La humildad del Padre

He dicho antes que la humildad presidía toda la actuación del Padre. Sobre este punto podría contar numerosísimos sucedidos. Rehuía todo aquello que pudiera ser un motivo de gloria personal. Sin embargo, los que estábamos a su lado no podíamos menos que asombrarnos de los grandes dones sobrenaturales que Dios le concedía. Eso hacía que, cuando el Padre advertía la admiración y el cariño que suscitaba a su alrededor, se esforzase para que las almas no se le apegaran. No quería, por ejemplo, que las personas se acostumbraran a confesarse sólo con él. Y cuando venían a verle personas que le admiraban mucho y yo le preguntaba luego quiénes eran y a qué venían, me contestaba: Nada, hijo, sólo querían ver al 'bicho'.

Lejos de producirle vanidad, tomaba a broma el interés y admiración que despertaba, evitando cualquier manifestación de lo que suele llamarse "culto a la personalidad", por insignificante e inocente que fuera. Podría citar muchos ejemplos, pero contaré sólo, como botón de muestra, algo que me sucedió años más tarde.

Es un suceso concreto, pequeño, aunque, a mi juicio, particularmente expresivo. Para que se comprenda bien, debo explicar primero que a mí siempre me había interesado -y era bien natural- conocer los lugares en los que había vivido el Padre antes de fundar el Opus Dei, así como otras de sus circunstancias personales. Pero el Padre no daba pie: deseaba que todo lo referido a su persona quedase en segundo plano; y realmente le sobraba ingenio y buen humor para evadirse de mis persistentes curiosidades.

Pues bien, yo creía que iba a conseguir mi objetivo años más tarde, en 1946, con motivo de la primera Comunión en Barcelona de Victoria, la hija mayor de mi amigo Pedro Ybarra y de Adela Güell. Toda la familia le había pedido al Padre insistentemente que fuera quien se la diera. El Padre accedió y le acompañamos en coche, hasta Barcelona, Manolo Barturen y yo. El Padre le dio la Comunión el 31 de mayo, y a la vuelta, el día 1 de junio, le di muchísimo la lata para que pasáramos por Barbastro, su ciudad natal, aunque fuera sin detenernos. Me hacía ilusión -le decía- conocer la ciudad donde había nacido y la casa donde había vivido de pequeño. Pero el Padre no quería. Al final, después de mi insistencia machacona, consintió en pasar por allí, pero sin detenernos. Sin embargo, después de varias horas de viaje bajo un sol canicular me quedé profundamente dormido, y cuando pasamos por la ciudad, dijo el Padre a los que venían en el coche: estamos llegando a Barbastro: como despertéis a Pedro, ¡os mato!. Y al rato, cuando me desperté, escuché, desconcertado, una abierta y gozosa carcajada del Padre, que me decía:

-Perico: ¡ya hace varios kilómetros que hemos pasado por Barbastro!]

Al ver mi cara de frustración, añadió divertido: Nos ha dado tanta pena despertarte viendo cómo dormías tan a gusto...: en la próxima ciudad pararemos para que toméis algo; además, ya tendrás ocasión de conocer estas ciudades del norte de Aragón.

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