En los ferrocarriles andaluces (Málaga)
Índice: Isidoro Zorzano
Fundada, según parece, por los tirios, once siglos antes de nuestra era, y ocupada sucesivamente por fenicios, griegos, romanos, suevos, vándalos, visigodos y árabes (hasta la capitulación de estos últimos, en 1487, ante los Reyes Católicos), en las primeras décadas del siglo XX Málaga era una sosegada capital provinciana de aproximadamente ciento cuarenta mil habitantes.
La ciudad se asienta en la Hoya que forman las sierras de Mijas, Abdalajís y Alhama. Ocupa el fondo de una ensenada del Mediterráneo, en la desembocadura del Guadalmedina, por lo común casi seco, salvo cuando sus riadas proporcionan sustos y causan destrozos, como sucediera en 1907 ó en 1919.
Cuando llega Isidoro, el corazón urbano palpitaba en la, relativamente nueva, calle de Larios. La flamante arteria, cuyo trazado había hecho desaparecer tortuosas callejas y vetustas construcciones, era motivo de orgullo para los malagueños: allí estaban los principales cafés y despachos de bebidas gaseosas, el mejor comercio de la ciudad, el Círculo Mercantil y el Conservador, el Banco Hispano Americano (donde abre Isidoro su cuenta corriente)... El todo Málaga, en una palabra. Los malagueños y afincados pudientes tendían, sin embargo, a establecerse fuera del casco urbano: en Pedregalejo, la Caleta o el Limonar.
El clima de Málaga, nunca realmente frío, en verano puede resultar insoportable, de modo especial cuando soplan los vientos africanos o el llamado «terral», que a Isidoro no le sentará nada bien. En todo caso, no constituye una incitación al trabajo. El puerto y los pescados habían proporcionado tradicionalmente a la ciudad buena parte de sus ingresos, junto con los derivados de la agricultura —viña y caña, sobre todo— y las industrias consiguientes: licores, azucareras, etcétera. Las clásicas alfarerías malagueñas, varias factorías textiles y alguna ferrería completaban el cuadro fabril, incrementado con los talleres generales de los Ferrocarriles Andaluces.
Más propicio era el ambiente para las iniciativas culturales y de vida social. Pero esto, lo mismo que la multiplicidad de casinos y asociaciones recreativas, cuenta sólo para los estratos privilegiados, en los que, por su situación profesional, aterriza Isidoro. Buena parte de la ciudad tiene bastante con el esfuerzo para subsistir.
Eso lo sabe muy bien el Obispo santo, don Manuel González, que rige la diócesis a partir de 1917. En 1924 había presidido, en el Ayuntamiento, un encuentro de las fuerzas vivas locales. El Prelado denunció: «Málaga apesta en las casas de los pobres, donde duermen las personas hacinadas...». Se refirió también al «excesivo número de viejos prematuros en esta ciudad». Y añadió: «las escuelas son miserables: cuartos pestilentes en los cuales enferman el maestro y los niños que, hasta cuando sonríen, reflejan en sus ojos la maldita tuberculosis».
La incultura y la pobreza, subrayadas por los contrastes de clase, proporcionaban un fecundo caldo de cultivo para el sentimiento revolucionario. Uno de los focos extremistas radicaba en la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces, que tenía en Málaga sus oficinas centrales —donde trabaja Zorzano al principio— y los talleres generales.
Nuevo trabajo y viejos amigos. Pensión «La Veleña»
El día 15 de diciembre de 1928 tomaba Isidoro posesión de su puesto en la sección de Electricidad. El horario laboral es, de momento, tan holgado como en Cádiz; y el sueldo, mejor: unas 570 pesetas mensuales.
Isidoro reanuda viejas amistades. En su misma división trabaja un antiguo conocido de la familia: Anselmo Alonso. En Málaga vive también, casado ya, Calixto García: el compañero de carrera que echaba chispas cuando Inclán los suspendió en Física Industrial.
Aparte de los citados y de sus parientes —los Mendoza—, Isidoro es acogido, sobre todo, por un conocido de la infancia: Salvador Vicente, hijo de don Melchor el maestro de Ortigosa. Salvador, que trabajaba para los riojanos hermanos De la Riva, fabricantes de aceites, proporcionó a Isidoro el domicilio donde residirá durante todos sus años malagueños. Se trataba de la pensión «La Veleña», ubicada en la calle de Sagasta, número 8, piso principal, justo detrás del Mercado de las Atarazanas. Los huéspedes eran gente de orden y de clase media: entre ellos, dos canónigos de la Catedral. Algunos ingenieros, por pensar tal vez que la residencia de un colega debía ser más aparente, tratarán de que se mude a vivir con ellos; pero Isidoro, austero y responsable de ahorrar para los suyos, se conforma con «La Veleña».
Era una pensión modesta pero digna y bien situada, junto a la calle Olózaga donde viven los Mendoza, cerca de la Alameda y no lejos de la calle Larios. Su dueña era doña Victoria García Barrionuevo, a quien ayudaba la criada Mariquita Porras y algún camarero.
Isidoro procura facilitar la tarea de quienes trabajan para él: mantiene su habitación siempre ordenada y, en la medida de lo posible, se las arregla para no molestar con quehaceres suplementarios —coser un botón, por ejemplo— que puede resolver él mismo. Así, cuando se cambia de traje, coloca bajo el colchón los pantalones que no usa, y evita que Mariquita deba plancharlos. Cada semana entrega en día fijo, los lunes, la ropa sucia para lavar.
Su jornada laboral comienza muy pronto, a las siete o siete y media. Esto exigía que una sirvienta madrugase para prepararle el desayuno. Isidoro lo descubre a los pocos días y pone remedio inmediato: que le dejen por la noche un termo de leche con té o café.
Un cuarto de hora escaso tarda el joven ingeniero en caminar a su trabajo, en el vistoso Palacio de la Tinta, ya en la Malagueta, nada más pasar la plaza de toros. Su oficina está en la tercera planta.
Zorzano cayó muy bien en los Ferrocarriles Andaluces. Sus colegas lo describirán como alguien con «deseo de hacer bien a su prójimo» y de quien «todos hablaban bien». Por lo que atañe a los subordinados, alguno recordará muchos años después cómo Isidoro, nada más llegar a la Compañía, «se les ofreció a todos, al contrario de lo que parece natural, por ser ellos inferiores a él en categoría».
A la Dictadura de Primo de Rivera sólo le queda un año de vida. Pero el fin de 1928 y los comienzos de 1929 representan un punto culminante de prosperidad económica, por lo menos aparente. El ministro de Fomento, Conde de Guadalhorce, viene promoviendo una ingente política de obras públicas: hidráulicas, transportes, comunicaciones, etcétera. En el capítulo ferroviario se acababa de proponer, en 1928, la electrificación de unas cuantas líneas.
Los Ferrocarriles Andaluces acometen el estudio para electrificar los tramos Málaga-Bobadilla, Córdoba-Belmez y Almería-Guadix. Preparar estos proyectos es el trabajo que se encomienda a Zorzano, como ingeniero con los últimos conocimientos bien frescos y al día. El encargo le enardece y alimenta la ilusión —así se lo han dicho— de que su nombre figurará en la firma del proyecto. En este clima exultante, ve a los jefes como amigos que lo aprecian y con quienes, algunos días libres, sale de excursión.
Con motivo de la Navidad (1928), Zorzano pasó unos días en Madrid. Debieron de ser unas fiestas divertidas en la casa de la calle Serrano. A Isidoro incluso le tocó la lotería: 62,05 pesetas. No es mucho, pero menos da una piedra.
Cuando regresó a Málaga, mamá y Chichina quedaron preocupadas por la soledad en que imaginaban vivía el ingeniero. Éste les toma el pelo: a modo de tarjeta postal les envía una foto suya, con gabardina y sombrero, tomada sobre unas rocas con el puerto al fondo. En el dorso escribe: «Una reproducción del ‘Solitario’ del Museo de Málaga». Lleva un bastón de nudos, con el que aparece en otras fotografías de la época. Doña Victoria, la dueña de «La Veleña», le pregunta por qué lo lleva. Isidoro, bromista, responde que por si acaso.
En febrero de 1929, uno de sus jefes en los Ferrocarriles, tras comprobar las «especiales dotes» de Isidoro, le ofrece la oportunidad de incorporarse como profesor a la Escuela Industrial de Málaga. Zorzano presenta a su propio superior, a la vez Director de la Escuela, la oportuna instancia para «tomar parte en el concurso de la plaza de auxiliar meritorio de Electrotecnia». Para el día 11 de marzo ya ocupa el puesto (por cuyo desempeño no percibirá emolumento alguno hasta octubre de 1930). Dada la novedad del plan de estudios, este primer curso no debió de tener muchas clases.
Por estas fechas doña Teresa y Chichina pasan unos días en Málaga. Mariquita quedó impresionada de lo bien que Isidoro las trataba. Un riojano de Cameros, huésped de la pensión, que almorzó con los tres, comentó a doña Teresa: «Señora, puede estar usted orgullosa de su hijo; es un modelo». La madre, ufana, respondió que era mucho más, y contó cómo Isidoro se desvivía para que a ellas no les faltase nada. De hecho, para ese momento, les ha enviado más de trescientas pesetas desde Málaga, donde apenas lleva tres meses. Doña Teresa encuentra desmejorado a su hijo. No es para menos, con todo el trajín de la oficina y la Escuela.
Isidoro deja traslucir su agotamiento en las letras que pone a Josemaría Escrivá. Se excusa de no haberle felicitado por San José, «pues se encuentra ahora mi madre en ésta y he tenido que acompañarla». Escribe cuando «los sacrosantos deberes familiares y oficinescos me dejan un momento libre; [...] yo tengo ahora mucho trabajo, casi no dispongo de un momento libre; [...] se experimenta en ello una gran satisfacción pero, no obstante, llega uno a agotarse. Espero que este verano, Dios mediante, podamos pasar unos ratos de charla».
Por si le sobrara tiempo, Adolfo Mendoza, pariente y jefe, pide a Isidoro que dé lecciones particulares a su hijo Fito, que se prepara para ingresar en la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid. Zorzano, que accede, se llega todas las tardes a casa de los Mendoza. Frecuentemente cena con ellos; y algunos domingos van todos a los Baños del Carmen, a Torremolinos u otras playas cercanas.
Por su parte, Salvador Vicente lo lleva por «La Isla», finca de los hermanos Riva, y por «La Roca», en Torremolinos. Cuando acompañan a cameranos ilustres de paso por Málaga, las excursiones, por ejemplo a Lanjarón, son formales, con chaqueta y corbata. En otras ocasiones el ambiente resulta más divertido y juvenil, con chicos y chicas, como cuando van a la Sierra de Frigiliana.
En Frigiliana, precisamente, tiene casa de campo Ángel Herrero. De unos treinta y cinco años, buen católico, generoso y cordial, es una verdadera institución en Málaga, donde regenta una óptica que se encarga de los trabajos fotográficos para la Sociedad Excursionista y constituye un centro de interesantes tertulias. Casado y sin hijos, Ángel tenía muchos sobrinos y parientes, que serán buenos amigos de Isidoro. Herrero estaba muy introducido en los ambientes eclesiásticos: Jesuitas y Adoratrices, sobre todo.
La «caza» del ingeniero. Profesor de obreros
Sus amigos presionan a Isidoro para que tome novia y procuran meterle por los ojos a esta o aquella candidata.
Para las malagueñas casaderas Zorzano constituye una pieza codiciable: joven de buen ver, situado profesionalmente y con porvenir, formal, educado y cariñoso, católico practicante, dotado incluso con el ligero exotismo de su nacimiento argentino. La «caza del ingeniero» perseguirá a Isidoro hasta su marcha de la ciudad. Los procedimientos son variados: reuniones sociales, meriendas y paseos.
Más de sesenta años después, a la pregunta «¿Quiénes eran las chicas que andaban detrás de Isidoro?», Carmen González responderá categóricamente y sin el menor titubeo: «¡Todas!», «¿Todas, todas?», «¡Todas!». No aclarará si ella misma estaba incluida en el conjunto. Su prima Victoria Prados era por entonces una niña; pero recuerda cómo las colegialas de cursos superiores la acosaban para que las presentase al ingeniero.
Isidoro en sus primeros tiempos de Málaga acepta las invitaciones y encuentros. Pero evita comprometerse o que alguna muchacha se forje ilusiones sin fundamento. Como es un caballero, no quiere jugar con los sentimientos de las jóvenes. Mientras no haya garantizado un porvenir tranquilo a su madre y a Chichina, no le parece justo atender a su propio futuro personal. Cuando los suyos estén asegurados, pensará en sí mismo; y entonces... Dios dirá. Es posible que ya para estas fechas se insinúen las inquietudes vocacionales que lo zarandearán el año próximo.
En verano de 1929 solicita le sea renovado, para el curso siguiente, su encargo como profesor. El estreno de Zorzano en la Escuela Industrial había coincidido con unos momentos de gran tensión en el mundo universitario español. Primo de Rivera llegó a clausurar la Universidad Central. En la base de los alborotos estaba la Federación Universitaria Escolar (FUE), fundada en enero de 1927, con fuerte componente anticatólica.
Aunque la FUE también se hará presente allí, la Escuela Industrial de Málaga no era un centro universitario, sino profesional. Bastantes de los alumnos eran obreros, empleados algunos en los Ferrocarriles Andaluces. Sus graduados podían recibir hasta el título equivalente a Perito Industrial.
A partir de octubre, el puesto de Isidoro tendrá un contenido más efectivo que el año anterior. Será el profesor de «Nociones de electricidad», para estudiantes de Oficiales Industriales; de «Electricidad», para los de Maestría Industrial; y de «Ampliación de Matemáticas» para los futuros Auxiliares Industriales.
Yendo a buen paso, según su costumbre, Isidoro tarda menos de un cuarto de hora desde la pensión hasta la Escuela Industrial. Siempre llega puntualísimo a clase.
A menudo saca un muchacho a la pizarra para desarrollar la lección en forma dialogada. Los estudiantes que son obreros suelen llegar iniciada ya la explicación. Isidoro conoce la causa —el trabajo— y no les reprende; pero tampoco puede elegir entre ellos al interlocutor para exponer los temas. Algunos lo toman como una discriminación: ¡A los obreros nunca nos pregunta! Sólo cabe renunciar a la puntualidad y comenzar la clase unos minutos más tarde.
Acostumbrado a sus discípulos de Madrid, candidatos a ingeniero, cuando es él quien explica la materia sin ayudante, Zorzano va demasiado rápido. Un estudiante recuerda: «Debido a su gran sabiduría en Matemáticas, desarrollaba las ecuaciones a una velocidad fantástica; a pesar de tener un gran encerado, le faltaba espacio, diciéndonos en una ocasión que iba a colocar otro en otro tabique, sembrando el terror en la clase». Algunos alumnos se quejan al Director de la Escuela. «Don Isidoro les reprendió primero» —por su falta de confianza, al no haberle manifestado personalmente la dificultad— «y luego les pidió perdón. Algunos de los más exaltados, al terminar sus palabras, no podían contener las lágrimas».
Isidoro acomodará su paso a las entendederas de los estudiantes. «Cuando una explicación» —dice Segundo Revidiego— «no había sido comprendida por todos, repetía cuantas veces hiciera falta». Pero, a fin de no retrasar la marcha del curso, propone dar gratuitamente clase particular a los estudiantes que son trabajadores. Isidoro sigue sin contar con la susceptibilidad «de clase»: ¡ellos no necesitan ningún trato de favor! Bastantes chicos rehusan el ofrecimiento de modo formal. Sobre todo formal, porque en la práctica el profesor les dedicará, uno a uno, mucho tiempo fuera del horario escolar: en su despacho, si eran obreros de los Ferrocarriles Andaluces; o bien citándolos por la noche, o el domingo, en su propia pensión, donde «no quedaba satisfecho hasta que uno mismo explicaba el contenido de la pregunta o lección». No reparaba en la hora que fuese y hablaba «sin denotar prisa ni impaciencia». Los chicos advertían que recortaban sus horas de sueño; pero Isidoro disimulaba el cansancio y los despedía con una sonrisa. También cargaba con el trabajo de corregir los apuntes tomados en clase por los alumnos.
Pero, con todo, Zorzano sigue sin cobrar un duro en la Escuela. Tal vez otros compañeros le sugirieron el modo de percibir un sobresueldo por tareas docentes: dar lecciones particulares a estudiantes necesitados de una preparación más intensa para las asignaturas —matemáticas, sobre todo— que debían cursar en años venideros.
Las clases habían de tener lugar, lógicamente, fuera de la Escuela. El ingeniero Pedro Luis Baquera, que trabaja en los Ferrocarriles, imparte lecciones particulares en un local, cedido gratuitamente por su suegra, en la calle San Agustín. Isidoro le propone alquilar alguna de esas habitaciones. Como Baquera no paga renta, le ofrece usar gratis el apartamento. Aunque se resiste a estas condiciones de favor, después de algunos tira y afloja, acepta el ofrecimiento.
Las lecciones comienzan con un puñadito de muchachos. Cuando cobra la primera mensualidad, Zorzano destina su importe a comprar un obsequio para el usuario principal, también gratuito, del local. Se trata de un reloj, que Baquera conservará siempre, como un recuerdo cargado de afecto.
Problemas en los Ferrocarriles y en la Escuela
Este curso de 1929-1930 resultará para Isidoro pródigo en acontecimientos: agradables algunos, amargos quizá los más.
En octubre tuvo lugar el crack en la Bolsa de Nueva York, que desencadena una crisis económica en todo el mundo. Se retiran de España los capitales extranjeros que consolidaban la euforia financiera, elemento capital para la estabilidad de la Dictadura. El desfondamiento de la peseta cataliza la concentración de los núcleos opuestos al régimen. Desprovisto incluso del respaldo militar, Primo de Rivera presenta su renuncia el 28 de enero de 1930. Alfonso XIII nombra Presidente del gobierno al General Dámaso Berenguer.
Por estas fechas, se realiza el traslado de los restos del hermano mayor de Isidoro, Fernando, desde el cementerio de la Almudena, en Madrid, hasta el panteón familiar de Logroño.
Más alegre dentro del capítulo familiar es la boda, en Málaga, de Marita Mendoza, la hija de don Adolfo. Isidoro le regala, por la ocasión, un crucifijo: la prima lo apreció y lo irá trasladando a los domicilios que ocupe a lo largo de su vida. La elección del obsequio es quizás indicio de un renacimiento espiritual en Zorzano. En estos meses comienza a plantearse la relatividad de los éxitos profesionales, que venían constituyendo su meta vital. A ello contribuyen algunos fracasos.
«Donde no hay harina, todo es mohína» reza el dicho popular. Y en España, incluidos los Ferrocarriles Andaluces, se insinúan las vacas flacas. Sin subvenciones, la electrificación de los tramos previstos habrá de esperar a mejores tiempos. Ya sólo queda el aliciente de que el apellido Zorzano rubrique los proyectos elaborados, que habrán de reposar en el archivo.
Pero incluso esta esperanza se desvanece. La exultación de hace unos meses ha desaparecido y, con ella, también algunas amistades superficiales. Por otra parte, un proyecto no realizado es plataforma demasiado estrecha para el lucimiento de muchos. El resultado es que Isidoro no firmará ese proyecto, del que ha sido coautor destacado y que se atribuye en exclusiva uno de sus jefes.
Aunque se limitara a comentar —y sólo a los más allegados— «yo creo que no se ha portado bien», el episodio hizo sufrir a Isidoro en su sentido de la justicia. No faltará quien considere que la calidad de su proyecto será el trampolín para los ascensos ulteriores de ese jefe.
También la Escuela proporciona desencantos a Isidoro. Uno de sus colegas de claustro tiene un hijo alumno del Centro. El muchacho va flojo en matemáticas y su padre —quizá para forzarle a que lo apruebe— pide a Isidoro clases particulares para el chico. Zorzano accede, sin cobrar por las lecciones. Pero el discípulo conoce la justicia del profesor y teme con fundamento que, a pesar de las clases, don Isidoro lo puede suspender. El padre decide conjurar el peligro mediante una vileza: denunciar a Zorzano ante la Dirección de la Escuela por dar clases particulares a sus propios alumnos. Todo parece indicar que sólo ese muchacho se encontraba en tal situación. La Dirección, que desconoce el juego sucio, determina que los exámenes se realicen ante un tribunal del que no forma parte Isidoro.
Los otros alumnos se indignaron por la insidia y se admiraron al comprobar que Zorzano «seguía considerando al profesor como un compañero y al hijo como un alumno más, sin que nunca se le notara la menor animosidad, ni contra uno ni contra otro». La única medida que adoptó Isidoro, con motivo del suceso, fue admitir a título gratuito nuevos alumnos particulares de entre sus discípulos.
La procesión, como de costumbre, va por dentro. Sufrir injusticias zarandea el alma de las personas delicadas, especialmente si —como es el caso— no practican la catarsis de un desahogo confidencial. Refiriéndose a esta época, Zorzano escribirá, con términos un poco literarios, que se le puso «de manifiesto el vacío que reinaba en todo mi ser. ¿Cómo llenarlo? ¿Dónde encontrar el lenitivo a esa lucha del espíritu?» Conviene señalar que no le faltan amigos con quienes sincerarse.
Al margen de los ya citados, su profesión le depara otros contactos de tipo social. En Málaga los ingenieros industriales, muy pocos, no constituyen todavía un Colegio en sentido estricto. De modo informal, se reúnen cada mes, en los Baños del Carmen, para almorzar juntos y charlar de sus intereses comunes. El más joven —por el momento, Zorzano— cumple las funciones de secretario y levanta el acta de los encuentros.
Pronto es relevado en este cometido. En junio de 1930 llega, para trabajar en la nueva Azucarera de Málaga, un conocido de la Escuela de Ingenieros. Andrés Félez, aragonés, había terminado la carrera un año después que Isidoro y estaba todavía soltero. De familia católica, no frecuentaba, por entonces, mucho la iglesia: el último año de sus estudios había pertenecido a la FUE. Se declaraba republicano. De todas maneras, Isidoro —que no discrimina a las personas por sus ideas— lo incorpora a su círculo malagueño. Andrés acompañará en las excursiones al grupo de Salvador Vicente y asiste a las tertulias vespertinas en la tienda de Ángel Herrero. Algunos domingos Isidoro y Andrés pasan el día en la casa del óptico en Frigiliana, donde residen bastantes parientes de Ángel, propietarios de una fábrica de harinas y miel.
El ambiente resulta distendido y se habla de todo. Entre otros asuntos, del problema planteado por la Eléctrica del Litoral, proveedora de energía para la zona, que acaba de anunciar una descomunal subida en las tarifas. Alguien sugiere una feliz ocurrencia:
—¿Y por qué no montamos nuestra propia central?
En terrenos de la familia, existían los restos de un viejo salto de agua, que había movido la primitiva fábrica de miel. Zorzano confirma la viabilidad de la idea: con algunas adaptaciones y un equipo adecuado, el salto proporcionaría electricidad barata para la fábrica y para el pueblo entero. Isidoro queda encargado de proyectar y dirigir la obra.
Las primas argentinas. Una tarjeta desde Madrid
Una visita le hace retroceder a los lejanos tiempos de Argentina. Coincidiendo con una estancia de doña Teresa y Chichina, pasan dos semanas en Málaga las hermanas Elvira e Isabel Pérez Welschy, primas de Isidoro y nacidas como él en Argentina, que viven desde hace años en Casablanca. Tienen 26 y 23 años.
Es verano y por las mañanas las muchachas van a la playa con su tía y con Chichina. Cuando Isidoro termina su trabajo, a media tarde, se reúne con ellas. A sus primas, que acaban de conocerlo, les encanta la elegancia y cortesía del ingeniero, que nunca omite alguna frase amable: «Llevo toda la tarde mirando el reloj, a ver si llegaba la hora de estar con vosotras».
Isabel y Elvira se ríen cuando Isidoro, después de darle una limosna, reconviene a un borracho: «Seguramente ahora irás con esto a la taberna». La respuesta es inmediata: «Y qué quieres que haga? ¿Qué me compre un Rolls?».
Debía de soplar el terral que pone a Isidoro fuera de combate. Con frecuencia echa mano de las aspirinas. Además de las pastillas, también le distiende la frivolité de sus primas: concretamente, la desenvoltura de Isabel, que se muestra particularmente solícita con él. Doña Teresa no ve con buenos ojos estas atenciones de la argentinita dicharachera y educada «a la francesa», que ya ha tenido un novio con anterioridad. Teme que pueda pescar a su hijo,...para dejarlo después.
La joven se lo pasa en grande cuando el grupo entero cena en un restaurante de La Caleta, donde también se baila. Isidoro trata de compensar la ligereza de la prima con algunas reflexiones profundas, de las que por entonces rondan su alma. A decir verdad lo hace más bien por la tremenda: «¿Ves toda esa gente bailando? ¡Y pensar que van a terminar en un sepulcro!». Isabel se siente, lógicamente, incómoda: «Ahora estamos bailando. No es momento para pensar esas cosas».
Zorzano procura también descubrir a la joven el campo de las mortificaciones. Así, medio en serio medio en broma, le hace notar que no tocará las frutas que hay, en varias fuentes, sobre la mesa. La prima, que no sabe mucho de sacrificios, protesta: «Eso no está bien. La fruta es un don de Dios y hay que gozarlo». Isidoro se ríe y dice: «Tienes razón. La próxima vez me comeré las cuatro fuentes».
La simpática despreocupación de Isabel alivia el desasosiego interior de Isidoro quien, cuando se acerca la despedida, agradece a la muchacha el respiro que le ha proporcionado. Por más que no haya mediado intimidad alguna entre ellos —siempre han estado a la vista de todo el grupo—, la prima interpreta esa ingenua galantería como si fuera una declaración formal.
El regreso a Madrid de la madre del ingeniero marca el punto final del equívoco. A Isabel, que sufrió con el desenlace, le quedó el consuelo de atribuirlo a las reticencias de doña Teresa sobre las jóvenes argentinas reeducadas en el Marruecos francés. Con todo, a la vuelta de muchos años conservará la impresión de que su primo con ella «hizo como con la fruta: se sacrificó».
En el alma de Isidoro va tomando cada vez más vigor el convencimiento de que Dios le pide una entrega total. De acuerdo con la mentalidad vigente, sólo hay un camino: «La idea de ser religioso, como única vida para conseguir la perfección verdadera». Sin embargo, la perspectiva no coincide plenamente —dirá poco después— con «el ideal que yo me había forjado»: armonizar la dedicación a Dios, el trabajo profesional y la protección de su familia.
Por otra parte, tampoco parece halagüeño el futuro en los Ferrocarriles Andaluces. Zorzano escribe: «Está la Compañía completamente arruinada y, como no veo en ella gran porvenir, estoy haciendo gestiones para marcharme, si pudiera ser, con destino en ésa», es decir, en Madrid.
Cuando las inquietudes alcanzan su apogeo, en agosto (1930), recibe una tarjeta de su amigo sacerdote don Josemaría Escrivá: «Querido Isidoro: Cuando vengas por Madrid no dejes de venir a verme. Tengo cosas muy interesantes que contarte. Un abrazo de tu buen amigo».
Isidoro prácticamente desde que salió de Madrid para Cádiz, a fines de 1928, no tenía noticias de su viejo condiscípulo. Incluso pensaba que también éste había dejado la capital. Las letras que ahora recibe le abren una esperanza: ya sabe con quién desahogarse y a quién consultar su problema. «Espero ir pronto a ésa», responde, «tal vez a fin de mes, en cuyo caso ni qué decir tiene que mi primera visita será para ti».