Cardenal Schuster
Hay amigos de diversos tipos: amigos de la infancia, "amigos de siempre"; amigos con los que compartimos las horas cotidianas de nuestra vida; amigos con los que coincidimos en un viaje o en un momento muy singular; y amigos con los que quizá hay poco trato, porque viven en otra ciudad o en otro país, pero que intervienen en un momento decisivo y certero de nuestra existencia, proporcionándonos con su amistad una ayuda impagable.
Uno esos amigos, "amigos de los momentos difíciles", en la vida del Fundador del Opus Dei fue el Cardenal de Milán, el benedictino Alfredo Ildefonso Schuster, que sirvió de instrumento para que Dios pudiera reírse de nuevo -parafraseando las palabras de don Eladio- de las trazas de los hombres.
Aunque el Cardenal Schuster conocía relativamente poco al Fundador del Opus Dei, por ese peculiar "sexto sentido" que poseen las almas santas, desde que se conocieron había visto en él a un hombre de Dios, y había ayudado eficazmente en los primeros pasos de la labor apostólica de la Obra en Milán. No les faltó a los primeros del Opus Dei que llegaron allí, en unos momentos de casi total carestía, la mano generosa del Cardenal.
El Fundador tenía noticia de que algunos males se cernían sobre el Opus Dei. Y un día de verano de 1951, durante una visita que hicieron varios miembros del Opus Dei al Cardenal de Milán, éste les preguntó:
-¿Cómo está el Padre?
-Muy bien, le dijeron.
-¿No tiene ahora una especial contradicción, una Cruz muy fuerte?
-Pues si es así -le comentaron- estará muy contento, porque siempre nos ha enseñado que si estamos muy cerca de la Cruz, estamos muy cerca de Jesús.
Tiempo después le contaron esa entrevista con el Cardenal a Mons. Escrivá, que confirmó sus presentimientos: "Está pasando algo; no sé lo que es, pero algo está sucediendo".
En medio de esta situación de incertidumbre don Josemaría reacccionó como era habitual en él: acudió al Cielo por la intercesión de la Madre de Dios, la Omnipotencia Suplicante que todo lo puede; rezó e hizo rezar; se mortificó y pidió oraciones y sacrificios por una intención por la que suplicaba constantemente con una jaculatoria: {Cor Mariae dulcissimum, iter para tutum}! Corazón dulcísimo de María: prepáranos un camino seguro. En agosto de aquel mismo año viajó hasta Loreto, donde el día 15 consagró el Opus Dei al dulcísimo Corazón de María, para que conservase firme y seguro el camino de la Obra.
En enero de 1952 el Cardenal hizo llegar de nuevo la voz de alarma al Padre:
-Decidle que se acuerde de su paisano, San José de Calansanz, y... que se mueva.
Don Josemaría comprendió al fin: a San José de Calasanz, ya muy viejo, le habían acusado falsamente ante la Inquisición romana y le habían arrinconado, a pesar de ser el Fundador. Gracias a las sugerencias del Cardenal se pudieron atajar aquellos ataques externos a la insitución y se evitó aquel gran mal que se cernía sobre el Opus Dei.
Pocos años después, en la madrugada del 30 de agosto de 1954, moría en Milán el anciano Cardenal, en medio de una gran fama de santidad.
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Estas son algunas de las amistades del futuro Beato Josemaría Escrivá. A lo largo de su vida siguió cultivando esa amistad con cartas y visitas, y cuando la ocasión lo requería, con regalos de buena amistad. Mons. García Lahiguera recordaba el {Lignum Crucis} que le regaló con motivo de su consagración episcopal: "fue una prueba más de su agradecimiento y cariño hacia mi persona ya que sabía que yo apreciaba este obsequio, y demostraba con ello su amor y veneración por la Santa Cruz".
A su muerte dejó una larga correspondencia con todos ellos, a los que trataba con cordialidad y sencillez. Y siempre que podía -como hacía con Sor Lúcia con motivo de algún viaje a Portugal- les iba a visitar.
Naturalmente este pequeño haz de amigos son sólo una muestra -elocuente y significativa- de las numerosísimas personas que trató a lo largo de su vida, y con las que hizo un intenso apostolado. "Amistad y apostolado -escribía el Cardenal Hensbach, Obispo de Essen-: para Mons. Escrivá estas dos palabras formaban una sola realidad. No conocía diferencia alguna entre amistad y apostolado. Le era extraño el denigrar lo uno convirtiéndolo en instrumento de lo otro. Eso contradiría radicalmente la esencia de la amistad y la esencia del apostolado. El amaba real y verdaderamente a las personas por amor de Cristo. Por eso nada había que deseara más que el hacer posible que cada uno encontrara a Jesucristo. De este modo su apostolado pasaba a ser una prueba de su amistad: lo llamaba "el apostolado de amistad y confidencia". Por el contrario, cualquier empeño apostólico sin un cariño verdadero estaba condenado radicalmente al fracaso. La amistad y el apostolado: para el Fundador del Opus Dei eran las dos caras de la misma moneda".
De entre esos numerosísimos amigos hemos escogido aquí una muestra muy singular: sólo aquéllos -y la relación no es exhaustiva- que fallecieron con fama de santidad o que recibieron, como Sor Lúcia, gracias muy singulares de Dios.
No es extraño que surgiera la amistad entre estos hombres y mujeres: el bien es difusivo; santidad llama a santidad. Esa santidad hacía que estos hombres y mujeres, de mentalidades tan distintas, vibrasen al unísono, movidos por un mismo diapasón: el amor a Dios. "Era un alma llena de amor a Dios -escribía Sor Lúcia- a Nuestra Señora, a la Santa Iglesia, al Santo Padre y a las almas, a las que intentaba salvar por todo los medios a su alcance".
No es extraño que tras la muerte de estos hombres y mujeres de Dios -todos han fallecido, salvo Sor Lúcia-, tantas personas acudan a su intercesión. Unos acudirán sólo para pedirles favores; pero muchos otros, pienso, lo harán también porque con el trato siempre se acaba pegando algo: "Dime con quién andas -recuerda el refrán- y te diré quién eres". Y estos hombres y mujeres pasaron por este mundo profundamente unidos a Dios. Eran grandes amigos de Jesucristo.
"D. Josemaría trataba a nuestro Señor Jesucristo -concluía García Lahiguera- como a su gran amigo, con aquel corazón suyo en el que quedaba tan perfectamente conjugado lo divino con lo humano. Y esta última consideración me lleva a resumir todo lo dicho, afirmando que el Padre era un enamorado de Jesucristo, y contemplando su vida, como yo la conocí a lo largo de tantos años, más de cuarenta, puedo terminar diciendo -en todo sometiéndome al juicio de la Iglesia- que Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer y Albás fue un santo; esto es, un hombre entregado, como los santos, a Dios y a las almas, colaborando en todo momento con Dios en la obra de santificación de esas almas. Un sacerdote "semper et ubique", solo sacerdote, en todo sacerdote, siempre sacerdote".