Un mar sin orillas
Punto final: aquí termino mis memorias sobre los comienzos del Opus Dei en Centroamérica: Guatemala, El Salvador, Costa Rica, Honduras, Nicaragua y Panamá. He recorrido, a lo largo de estas páginas -y a lo largo de mi vida- el Puente de las Américas. Y al fin de esta travesía me vienen a los labios, casi sin quererlo, como un homenaje, los versos de aquella canción:
Calles bañadas de luna
que fueron la cuna
de mi juventud...
Aquí, sobre este Puente, entre dos mares, bajo este sol ardiente del trópico, he vivido desde los veintiséis años; aquí he pasado tantas alegrías y penas de mi vida; y entre estas selvas y volcanes he contemplado los frutos de la gracia de Dios que -estoy seguro- nos han venido siempre de la mano de la Virgen. Por eso estas páginas quieren ser de agradecimiento a la Señora, como la canción:
vengo a cantarle a mi amada/
mi luna plateada,/
luna de Xelajú...
Pienso en este casi medio siglo en Centroamérica: avances y retrocesos, aciertos y equivocaciones, dando tantas veces vueltas y revueltas por el camino, como aquella destartalada camioneta que nos trajo por primera vez a Guatemala... Y haciendo cuentas, veo que he pasado gran parte de mi vida, desde los diez años, en países azotados por la guerra. Y me sigue punzando, dolorosa, en el alma la misma inquietud que cuando era niño: ¿Por qué los hombres se matan unos a otros? ¿Por qué no podemos vivir en paz? ¿Por qué no podemos caminar uno del brazo del otro, como nos enseñaba el Padre, aunque pensemos de modo diverso?
¡He visto tanto dolor, tanta amargura, tanta violencia, tanta siembra de sangre por parte de los "sembradores impuros del odio", de los que habla el primer punto de Camino! Me estremezco al pensar cuántos hospitales, cuántas escuelas, cuántas carreteras, cuánto bien hubiera podido hacerse en estos pueblos ¡tan necesitados! con los millones invertidos en la espiral dramática de la guerra. Y resuena en mi alma, como un aldabonazo, el eco de las palabras del Padre: "¡Violencia, nunca! ¡Violencia, nunca! ¡No me parece apta ni para vencer, ni para convencer!".
Pero, gracias a Dios, he contemplado también los frutos de los que luchan por encender el mundo con ese "fuego de Cristo" que se menciona en el mismo punto de Camino. Esos frutos -de paz, de generosidad, de amor a Dios- son los que en este tramo de mi vida, me llenan de agradecimiento y esperanza. "Cuando pasen los años -nos decía el Padre- no os creeréis lo que habéis vivido; os parecerá que habéis soñado". (70) *
Es verdad. Cuando contemplo, a la vuelta de casi medio siglo, los frutos del espíritu del Opus Dei en estos seis países me quedo confundido. Cuando llegamos aquí José María y yo, aquel día caluroso de julio de 1953, éramos sólo dos sacerdotes; y ahora, por la gracia de Dios, hay miles de almas -mujeres y hombres, solteros y casados, laicos y sacerdotes, jóvenes y viejos- que luchan por encontrar a Dios con el carisma propio del Opus Dei.
Son los frutos que le pedimos nada más llegar, José María y yo a la Virgen de Guadalupe: almas, ¡muchas almas! dedicadas a Dios en medio del mundo; hombres y mujeres que luchen por hacerse santos en su trabajo, infundiendo en el mundo la savia del Evangelio. Y así, como nos recordaba el Obispo Prelado del Opus Dei Mons. Echevarría - que sucedió en 1994 a don Álvaro al frente de la Obra- ¡cuántas claridades estaremos en condiciones de aportar a esta sociedad contemporánea!
-Y ahora, ¿en qué sueña? -me preguntan.
Y respondo que, después de tantos años de violencia sueño con la paz y el pleno desarrollo de estas tierras. Sueño con esa "gran primavera cristiana" de la que hablaba el Papa; con el reforzamiento de la unión de los fieles con Roma; con la unidad de la Jerarquía; con la santidad de los sacerdotes; con el fortalecimiento de las familias cristianas; y con miles de hombres y mujeres que vengan a recoger la mies: laicos, solteros, casados, sacerdotes, religiosos, almas contemplativas... ¡No es verdad que las gentes de estas no respondan!
Y sueño, en concreto, con la evangelización y la promoción -humana, social, política y cultural- de la población indígena, tan necesitada de ayuda: en el aspecto económico, en el educativo y en el espiritual.
Sueño -haciéndome eco de los anhelos del Papa- con la unidad: unidad entre las naciones, unidad entre los pueblos, con respeto a su legítima diversidad; unidad entre los cristianos, unidad en la Iglesia... Los fieles del Opus Dei, como recordaba Mons. Echevarría, queremos ser servidores de la unidad: para unir a los hombres, para salvar tantos conflictos estériles entre el Norte y el Sur, "tendiendo puentes -nos decía- que salven los abismos de vértigo que separan ricos y pobres".
Estos son mis sueños de futuro para el Tercer Milenio, cuando hemos recorrido ya el camino de los comienzos.
* * *
No es verdad. Nunca acabaremos de recorrer ese camino: ¡siempre estaremos en los comienzos! Como escribía aquel escritor viajero: "el viaje no acaba nunca. Sólo los viajeros acaban. E incluso estos pueden prolongarse en memoria, en recuerdo, en relatos. Cuando el viajero se sentó en la playa y dijo: 'No hay nada más que ver', sabía que no era así. El fin de un viaje es sólo inicio de otro'".
Este viaje del Opus Dei tampoco acaba nunca: el apostolado es un mar sin orillas. Vendrán otras gentes, otras generaciones, y habrá que llevarlas a Cristo. Se ha hecho mucho, pero... ¡queda tanto por hacer! Seguiremos necesitando siempre oración, ¡mucha oración!, y muchos brazos para sacar adelante iniciativas apostólicas en servicio de la Iglesia. Decía el escritor viajero al finalizar su relato: "Hay que volver a los pasos ya dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos a su lado. Hay que comenzar de nuevo el viaje. Siempre. El viajero vuelve al camino".
Ciudad de Guatemala
9 de julio de 1997