas a las que sirvió, por atender otros ministerios aunque fueran de orden apostólico». Los jefes de Ferrocarriles certificarán que no dejó «jamás de cumplir con los deberes de su trabajo». Y los subordinados jurarán «el interés que tenía porque en nada se quebrantasen los derechos nuestros, ni los derechos de la Compañía en la que prestaba sus servicios, pues jamás le vimos que por atender a los menesteres de la que nosotros creíamos que era su residencia de estudiantes, abandonase los servicios de la oficina». De hecho, sigue siendo el primero en llegar al trabajo, aunque lo hace «a rastras», a veces con las uñas amoratadas o con la mano vendada.
Su aspecto —dicen— es el de un «enfermo, pues se le veía en un estado de debilidad y agotamiento tal, que siendo muy joven, parecía un hombre totalmente agotado». A menudo, cuando se sienta en su despacho, necesita desabrocharse el cuello de la camisa y los zapatos. Sus hombres se sienten conmovidos cuando «alguna vez trataba de comer, a media mañana, una manzanica; y digo que trataba de comer: era [tan] triste su estado que nunca llegaba a terminarla». Si le insinúan que deje la tarea, replica que se encuentra bien. En alguna ocasión lo ven tan mal, que hacen venir un taxi para que lo lleve a casa; pero al día siguiente vuelven a encontrarlo en su puesto. De propia iniciativa no suele tomar taxis, aunque alguna vez siente un «enorme y extraño cansancio [...] mientras esperaba el tranvía» después del trabajo.
Pese a que llega rendido a casa, por la tarde acomete sus quehaceres como administrador. Entre otros, el de instalar un Centro más, en la calle Núñez de Balboa. Tiene un fichero de experiencias sobre distintos artículos y sus proveedores. Con Pepe Orlandis hace rondas de tres o cuatro horas para comprar muebles, vajilla, etcétera. Encarga que lleven las compras en horas escalonadas de una tarde: él mismo estará en la casa para comprobar las mercancías y abonar las facturas.
En una de estas caminatas, Isidoro cuenta divertido a Pepe: «Mis compañeros de oficina, recién casados o que van a casarse, suelen decirme: ¡Qué suerte tienes! No sabes bien lo que supone ahora casarse, buscar piso, instalarse, montar una casa con todas las dificultades y jaleos que trae esto consigo. ¡Feliz tú, Zorzano! Si supieran las casas que he montado [...], ¡qué chasco se llevarían!». Cuando refiere en casa la envidia de sus compañeros hacia «los solteros», comenta riéndose: «En realidad tienen razón, pues yo no he puesto nunca ‘una’ casa...».
Este tono bromista no excluye que Isidoro sufra pruebas, exteriores e interiores. Pero las vence con la gracia de Dios. Un procedimiento eficaz para superar las tentaciones es referirlas con la sinceridad de un niño. Aparte de la Confesión semanal —si es posible, con el mismo sacerdote—, Isidoro desahoga el corazón, en confidencia fraterna, con el director de su Centro, Álvaro, que podrá decir: «No supe de ninguna vez que Isidoro hubiese ni dialogado siquiera con la tentación, con el enemigo, se presentara como se presentase [...]. Se tenía por un pobre hombre, indigno de ser llamado hijo de Dios. Y porque confiaba en el Señor, y estaba siempre en su presencia, filialmente, no podía ni permitir ese diálogo con el enemigo». Así, no tiene preocupaciones.
Pero las ocupaciones abundan. Su encargo de administrador implica llegarse a Diego de León o a Jenner, sin dar nunca sensación de agotamiento. El Director de Diego de León escribe: «En el curso 1941-42 venía todos los domingos por la mañana a Lagasca. [...] Estas salidas suponían un esfuerzo extraordinario. El viaje en el tranvía, de pie, y a veces en los estribos. La subida de la escalera hasta el tercer piso. Un día le sorprendí mientras subía; no quise adelantarle, porque comprendí que iba él a sufrir si le veía tan cansado. Estuvo un rato subiendo; cuando llegó al tercero jadeaba y se sentó en el vestíbulo de arriba tembloroso y empapado en sudor». Otro no tuvo esa precaución de esperar, en las mismas circunstancias, y refiere: «Al verme a mí, cambió su fisonomía; me sonrió como tenía por costumbre y me dijo: —Pasa, pasa, que tú eres más joven y seguramente vas más de prisa».
Isidoro bien podría pedir que fueran los administradores a su casa. Pero habrán de ser éstos quienes le hagan el ofrecimiento, que acepta diciendo: «Bueno, si no te es mucha extorsión...».
Verano-otoño de 1942. Clases en La Cabrera. Doña Teresa recupera el conocimiento. Inoportuno billete de coche cama. «A nuestro querido Jefe»
En el verano de 1942 vuelve a La Cabrera, donde pasa mes y medio. Su régimen es parecido al del año anterior: «La Misa es a las nueve. Me levanto, pues, a las ocho; es un pequeño relajo, pero —como hay que tener en cuenta que en los pueblos, para las comidas, se rigen por la hora solar— me suelo acostar alrededor de las doce. Por las tardes, como hay novena a la Virgen del Carmen [...], aprovecho para hacer la visita» al Santísimo.
También da clases a sus sobrinos Fernando y María Teresa. A la niña, de diez años, le enseña concretamente las operaciones con números quebrados y las declinaciones latinas, que habrá de estudiar el curso próximo. Las lecciones tienen lugar en una campa. Después de las explicaciones, mientras Mari Tere estudia la materia correspondiente, Isidoro se tumba allí mismo: «No sé», dirá la sobrina, «si meditaría o simplemente descansaba». Como aprende pronto la lección, pide al tío que se la tome inmediatamente, antes de olvidarla. A consecuencia de aquellas clases, la pequeña nunca tendrá problemas con el latín.
María Teresa está en lo cierto: Isidoro ve facilitada la oración por «la presencia de Dios en su relación con el campo». Cuando llega el día de San Bartolomé, aniversario de su vocación, «el contacto íntimo con la naturaleza» le ayuda mucho a meditar sobre «la labor desarrollada en estos años; y, más todavía, el considerar la mala calidad de este instrumento, para rectificar y reparar».
Recibe con alegría las visitas del Padre, Álvaro y algún otro. Desde La Cabrera reza por los fieles del Opus Dei que están en el campamento de la milicia universitaria; escribe recordando que encargó carbón a los Ferrocarriles, por un importe de 400 pesetas, que le descontarán de su nómina; da instrucciones para pagar a un empleado de la residencia; se interesa por la adquisición de una lavadora; y, sobre todo, se acuerda de los «pequeños que están completamente diseminados por los cuatro puntos cardinales y en perfecta unión». A la vez, pide «que no se olvide de mí el Padre en este día, el de San Bartolomé, pues necesito más que nadie». Pero se consume por «estar yo aquí y vosotros ahí, continuando el trabajo al máximo; espero que se me quite esta canijería y poder trabajar».
La verdad es que no se encuentra muy bien: una fiebre y, después, una infección intestinal le obligan a guardar cama. También le molesta la pierna con unos dolores que ofrece a Dios por las labores apostólicas, y que le obligan a estar acostado casi todo el día.
Pero debe hacer, con Salus, una escapada urgente a Madrid: han recibido la noticia de que su madre sufre un ataque cerebral. La encuentran sin conocimiento. Pero, nada más entrar Isidoro en el cuarto, doña Teresa vuelve en sí: «¿Estás aquí?» dice, y aprovecha la situación para presionar al hijo, asegurando que si viviera con ella terminarían todos los males de mamá. Al ingeniero, nada sensiblero pero de gran corazón, se le saltan las lágrimas y permanece allí hasta cerciorarse de la recuperación de su madre.
A principios de septiembre regresa definitivamente a Madrid. Alguien lo recuerda, un domingo por la mañana en el jardín de Diego de León, jugueteando con el perro de Carmen. Zorzano está preocupado por la hermana del Fundador: han vuelto ya los que pasaron el verano en el campamento de la milicia y «precisamente cuando aumenta el contingente de gente, se vuelve Carmen a quedar sin cocinera y la tienes nuevamente sacrificada al pie del cañón».
También él sigue «al pie del cañón». Incluso viaja de nuevo a Valencia para tomar el pulso a las locomotoras construidas por los Talleres Devís. En los Ferrocarriles, conscientes de su estado, le han dicho que no regrese a Madrid mientras no haya plaza disponible de coche cama. A Isidoro le agradaría descansar un poco entre los de Valencia, y comenta con el señor Devís que permanecerá en la ciudad en tanto no haya tren con cama libre. El industrial imagina que Zorzano lo lamenta y, como le aprecia, mueve todas sus influencias hasta conseguir un billete para esa misma noche. Isidoro agradece el «favor» y dice adiós a su acariciado proyecto de reposo.
Como se han unificado las distintas compañías de explotación estatal, para constituir la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles (RENFE), los subordinados de Zorzano temen cambiar sus destinos y perder a Isidoro como jefe. Deciden ofrecerle, a modo de homenaje, un artístico pergamino, con orla historiada en la que figuran locomotoras y otros motivos ferroviarios. Su texto dice: «Al Ingeniero Industrial D. Isidoro Zorzano Ledesma. Dedicamos este cariñoso recuerdo a nuestro querido Jefe, con motivo de nuestro ingreso en la R.E.N.F.E., deseándole toda serie de venturas en su carrera ferroviaria los que todavía tenemos la suerte de acatar sus órdenes». Lleva 16 firmas.
El problema está en conseguir, sin que lo sepa el interesado, una fotografía de Isidoro, para reproducirla en el diploma. Doña Teresa no tiene fotos buenas de su hijo: en realidad no existe ninguna de calidad. Sólo cabe pedirla al propio ingeniero. Zorzano se resiste. Pero ¿cómo va a rechazar el afecto de sus hombres? Acaba entregando lo mejor que tiene: una mediocre fotografía de carnet.
A finales de octubre dos miembros del Opus Dei —José Orlandis y Salvador Canals— se trasladan a Roma por motivos profesionales. Cuando se despiden del ingeniero, les pregunta cuánto tiempo estarán fuera. Orlandis responde que al menos diez meses. Isidoro, con toda naturalidad, comenta: «Entonces nos despedimos hasta la Casa del Cielo, porque cuando vosotros regreséis yo ya no estaré aquí».
De todas maneras, sigue acudiendo al trabajo hasta que materialmente no puede más y tiene que pedir la baja. Pero el ordenanza de la oficina continúa llevándole papeles, que despacha en casa.
Fichero técnico. «¡Con alguien tenía que aprender!». Meditación sobre la muerte. «Señor: yo estoy dispuesto»
En su casa, se ocupa de algunos pequeños encargos: por ejemplo, prepara los ornamentos y objetos para la Misa del día siguiente. También ayuda en los cálculos, diseña gráficas y corrige las pruebas de imprenta de una publicación médica que ultima Juan Jiménez Vargas. El doctor dirá: «Creo que entonces no publiqué un solo trabajo que no hubiera pasado por sus manos». Lo mismo —preparar tablas, gráficas y estadísticas— hace con las investigaciones de un biólogo.
Pedro Casciaro, que acude a visitarlo, una tarde lo encuentra en una butaca, nueva y cómoda, junto a la chimenea. Según su talante guasón y en un inequívoco tono de broma, dice: «Isidoro, ¿no te estarás aburguesando?». Con expresión de gratitud, Zorzano explica cómo esa misma mañana el Padre ha mandado que compren la butaca y mantengan encendida la chimenea. Pero, en la butaca, sigue trabajando.
Durante la tertulia de una sobremesa, varios ingenieros que han almorzado allí hablan de la oficina técnica que piensan establecer. La conversación se centra en el fichero de proyectos que servirán como experiencia. Isidoro pregunta: —¿Qué tipos de fichas pensáis hacer? —Pensamos hacer unos grandes grupos, con distintas secciones. En cada ficha figurará el título del proyecto, una reseña muy breve de sus características, y el autor. Por cierto, ¿no podrías tú redactar algunas de esas fichas?
—Desde luego, encantado.
Al terminar la tertulia, pide que le acerquen —él apenas puede moverse— un montón de proyectos; y allí lo dejan, en su butaca, escribiendo fichas. ¡Cuántas imágenes se agolparán en su memoria! cuando le corresponde anotar:
«Grupo: Ferrocarriles.
Sección: Tracción eléctrica.
Especificación: Proyecto de electrificación de la sección
Guadix a Almería.
Proyecto completo.
Autor: Zorzano. Fecha: 1929».
¡Cómo sufrió a cuenta de ese proyecto! Aún no le había dado el Señor a conocer su vocación. Recuerda los años de Málaga: los talleres, la Escuela, los primeros empeños apostólicos, la República, los viajes a Madrid para ver al Padre, la Sociedad Excursionista... Luego, en Madrid, las peripecias de la guerra... De nuevo los Ferrocarriles...
El ingeniero siempre será ingeniero. Alguien se sorprende cuando lo ve, ya desahuciado, estudiando un tratado sobre frenos. Isidoro nunca los construirá; pero sabe que su dedicación profesional llega al cielo.
Otros trabajos sí serán de utilidad en la tierra: como las notas que prepara sobre cuestiones tributarias; o el estudio de un libro nuevo sobre contabilidad. Hasta que sea hospitalizado, despacharán con él los administradores de otros centros. Isidoro les insiste en la razón para ser cuidadosos. No es puntillosidad ni prurito de orden: «A otros —dice— les pedirá el Señor otras cosas; pero ahora a nosotros lo que nos pide es que llevemos bien estas cuentas; y al céntimo hay que llevarlas, como en un negocio humano, porque ésta es su Voluntad».
Todo esto lo hace con unos paños de agua hirviendo sobre el brazo. Un médico joven explica la causa: «Le estaba poniendo una tanda de Neo. Con la preocupación de evitar lo que al fin ocurrió, y mi poca experiencia en intravenosas, le daba con frecuencia dos o tres pinchazos. Nunca se quejó, ni expresa ni tácitamente. Y ocurrió un día que le inyecté algo de líquido fuera de la vena. El sabía que el Neo —Neosalvartán— fuera del vaso es no solamente doloroso sino destructivo. No mostró la menor preocupación, ni dijo nada a los demás. [...] A los poco minutos tenía la flexura del codo hinchada y enrojecida. A mi pregunta de si le dolía mucho, respondía invariablemente que poco, quitándole importancia». Cuando los otros le preguntan por qué no ha protestado, Zorzano replica: «Como el médico era novato, con alguien tenía que aprender». Para reducir la hinchazón le aplican fomentos calientes..., que le producen una quemadura y redondean el estropicio.
Del 16 al 20 de diciembre Isidoro realiza, en Diego de León, su último retiro espiritual, dirigido por el Fundador. A todos impresiona la figura del ingeniero: no puede calzarse los zapatos y cojeando, en zapatillas, acude puntualmente al oratorio. Se sitúa en un lateral abierto, que hace de sacristía, donde lo ven —«completamente recogido y sin moverse en todo el rato»— sentado en una silla baja.
Conscientes de que Zorzano está ya herido de muerte, se sienten particularmente removidos cuando el Padre habla sobre «la muerte amiga y liberadora». Alguien apunta las ideas —no palabras— de la meditación:
»A ti, hijo mío, irá un hermano tuyo y con toda delicadeza, pero con toda claridad, te dirá: —Mira, humanamente, los médicos dicen que no tiene solución. Pero vamos a encomendarlo mucho, por si el Señor quiere hacer un milagro. Y también pondremos todos los medios humanos que la ciencia médica tenga a su alcance.
»Y entonces tu reacción será, hijo mío: Laetatus sum in his quae dicta sunt mihi: ¡Iremos a la Casa del Señor!».
El Padre continúa, glosando las palabras del Prefacio de difuntos:
«Vita mutatur, non tollitur. La muerte es solamente un cambio de casa: ir a la casa del cielo». Según los mismos apuntes, el Fundador se pregunta en voz alta: «¿Vida larga? ...Si es para trabajar por el Señor, sí. Si no, ¿para qué?».
Isidoro se queda en el oratorio. Piensa que está solo; pero hay alguien, que le oye decir en voz baja «Señor, yo estoy dispuesto».
Los participantes tienen ocasión de charlar con el Beato Josemaría. Sin embargo, el Fundador prefiere no confesar a sus hijos y pide que vengan el agustino P. José López Ortiz (futuro obispo de Tuy-Vigo y luego Arzobispo Castrense), y Fray Justo Pérez de Urbel, benedictino. Una gran ilusión de Isidoro es que Álvaro, Chiqui y José Luis, ingenieros los tres, llevan avanzados sus estudios eclesiásticos y pronto —dentro de año y medio— serán los primeros sacerdotes hijos del Padre. Mientras tanto, se confiesa de ordinario con el P. López Ortiz.
Por Nochebuena, Zorzano asiste, también en Diego de León, a su última Misa «del gallo». Como no se puede arrodillar, está sentado en la sacristía. Todos lo notan sumamente fatigado.
Entre Navidad y Año Nuevo, Ricardo lo lleva de paseo en coche por Alcalá de Henares. Les acompaña Carmen Escrivá. Isidoro no hará más excursiones.