La aprobación definitiva del Opus Dei (1950)

Índice. Biografía de San Josemaría. Tomo III. Andrés Vázquez de Prada

La hora de Dios, como la bendición de los patriarcas del Viejo Testamento, preanunciaba el favor del Cielo, que daba fecundidad a los ganados y fertilidad a los campos; haciendo ubérrimas las cosechas y cargando de fruto los árboles. Así también, las labores apostólicas del Opus Dei se habían multiplicado en los últimos años. Crecía el número de miembros de la Obra, y el de sacerdotes numerarios; y los Centros de Estudios, Residencias universitarias y Casas de retiros, que comenzaban también a instalarse fuera de España. En 1950 eran cerca de ciento los centros del Opus Dei en España; más otros en Portugal, Italia, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, México... |# 181|.

Conocía el Papa el desarrollo de la Obra a través de sus colaboradores más próximos. En su tercera audiencia con Pío XII, el 28 de enero de 1949, el Fundador le habló de la difusión del Opus Dei, y regaló a Su Santidad una selección de publicaciones profesionales de miembros de la Obra. Eran libros y separatas de carácter científico y de los más diversos sectores |# 182|.

El Fundador, en su humildad, se sabía ya Padre de un gran pueblo, que se iba multiplicando y extendiendo a todos los continentes. Sus hijos tenían esto presente, en mayor o menor medida; y en todos iba creciendo, cada vez más, la alta estimación por el significado histórico de su persona.

Bien apreciaba don Josemaría la liberalidad del Señor, que colmaba de dones al Opus Dei. Especialmente daba gracias al Cielo por los muchos miembros de la Obra que encontraban su camino en todas las regiones y centros.

En Italia —escribía a sus hijos de México— aumenta nuestra familia de un modo prodigioso. Es admirable cómo actúa la gracia de Dios. Espero en Méjico mayor fecundidad y mayor rapidez. Se os encomienda mucho y la oración es omnipotente. ¡Qué envidia os tengo, por ser los primeros que pisáis esa tierra bendita!

[...] José Luis [Múzquiz] sale el jueves que viene para Nueva York. Imagino las impaciencias y la alegría de José Mª Barredo. En todas partes cuentan buenas noticias y de todas partes llegan cartas de admiración. Se toca al Señor |# 183|.

Transcurría el año 1949 con mucho trabajo, muchos viajes apostólicos y una auténtica pleamar de nuevos numerarios y supernumerarios, cuando sucedió un hecho paradójico, que, a fuerza de repetirse, adquiría viso de lógico y normal. Era ello que, con la aprobación de la Santa Sede y el régimen universal de que se dotaba al Opus Dei en virtud del Decretum laudis de 1947, se facilitó en gran medida su crecimiento y expansión por otros países. Sin embargo, esa aprobación pontificia, y la buena acogida dispensada en Roma al Fundador, en lugar de acallar chismorrerías, hicieron que la contradicción de los buenos se corriese a Italia. De manera que, conforme obtenía el Opus Dei nuevas aprobaciones eclesiásticas, la campaña contradictoria, en vez de calmarse, se recrudecía. Eminentes personajes de la Curia romana, gente con mucha experiencia de la vida, aconsejaron a don Josemaría hacerse el muerto hasta que pasase la tormenta. Eso dice la sabiduría del proverbio italiano: «Bisogna fare il morto per non essere ammazzato» |# 184|. Hay que fingirse cadáver para que no le despachen a uno al otro mundo. Lo que no sabían sus Eminencias era que no se trataba de una tormenta pasajera. Aquello prometía alargarse.

Veinte años largos de existencia llevaba la Obra, y otros tantos de incomprensiones, cuando el Fundador se desahogaba con sus hijos en 1949:

Y es que, desde fines del 1947 —¡cuando ya pensábamos que callarían!—, se han levantado más calumnias graves, constantes, organizadas. Y estas calumnias se han repetido —para lograr esto las lanzaban— por tirios y troyanos.

¡Cuántas veces he oído, más o menos, ecce somniator venit! Ahí viene el soñador: vamos a inutilizarle, vamos a destruirle |# 185|.

¿Qué ha sucedido entretanto?:

Mientras tanto, el apostolado del Opus Dei se intensifica y se extiende hasta ser, ¡cuántas veces os lo he explicado!, un mar sin orillas, una realidad maravillosa, universal [...]. El Señor nos ha bendecido también con frutos de deseo de santidad, de apostolado, hasta el punto de que algunos consideran nuestra vida de entrega a Dios como una afrenta para ellos, aunque ningún cargo contra nosotros han podido probar: solamente se trataba de chismes que llevaban los buenos y que, de otra parte, repetían los necios.

Ese ataque cruel y esa calumnia estúpida —que no ha cesado nunca desde hace años— vienen al suelo de suyo, por su propio peso, porque son polvo y barro que levantan y arrojan gentes que parece que están dejadas de la mano de Dios.

Estos hechos me llenan de un gozo profundo y de una segura serenidad, porque —como os he dicho otras veces— siempre que se alzan contra la Obra campañas calumniosas, recibimos una nueva confirmación de que estamos verdaderamente trabajando con eficacia al servicio de la Iglesia, como instrumentos de unidad, de comprensión, de convivencia entre los hombres, esforzándonos en defender para todos la paz y la alegría |# 186|.

Cuando esto escribía, en diciembre de 1949, estaba razonando en voz alta con sus hijos. Porque, como expresamente les dice: en esta Carta, hijas e hijos, me propongo explicaros por qué estamos preparando la aprobación definitiva de la Obra |# 187|.

Una de las muchas habladurías que por aquellos tiempos se propalaban era que el Opus Dei había recibido una sanción pontificia de carácter provisional, por lo que no podría obtener una aprobación definitiva |# 188|. Con suma prudencia sopesó el Fundador la conveniencia de llevar el proceso jurídico a su última etapa o si, por el contrario, había motivos que lo desaconsejaban. ¿Qué ventajas esperaba de la aprobación definitiva?

La aprobación definitiva, hijas e hijos míos, nos dará nueva estabilidad, un arma de defensa, más facilidad para el trabajo apostólico; y asentará de nuevo los principios fundamentales de la Obra: la secularidad, la santificación del trabajo, el hecho de que somos ciudadanos corrientes y, sobre todo, especialmente en la parte espiritual, nuestra convicción de que somos hijos de Dios |# 189|.

Pero es bien sabido que todo en este mundo tiene su precio o su riesgo. El gravamen que había de satisfacer el Fundador era tener que pasar por el aro de una nueva tramitación; lo cual implicaba el someter todos los documentos constitucionales del Opus Dei para ser reexaminados por los consultores, con criterios que no siempre respondían a la nota de secularidad propiamente dicha. Esto obligaba a don Josemaría a hacer concesiones, para presentar la Obra de acuerdo con esa doctrina: harán el estudio de nuestro expediente como lo hicieron para el Decretum laudis: si no, no pasamos |# 190|.

He ahí el nudo de la cuestión. ¿Cómo armonizar los dos contrapuestos enfoques que anidaban en la lex de los Institutos Seculares: el de la genuina secularidad y el moldeado en el espíritu de la vida religiosa? Ya desde el principio existió un desplazamiento de los Institutos Seculares hacia la vida religiosa. Esta tendencia se fue acelerando con el correr del tiempo. Lo cual explica la actitud del Fundador: sus alarmas y su tenacidad en defender el carisma fundacional. Por de pronto, no estaba dispuesto a dejaciones de ningún tipo, ni a malbaratar una herencia recibida directamente de Dios, como era el espíritu del Opus Dei. No podía ceder en lo más mínimo, de modo que comprometiera definitivamente la sustancia del espíritu, porque no era suyo. Las directrices que seguiría en sus gestiones para alcanzar un compromiso con la Curia y obtener la aprobación definitiva, estaban muy claras en su mente:

sin faltar a la verdad —declaraba a sus hijos— hemos de manifestar nuestra acción, ante la Curia Romana, así: obedeciendo siempre, afirmar el espíritu de la Obra, para defenderlo; conceder sin ceder, con ánimo de recuperar. Ésta ha de ser nuestra actitud, porque ya vimos desde el comienzo que la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia no se ajusta a nuestro camino, y trataremos, dentro de nuestras pocas fuerzas y por una razón de lealtad, de que se aplique a las diversas instituciones sin deformarla. Más tarde llegará la hora de aclarar nuestra realidad tajantemente |# 191|.

Así pues, con el firme propósito de obtener la aprobación definitiva, el 11 de febrero de 1950, a los tres años del Decretum laudis, presentó ante la Santa Sede, junto con el Derecho particular, una relación sobre el estado y desarrollo del Opus Dei por esas fechas. La solicitud venía avalada por ciento diez cartas comendaticias de Prelados de diferentes naciones; entre ellas las de doce Cardenales y las de veintiséis Arzobispos |# 192|. Tras un detenido y minucioso examen de los documentos, la Comisión competente de la Sagrada Congregación de Religiosos dio, por unanimidad, parecer favorable a la aprobación. Este dictamen pasó luego al Congreso Plenario del 1 de abril, presidido por el Cardenal Lavitrano, el cual lo ratificó. Sin embargo, por lo que se refiere al Derecho particular, cuyo articulado había sido ampliado, pareció oportuno que fuese el mismo Fundador quien esclareciese personalmente ante el Congreso algunas materias, dada la novedad que ofrecía a los miembros del Congreso la figura jurídica de los Institutos Seculares |# 193|. (Aunque lo cierto es que a la sombra de esta novedad se refugiaban también viejas incomprensiones). Con ello la aprobación quedó pendiente de un ulterior examen, esto es, retrasada.

* * *

Pocos días antes había tenido lugar un acontecimiento que repercutió silenciosamente en el alma del Fundador. El 28 de marzo celebraba el 25 aniversario de su ordenación sacerdotal. Pensando, pues, en señalar la pauta para celebrar en la intimidad esa fiesta de familia, escribió a todos sus hijos:

Roma 8 de marzo de 1950

Que Jesús me guarde a mis hijos.

Queridísimos: Se acerca la fecha de mis bodas de plata sacerdotales. Deseo pasarlas en silencio, sin ruido. Por eso, si tratáis de dar una alegría a este pobre pecador, os agradeceré que especialmente ese día pidáis al Señor, por el Corazón Inmaculado de su Madre, para que me ayude a ser bueno y fiel. Si además, de vuestras familias de sangre o de algún amigo vuestro, podéis obtener una limosna —pequeña o grande— para nuestras casas de Roma, mi gozo será completo.

La bendición de vuestro Padre

Mariano |# 194|.

Mal, muy mal andaban de dinero cuando el Fundador se ve obligado a mendigar por carta limosna de sus propios hijos. De todos modos, ese día lo celebraron espléndidamente. El oratorio tenía aire de fiesta. La belleza y colorido de las flores sobre el altar, la dignidad de los ornamentos con que se revestía el Padre, y el cáliz, propio para esa fecha, demostraban a las claras el cariño de sus hijas y de sus hijos, ya que no su riqueza. Largas horas pasó de tertulia con los de Roma, congregados aquel día en Villa Tevere para felicitarle. A última hora fue a estar de nuevo un buen rato de charla con sus hijas. Sus recuerdos revoloteaban en torno a esa fecha. Don José, su padre, había fallecido en 1924, cuatro meses antes, por lo que no llegó a ver la ordenación de su hijo Josemaría. De su primera misa, el lunes 30 de marzo, en la Santa Capilla del Pilar, le venían memorias agridulces, con la dolorida presencia de la madre, que asistía de luto a una misa de sufragio por el alma de su marido. Después, su precipitada salida para Perdiguera... Así y todo, como decía a sus hijas, aquella jornada en que celebraba sus bodas de plata sacerdotales, había sido un día feliz, sin mayores golpes, sin contratiempos; cosa rara en las fiestas, a lo largo de su vida de sacerdote |# 195|.

En realidad aquella jornada era un brevísimo remanso de paz y alegría, porque el Padre venía pregustando un acerbo sacrificio, que le recordaba otros señalados momentos de aflicción en el pasado. Por dos veces había sufrido la prueba cruel de tener que renunciar a la Obra, arrancándola de sus entrañas de Fundador. La vez primera fue haciendo ejercicios espirituales en los Redentoristas de la calle Manuel Silvela en Madrid, en junio de 1933. La segunda, en La Granja, un día triste y lluvioso de septiembre de 1941, cuando celebraba misa en la Colegiata.

De día feliz, sin nubes |# 196|, califica don Josemaría ese 28 de marzo, jornada de sus bodas de plata sacerdotales. Pero, ¿sabían sus hijos que estaba a punto de dejarlos? Se esperaba, de un día para otro, que se reuniese el Congreso Pleno de la Curia y que de él saliera la aprobación definitiva del Opus Dei. Aquel sería momento propicio para que el Fundador dejase al Opus Dei caminar exclusivamente de la mano de Dios. El sacrificio que ahora se le pedía no era, ciertamente, tan duro como el de las pruebas crueles, pues tenía la seguridad de que el Señor sacaría su Obra adelante; pero no por eso se le hacía menos doloroso, ya que venía prolongándose por muchos meses, como cuenta el mismo don Josemaría:

Estaba decidido —¡y cómo y cuánto me costaba!— a dejar el Opus Dei, pensando que ya podría caminar solo, para dedicarme exclusivamente a crear otra asociación, dirigida a mis hermanos los sacerdotes diocesanos.

Guardaba en mi corazón, desde siempre, esta preocupación por los sacerdotes seculares, a los que tanto tiempo he dedicado, incluso antes de llegar yo mismo al presbiterado, cuando me nombraron Superior del Seminario de San Carlos en Zaragoza, y después en muchas horas de oír sus confesiones y con numerosas correrías apostólicas por España, hasta que hube de venirme a Roma. En los años 1948 y 1949 esta preocupación martilleaba mi alma con una insistencia especial |# 197|.

Noches pasadas en oración en la iglesia de San Carlos, revisando, a solas con Jesús, la marcha interior de los seminaristas que el Cardenal Soldevila le había confiado al nombrarle Superior. Aquellos residentes de la calle Larra a quienes procuraba arrastrar consigo para hacer apostolado. Alguna que otra oveja descarriada en cuya busca salió don Josemaría para reintegrarla al buen redil. ¿Y el sacrificio de doña Dolores, a cuyas oraciones encomendaba la labor con el clero diocesano? En Madrid murió su madre mientras él daba una tanda de ejercicios espirituales en Lérida. Acababa de hablar en la capilla del papel protector que desempeña la madre de todo sacerdote cuando se enteró del fallecimiento de la Abuela.

¡Cuánta soledad y amargura había visto en las almas de muchos sacerdotes! Inmediatamente acudía a su memoria aquel ejercitante retraído al que un día fue a buscar, porque rehuía charlar con otro sacerdote. Le abrió el alma y vio en ella una inmensa soledad. Sobre aquel hombre pesaba una horrible calumnia.

y los hermanos nuestros que están cerca de Vd. —le preguntó don Josemaría—; ¿no le acompañan?

— «Me junto solo», le respondió |# 198|.

Se conmovió de pena don Josemaría. Cogió las manos de aquel sacerdote y se las besó, para que, en adelante, aquel hermano no caminase solitario por la vida.

Muy pocos conocían la decisión del Fundador de dejar la Obra por amor a los sacerdotes: don Álvaro, sus hermanos —Carmen y Santiago—, los del Consejo General y alguna otra persona. Cuando el Padre lo comunicó a Nisa y a Encarnita, pidiéndoles que rezasen y callasen, ésta última dice que quedaron «paralizadas con la noticia» |# 199|.

Corría el tiempo, y a cuatro fechas del aniversario de su ordenación sacerdotal, a pesar de la certeza que le habían dado de que en el Congreso Plenario del 1 de abril aprobarían definitivamente la Obra, el Fundador recibió, en cambio, la noticia inesperada de que habían decidido demorar la aprobación. Este dilata en los trámites suponía alargar la espera.

Para acortar el tiempo de la espera, y descargar de paso su conciencia, el Fundador dirigió, con fecha de 3 de mayo de 1950, un escrito a la Sagrada Congregación de Religiosos. En dicho escrito demandaba que se le comunicasen las observaciones hechas al Derecho particular del Opus Dei en el seno de la Comisión, como era habitual en tales casos. Y, una vez informado sobre ello, volvió a revisar algunos de sus artículos. La demora resultó providencial, porque uno de los grandes bienes, que se sacaron con aquellos retrasos —dice el Fundador—, fue el de la solución jurídica para nuestros sacerdotes Agregados y Supernumerarios |# 200|.

Voluntariamente, sin resistencias, se había ofrecido a dejar la familia de la que era Padre, con gran dolor suyo y de todos los miembros del Opus Dei.

Pero Dios no lo quiso así, y me libró, con su mano misericordiosa —cariñosa— de Padre, del sacrificio bien grande que me disponía a hacer dejando el Opus Dei. Había enterado oficiosamente de mi intención a la Santa Sede, como ya os he escrito, pero vi después con claridad que sobraba esa fundación nueva, esa nueva asociación, puesto que los sacerdotes diocesanos cabían también perfectamente en la Obra |# 201|.

Felizmente, ya no era precisa una fundación nueva para sacerdotes diocesanos. !Caben, caben!, repetía con gozo don Josemaría |# 202|. La vocación de esos sacerdotes encajaba plenamente en el espíritu y en la estructura jurídica del Opus Dei. Porque, ¿acaso podía dejarlos fuera cuando con tanto empeño se dedicaba a predicar la llamada universal a la santidad? Cuánto insistía el Fundador en que las ocasiones nacidas de la vida profesional del cristiano, de su trabajo corriente, llevaban al encuentro con Cristo, a una vida contemplativa a lo largo de la jornada. Y, ¿no es trabajo profesional, santificable para el sacerdote, el ejercicio de sus tareas ministeriales? |# 203|. La vocación de sacerdotes diocesanos les permitía, por lo tanto, llevar la misma vida contemplativa que el resto de los miembros del Opus Dei, gracias al cumplimiento amoroso de las tareas de servicio a los fieles.

El Señor mostró al Fundador la manera específica de vincularse al Opus Dei los sacerdotes incardinados en las diócesis, sin que ello afectase en lo más mínimo a la dependencia jurisdiccional respecto a los Ordinarios |# 204|. Y la solución consistía en que, quienes tuviesen vocación a la Obra, podrían adscribirse como socios Agregados o Supernumerarios de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Porque, característico del espíritu del Opus Dei es que no saca a nadie del oficio o estado en que se halla. En el caso de los sacerdotes diocesanos su condición quedaba fortalecida tanto respecto a la unión con el resto del clero de la diócesis como en la obediencia a su Obispo, en cuyas manos está por entero.

Guiado por estas ideas compuso un Estatuto acerca de los socios sacerdotes diocesanos de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Y cuando, con fecha del 2 de junio de 1950, envió a la Sagrada Congregación de Religiosos un informe esclareciendo las cuestiones que habían retrasado la aprobación definitiva, adjuntó dicho Estatuto como Anexo (Allegato) |# 205|.

* * *

A principios de junio de 1950 los consultores reanudaron sus trabajos, con un diligente examen de los documentos presentados por el Fundador, en los cuales esclarecía, como se le había pedido, el sentido y alcance de algunos puntos. El dictamen favorable de los consultores fue ratificado el 28 de junio por el Cardenal Lavitrano. El Decreto de aprobación definitiva —Primum inter— está fechado el 16 de junio de 1950, por deseo expreso del Fundador |# 206|.

El texto del decreto es extenso. Su preámbulo contiene una breve explicación histórica, a la que sigue —«para que no quepa duda alguna en el futuro»— la reseña y comentario de los rasgos característicos del Opus Dei por lo que se refiere a su naturaleza, miembros, apostolado, espíritu y régimen. Luego de hacer esta exposición panorámica, se cierra el decreto insistiendo en que, tanto el Opus Dei como su Derecho particular, «pueden considerarse detenidamente examinados bajo todos los aspectos, como consta con toda claridad y fundamento». En consecuencia, y en uso de las facultades concedidas por Su Santidad Pío XII, «se aprueban definitivamente» la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz y Opus Dei, así como su Codex |# 207|.

Incorporados al Derecho particular estaban los últimos logros legislativos, especialmente el reconocimiento por la Santa Sede de la adscripción de miembros supernumerarios y de socios sacerdotes diocesanos. Además, al texto oficial del Codex, que se entregó al Fundador, acompañaba una carta de la Sagrada Congregación del 2 de agosto de 1950. En virtud de dicho documento se le concedían especiales facultades; a saber: «proponer modificaciones, aclaraciones y añadidos complementarios, si se consideran convenientes y útiles, por cualquier motivo, para la evolución y necesidades del Instituto, y para su expansión y empuje apostólico» |# 208|.

Así las cosas, parecía completo el desarrollo institucional del Opus Dei. En realidad se trataba tan sólo de un alto en la marcha histórica. Se había dado, indudablemente, un importante avance, que el Fundador agradecía. Pero, por encima de posturas encontradas, entre don Josemaría y algunos de los consultores de la Sagrada Congregación, estaba la integridad del espíritu fundacional |# 209|.

Haciendo recuento de las ventajas obtenidas, escribía así a sus hijos:

En primer término, he de recordaros que con la aprobación definitiva quizá os pase por la cabeza el pensamiento de que salimos de Málaga, para entrar en Malagón. Sin embargo, aunque se prevén no pocas dificultades, el bien que se espera de la aprobación definitiva es grande. No constituye un paso más, sino un buen paso adelante.

Porque lograremos, desde luego, mayor estabilidad ante las atizadas incomprensiones; porque, dentro de la Obra, y en el ámbito de la misma y única vocación, se han definido mucho mejor las condiciones de los socios Agregados y Supernumerarios; porque se ha alcanzado el gran avance de que quepan en la Obra los sacerdotes diocesanos; porque se ha podido proclamar de un modo más solemne nuestra secularidad, y asegurar más nuestro espíritu específico; porque nuestros bienes, como defendí desde el principio, no son eclesiásticos.

Si las dificultades que se adivinan —menores que las ventajas que se esperan, para servir mejor a la Iglesia— nos hubieran de obligar a pedir pronto una solución nueva, puesto que ya os he aclarado que hemos concedido con ánimo de recuperar, entonces rezad, rezad mucho [...].

Y será preciso buscar una nueva solución jurídica: porque, si pretenden considerarnos igual que a los religiosos o personas equiparadas, como ya han empezado a intentarlo, deberemos confirmar que no nos va ese corsé de hierro: necesitamos mayor elasticidad, para servir a Dios, según Él quiere |# 210|.

En otras palabras, don Josemaría se reservaba el derecho de replantear la cuestión institucional ante la Santa Sede, cuando llegase el momento oportuno.

Notas

181. Según los datos tomados de la relación presentada a la Santa Sede al solicitar la aprobación definitiva del Opus Dei (cfr. AGP, Sección jurídica, V/15532), en 1946 el número de miembros era, en total, de 268 (239 varones y 29 mujeres); al comienzo de 1950 la cifra ascendía a 2.954 (2.404 varones y 550 mujeres).

182. Cfr. L’Osservatore Romano, 29-I-1949 y 5-II-1949. El regalo de los libros, que hubo que encuadernar previamente, fue un tanto precipitado pues el Fundador no esperaba tener una audiencia con Pío XII, como explica a los del Consejo General: Estuve con el Card. Tedeschini, que nos muestra siempre un sincero cariño. También charlé despacio con Mons. Tardini y Montini, que no pueden estar más amables. El Card. Tedeschini se empeña en que visite al Santo Padre: yo le dije que no pensaba pedir audiencia, por no quitar al Papa ni un minuto, ya que los obispos del mundo le ven sólo una vez cada cinco años. Como insistió, por si acaso, se pidieron los libros telegráficamente (Carta, en EF-490114-1).

183. Carta, desde Madrid, en EF-490214-1.

184. Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 782.

185. Carta 8-XII-1949, n. 4.

186. Ibidem, nn. 6 y 7.

187. Ibidem, n. 2.

188. A la aprobación ad experimentum debía seguir la aprobación definitiva del Instituto Secular y de sus Constituciones, según establecía la Constitución Apostólica Provida Mater Ecclesia en su parte normativa. Cfr. Lex peculiaris, Art. VII, párrafo 3.

189. Carta 8-XII-1949, n. 19.

190. Ibidem, n. 18. En realidad, la confianza del Fundador no radicaba en los hombres sino en la protección del Señor, como rezaba con el salmo 16: Hay en nuestro corazón este clamor: sub umbra alarum tuarum protege me, porque bajo la sombra de sus alas hemos pasado en otras ocasiones y pasaremos ahora, para la aprobación definitiva (ibidem, n. 17).

191. Ibidem. Una de las razones de mayor peso, para inducirle a solicitar la aprobación definitiva, fue la campaña montada contra la Obra, como escribe poco antes: Aunque esto de los Institutos Seculares es para nosotros un camino equivocado, un camino que no se acomoda a nuestra manera de ser, nos conviene conseguir cuanto antes la aprobación definitiva [...]. Quizá esta nueva aprobación contribuirá a acallar o, al menos, a disminuir esas organizadas campañas mentirosas (cfr. ibidem, n. 16).

192. Cfr. AGP, Sección jurídica, V/15860 y V/15532; también el Decreto Primum inter, párr. 3 (16-VI-1950). Sobre estas materias: Amadeo de Fuenmayor et al., ob. cit., pp. 222 y ss.

193. El aplazamiento se consideró oportuno, dice textualmente el Decreto Primum inter, porque algunas cuestiones «parecían ofrecer cierta dificultad, dada la novedad de estos Institutos».

194. Carta, en EF-500308-2.

195. Cfr. Encarnación Ortega Pardo, RHF, T-05074, p. 140.

196. Ibidem.

197. Carta 24-XII-1951, n. 3.

198. Anécdota recogida en sus circunstancias en el capítulo XII, 5. Con ella compuso don Josemaría una ficha para predicar a los sacerdotes. Está simplemente esbozada y dice así:

Un sacerdote atribulado, perseguido, sin caridad de sus hermanos.

— ¿Tiene V. muchos consuelos?

«¡Me junto solo!»

¡¡¡Que nos juntemos en el tresillo y que no nos juntemos en las penas!!! (RHF, AVF-0079).

199. Encarnación Ortega Pardo, RHF, T-05074, p. 133. «Si se tiene en cuenta el empeño y amor que puso don Josemaría en la fundación del Opus Dei —comenta Mons. Álvaro del Portillo— se entenderá el sacrificio, semejante al de Abrahán, que para él suponía el renunciar a la criatura que había nacido por inspiración divina. Una vez más demostró con ello su disponibilidad para secundar la Voluntad de Dios» (PR, p. 402).

Sobre los sentimientos del Fundador testimonia Javier Ayala Delgado: «Me habló entonces con mucha confianza de la gran inquietud interior que había venido sintiendo desde hacía algún tiempo. Era que, habiéndose esforzado tanto por llevar el espíritu del Opus Dei a los laicos, hombres y mujeres, no había hecho nada por sus hermanos sacerdotes diocesanos. Añadió que el Señor se lo había venido pidiendo con fuerza, de modo que si no lo hiciera pondría en peligro la salvación de mi alma o al menos tendría que pasar muchos años en el Purgatorio (RHF, T-15712, p. 31). Cfr. también: José Luis Múzquiz de Miguel, Sum. 5823; Mario Lantini, Sum. 3608; Javier Echevarría, Sum. 2472.

Por lo que refiere al Fundador, se deduce que, antes de comunicar su propósito a los del Consejo General, lo había consultado con algunas personalidades de la Santa Sede: Recibí una buena acogida y ánimo, de parte de gente ajena a la Obra. Alguna alta personalidad de la Santa Sede me alentó de todo corazón: ¡adelante! Hablé de esto con los miembros del Consejo General, y me explayé también con Carmen y Santiago, previniéndoles: si empiezan de nuevo grandes oleadas de calumnias, no os preocupéis: se trata de que voy a comenzar una nueva fundación (Carta 24-XII-1951, n. 3).

200. Ibidem. Precisamente por aquellos días ocurrió un hecho, suceso que no es sólo mera coincidencia, y al cual también puede aplicarse lo de que fue uno de los grandes bienes, que se sacaron con aquellos retrasos. Y no es para menos, porque la Sagrada Congregación del Concilio dio un decreto, fechado el 22 de marzo, con el que violaba expresamente la secularidad de los miembros de los Institutos Seculares, en abierta contradicción con el Motu proprio Primo Feliciter (n. II). Ese Decreto, Pluribus ex documentis, de la Sagrada Congregación del Concilio, apareció publicado en A.A.S., XLII (1950), pp. 330 y 331. Comienza citando la 2ª carta de San Pablo a Timoteo: «el que milita no se embaraza en los negocios de la vida» (II, 4). Recoge luego el canon 142 del Codex de 1917: «Se prohibe a los clérigos ejercer la negociación o el comercio por sí o por otros, sea para utilidad propia o ajena», para extender después la prohibición a los miembros de los Institutos Seculares, al decir textualmente: «ne exceptis quidem recentium Institutorum saecularium sodalibus» (A.A.S., XLII (1950) p. 330). La infracción se penaba nada menos que con la excomunión latae sententiae, especialmente reservada a la Santa Sede.

No exageraba, pues, el Fundador cuando decía que sus hijos corrían el peligro de que las nuevas disposiciones eclesiásticas los equiparasen a las personas sagradas, no siendo más que cristianos corrientes. De manera que en su escrito del 2 de junio de 1950 a la Sagrada Congregación de Religiosos (al que enseguida nos referiremos), aprovechó don Josemaría la ocasión para solicitar que en el n. 15 del Derecho particular, en que se habla de la actividad profesional de los miembros del Opus Dei, que ocupan cargos políticos, desempeñan puestos administrativos o ejercen la docencia, la abogacía o carreras similares, se añada en una nueva redacción: aut etiam commercio vel rebus nummaris operam navant (también pueden dedicarse al comercio o a las actividades económicas). Cfr. Carta a la Sagrada Congregación de Religiosos, en EF-500602-1, n. 15. Con la aprobación definitiva del Opus Dei quedaba claro que sus miembros no caían bajo la prohibición del Decreto del 22-III-1950.

Sobre este punto de la secularidad insistió incansablemente el Fundador, que nos dice: Por eso, a grandes gritos, durante estos dos últimos años, he dicho en la Sagrada Congregación de Religiosos: ¡no somos personas sagradas mas que los sacerdotes, los clérigos! Los demás, ni son personas sagradas, ni están consagradas tal como ustedes lo entienden: ¡no son almas consagradas! Se sonreían: alguno comprendía y otros parece que no comprenderán jamás (Carta 29-XII-1947/14-II-1966, n. 178).

201. Carta 24-XII-1951, n. 3.

202. Cfr. Juan Udaondo Barinagarrementería, Sum. 5033.

203. Si cabe hablar así, para los sacerdotes su trabajo profesional, en el que se han de santificar y con el que han de santificar a los demás, es el sacerdocio ministerial del Pan y de la Palabra: administrar los Sacramentos, predicar, intervenir en la dirección espiritual de los miembros del Opus Dei y de otras muchas almas, dirigir cursos y días de retiro espiritual, etc. (Carta 24-XII-1951, n. 148).

204. Esta cuestión de la vinculación jurídica no se había planteado en el caso del pequeño grupo de sacerdotes que seguían a don Josemaría en los años anteriores a 1935. A los ojos del Fundador algunos de estos sacerdotes eran miembros del Opus Dei. De hecho, el capellán Somoano, del Hospital del Rey, fue uno de los tres primeros difuntos del Opus Dei (cfr. RHF, AVF-0098. Cfr. también, José Miguel Cejas Arroyo, José María Somoano. En los comienzos del Opus Dei, Madrid 1995).

205. Carta a la Sagrada Congregación de Religiosos, en EF-500602-1. El Allegato —Estatuto— lleva los números 72 a 89. El principio capital que preside los artículos del Estatuto es el nihil sine Episcopo, que inspira la dirección espiritual y formación que todo miembro recibe del Opus Dei, y fomenta la unión y obediencia que el sacerdote diocesano ha de tener con su Ordinario. Este principio viene recogido en el número 75 del Allegato; y con ese número pasará al Derecho particular de 1950, con la aprobación definitiva (Decretum Primum inter). Comentando este punto escribía el Fundador: Características muy peculiares del espíritu nuestro son la unión de estos hijos míos sacerdotes con su propio obispo, al que venerarán siempre, sin criticarle jamás; su amor a la diócesis, al Seminario y a las obras diocesanas; y su fidelidad en el ejercicio del cargo que desempeñen (GuardarCarta 24-XII-1951, n. 147).

Sobre el principio nihil sine Episcopo, cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 695; Joaquín Mestre Palacio, RHF, T-00181, p. 39; Pedro Cantero Cuadrado, en Beato Josemaría Escrivá de Balaguer: un hombre de Dios. Testimonios sobre el Fundador del Opus Dei, Madrid 1994, pp. 87-90 (en adelante, se citará como Testimonios..., ob. cit.); y José María García Lahiguera, que comenta: «El espíritu de los sacerdotes diocesanos que se incorporan a la Obra, como lo he podido observar yo, es de hacerlo todo bajo la obediencia más delicada al Prelado —nihil sine Episcopo— y promover la unidad en el clero, entregándose con caridad admirable a los demás sacerdotes. Es éste un servicio inmenso a la Iglesia, que bastaría para llenar de méritos a su Fundador, por lo que no deja de admirar que sea sólo una de las facetas de la labor increíble de este santo sacerdote de Dios que fue Mons. Escrivá de Balaguer» (José María García Lahiguera, en Testimonios..., ob. cit., p. 160).

206. Decretum Primum inter (16-VI-1950), en Amadeo de Fuenmayor et al., ob. cit., Apéndice Documental 31, pp. 544-553 235. El 16 de junio era la fiesta del Sagrado Corazón, del que era particularmente devoto don Josemaría.

207. Ibidem. Un detallado análisis del Decreto Primum inter y de las Constituciones de 1950 en Amadeo de Fuenmayor et al., ob. cit., pp. 235 y sigs.

208. En Amadeo de Fuenmayor et al., ob. cit., Apéndice Documental 33, pp. 555-556 .

209. La salvaguarda del carisma fundacional que Dios le había confiado fue —testimonia Mons. Álvaro del Portillo— «el hilo conductor de toda su vida: defender el carisma en su propia alma, transmitirlo a sus hijos, esparcidos por todo el mundo, y disponer los medios jurídicos, además de un oportuno estudio teológico, para conservarlo intacto a lo largo de los siglos» (Sum. 562). Sobre los forcejeos del Fundador con los consultores en este período de la aprobación definitiva, cfr. ibidem, Sum. 559-562.

210. Carta 24-XII-1951, nn. 295-296.

 
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