Los primeros cooperadores del Opus Dei

Como he dicho, muchos miembros del Opus Dei éramos estudiantes y eran poquísimas las personas que en aquel momento podían ayudar con el fruto de su trabajo al Padre en sus iniciativas apostólicas. Le ayudaban algunos amigos y conocidos suyos: pero los donativos de esos primeros cooperadores de la Obra debían ser pocos y de poca monta.

Ya he citado a don Alejandro Guzmán. Otra de las personas que le ayudaban era doña Concepción Ruiz de Guardia. El Padre nos comentó que era una mujer muy generosa. Yo la conocí: se veía que tenía una gran estima y veneración por nuestro Fundador. Paco y yo acompañamos al Padre con motivo de alguna visita esporádica a esta señora, siempre con algún fin apostólico concreto. Recuerdo que en una ocasión entronizó en su casa el Sagrado Corazón: el Padre rezó las oraciones con sencillez y fervor, sin prisas, poniendo amor en los detalles y siguió cuidadosamente cada una de las partes de la ceremonia, "como si estuviéramos -apunta Paco- en una catedral llena de gente".

También le ayudaba generosamente la Condesa de Humanes, Doña María Francisca Messía y Aranda. Era una anciana señora soltera, completamente ciega desde hacía muchos años, que vivía en una casa antigua, atendida por su ama de llaves, tía de un amigo mío, y el servicio. La casa disponía de un oratorio privado donde iba algunas veces el Padre para celebrar la Santa Misa y renovar el Santísimo.

El Padre me pidió que le acompañara en alguna de esas visitas porque sabía que me gustaban mucho las antigüedades y en la casa de esta señora había muchos cuadros y objetos que testimoniaban el rancio abolengo de su familia: ella misma había sido muy amiga de la Infanta Isabel, conocida en Madrid popularmente como "la Chata". En ocasiones, tras la acción de gracias de la Misa, pasábamos al comedor a desayunar. Aún recuerdo agradecido el jamón de York con "cabello de ángel" con que nos obsequiaba doña María antes del consabido café con leche y bizcochos. Después nos iba enseñando las habitaciones nobles de la casa señalando y comentando, con gran precisión, cada cuadro y cada objeto de arte: "¿Ven este retrato?, es de un antepasado mío, pintado por Vicente López...". Y así sucesivamente, sin equivocarse, nunca a pesar de su ceguera.

En el arranque del pasamanos de la escalera había una estatua metálica de color oscuro. Yo sospechaba que era de calamina, una aleación de zinc imitando bronce, y un día se lo comenté. La condesa confirmó mi sospecha y comenzó a hablar de la estatua como si fuese un viejo conocido de la familia:

-¡Ah! ¿Se refiere Vd. al señor de calamina?

Esta pequeña anécdota dio pie a que más adelante el Padre bromeara conmigo. De vez en cuando me decía:

-¿Te acuerdas, Perico, del señor de calamina?

Sin embargo, a pesar de la buena voluntad y del afecto hacia nuestro Fundador por parte de aquellos primeros bienhechores, su colaboración no consistía una ayuda continuada ni suficiente para la labor apostólica, y la Residencia arrastraba un fuerte déficit. ¿Cómo se sostenía? Un día se lo pregunté abiertamente al Padre. Con bastante pudor me dijo que, de hecho, tenía que recurrir continuamente a su madre, doña Dolores, cuyo pequeño patrimonio nos estábamos gastando.

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