Soñad y os quedaréis cortos

Allí, donde tantas veces había rezado junto a nuestro Fundador, me arrodillé, entre los miles de peregrinos que se acogían a su intercesión, para rezar ante sus sagrados restos. Vi desfilar durante largo tiempo africanos con vestimentas exóticas; nórdicos venidos de los países escandinavos o de tierras lejanas, como Canadá o Polonia; gentes de tez aceitunado y rasgos indios, con el suave hablar peruano; caribeños; hombres y mujeres de todo México; asiáticos de gesto inexpresivo procedentes de Japón y Filipinas; australianos; y personas de tantos y tantos países. Era ver hechas realidad aquellas palabras de nuestro Padre, cuando me hablaba, lleno de fe, de todos aquellos países lejanos a los que llegaría la semilla del Opus Dei.

Di gracias a Dios nuestro Señor por poder contemplar esta gozosa realidad y por haber hecho ver claramente a nuestro Padre, desde los comienzos, que el Opus Dei tenía entraña universal y debía llegar a todos los hombres, cualquiera que fuera su raza y condición.

También di gracias a Dios porque el Padre logró transmitirnos ese mismo convencimiento a los primeros y desde el principio. Su palabra fue un fidelísimo arcaduz de la gracia de Dios: si no, es imposible que unos muchachos como nosotros, que -salvo alguna contada excepción- no habíamos salido de nuestro país, que no teníamos mayor experiencia humana que la propia de nuestra edad y circunstancias, llegáramos a captar esa dimensión universal, católica, del Opus Dei. Indudablemente, Dios nos infundió entonces una gran fe en las palabras del Padre.

Agradecí al Señor que se hubiesen hecho realidad en la vida de tantas personas aquello que nos decía, en aquellas entrañables tertulias del domingo por la tarde en la Residencia de Ferraz: nos aseguraba que si éramos fieles a nuestra llamada divina nuestra vida se convertiría en una novela maravillosa. Para eso teníamos que soñar: soñad -nos repetía, una y otra vez, lleno de fe-, soñad y os quedaréis cortos.

 

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