Fin de la guerra

 

"¡Qué espectáculo!... -escribía el nuevo embajador de Francia en Barcelona, Pierre Labonne, protestante y ferviente republicano, en su informe al Ministerio francés de Asuntos Exteriores- desde hace cerca de dos años y después de afrentosas masacres en masa de los miembros del clero, las iglesias siguen devastadas, vacías, abiertas a todos los vientos. Ningún cuidado, ningún culto. Nadie se atreve a aproximarse a ellas. (...) Por decreto de los hombres, la religión ha dejado de existir. Toda vida religiosa se ha extinguido bajo la capa de la opresión del silencio".

La valoración del embajador francés de la situación de Barcelona durante aquel año de 1938 era cierta sólo desde un punto de vista externo. La vida religiosa se había extinguido a los ojos de los hombres; pero continuaba existiendo, disimulada de mil modos. "Aunque la mayoría de los sacerdotes estaban escondidos o habían huido -cuenta Manolita- algunos seguían administrando los sacramentos. Yo, por ejemplo, tuve la suerte de poder comulgar todas las semanas en mi propia casa, porque tenía una profesora de piano que me puso en contacto con un capuchino, el padre Javier de Olot, que venía a escondidas a confesarnos y a traernos la comunión..."

"Nosotras vivíamos -prosigue Manolita- relativamente cerca del Puerto, y estábamos siempre con el alma en vilo... Todavía recuerdo el sonido de las bombas al caer". Era un ruido desgraciadamente habitual: si era un golpe seco, los barceloneses sabían que venían del Canarias, un buque de los nacionales y que tenían por objetivo la fábrica Elizalde del Paseo de San Juan; si las lanzaban los aviones, retumbaban por el aire... "Ciutadans -alertaba la radio- hi ha perill de bombardeig. Acudiu amb calma als vostres refugis..."

De día, los bombardeos dejaban una columna vertical de polvo y humo de color negro y marrón. De noche, eran especialmente terribles: sonaban las alarmas, se cerraban precipitadamente ventanas y balcones, corrían todos a los refugios y la ciudad quedaba a oscuras... Luego se oía un estampido que rompía el silencio tenso y se formaba en el horizonte una claridad rosada...

"Así, un día y otro y otro... Y más bombardeos... Aquello parecía que no se iba a acabar nunca. Y yo -concluye Manolita- seguía rezando para que a Manuel no le pasara nada..."

 

Una cita en San Severo

A comienzos del año siguiente, el 26 de enero de 1939, las tropas de los vencedores entraron en Barcelona, entre escenas de euforia y de dolor. Se veían mutilados y heridos de guerra por todas partes. Los edificios tenían todavía las ventanas cubiertas por largas tiras de papel engomado para que los cristales rotos por los bombardeos no cayeran sobre los viandantes. Muchos iban de un extremo a otro de la ciudad buscando el paradero de un familiar o un amigo. Los vencidos, mientras tanto, se agolpaban en las fronteras o se hacinaban en los campos de concentración franceses. Los muros de la ciudad se llenaron de carteles redactados al nuevo estilo, autoritario y grandilocuente: "Si eres español, habla español". "¡Español, habla la lengua del Imperio!". Y empezaron a volver los hombres del frente...

Aunque no todos: "Manuel seguía movilizado en Benicarló -cuenta Manolita- y nuestra boda se iba retrasando y retrasando..."

"Sucedió lo siguiente -explica Manuel Grases-: nada más pasar los Pirineos, me había incorporado de nuevo a filas, en el bando nacional. Entonces me destinaron al Parque de Artillería de Burgos, donde estuve hasta el mes de mayo del 38. En esas fechas llegó una orden en la que se nos comunicaba que los que no habíamos ido nunca al frente debíamos marchar inmediatamente hasta la primera línea de combate. A mí me destinaron a una división de choque, a la 122, que estaban en el Ejército del Sur...

Allí estuve de cabo artificiero, hasta que me admitieron en la Academia Militar de Ingenieros, en Burgos, muy cerca de la Cartuja de Miraflores. Y a Burgos me volví... Y otra vez mi vida iba a pasar, como rozando, junto a la del Fundador del Opus Dei...

Muchas veces he pensado que es muy probable que durante mis estancias en Burgos me cruzara alguna vez con el Padre, cuando caminaba por las calles de la ciudad, o paseaba a la vera del río... Estoy seguro que en más de una ocasión pasé a su lado. ¡Me hubiera gustado tanto conocerlo entonces...!

Pero Dios quiso que esperara un poco más, y tuvieron que pasar varios años antes de encontrarme con el Opus Dei.

Más tarde, cuando estaba en la 58 División, ya como oficial, me destinaron a transmisiones en Sagunto. Y luego, a Benicarló. Y así fueron pasando los meses: febrero, marzo, abril. Se acabó la guerra y yo seguía militarizado: mayo, junio, julio... Manolita seguía en Barcelona y yo veía que pasaba el verano y seguía sin casarme... Así que decidí pedirle a Manolita que agilizara las gestiones de papeleo para poder casarnos lo antes posible. Como yo estaba militarizado, tenía dispensa de ciertos trámites. Manolita podía aprovecharse de las facilidades que le daría el doctor Falp, beneficiado de la iglesia de San Severo, y de mi amistad con Antonio Simarro, Presidente de la Diputación entonces y, más tarde, Alcalde de Barcelona. Quedamos en que me avisara en cuanto lo tuviera todo a punto.

Recibí el aviso de Manolita uno de los primeros días de agosto. Así que, al día siguiente, me fui a ver a don Montserrat Fenech, un conocido de mi familia en Barcelona, que era mi Teniente Coronel de Estado Mayor. Era un hombre alto y corpulento, de carácter fuerte y vigoroso, que me imponía mucho respeto.

-A sus órdenes, mi teniente coronel -le dije, tras presentarme.

-Pase, pase, Grases, ¿qué desea?

-Venía a pedirle un permiso, mi teniente coronel...

-¿Permiso? ¿Un permiso? ¿Para qué?

-Para casarme.

-¿Casarse ahora? -me preguntó extrañado.

La situación internacional era crítica y la posición española era especialmente delicada. Se avecinaba la segunda guerra mundial. Pero no me arredré. Seguí insistiéndole.

-Mire, mi teniente coronel: es que mi novia lleva mucho tiempo esperándome y yo llevo tres años de guerra, siempre de acá para allá y...

-Pero... -me replicó con mucha fuerza- ¿se da Vd. cuenta de lo que me está diciendo? ¿No ve todo lo que se nos viene encima? ¡Yo, en estas circunstancias, no le puedo dar permiso!

No cedí. Le insistí una y otra vez, con el mismo argumento:

-Es que llevo ya tres años de guerra mi teniente coronel... y estoy cansado de esperar...

Me volvió a repetir sus razones. Yo seguí insistiendo, hasta que al final cedió:

-Bueno, bueno, Grases. Le voy a dar ocho días de permiso. ¡Pero sólo ocho días, eh! ¡Ni uno más! ¡Luego se tiene que reincorporar inmediatamente!

Fue visto y no visto. Se lo dije a Manolita como pude -las comunicaciones civiles no funcionaban y logré ponerme en contacto con ella gracias a que era oficial de transmisiones de mi División- y me fui rápidamente a Barcelona, después de cruzar el Ebro en una barcaza, porque estaban cortados todos los puentes. Hicimos los preparativos de la boda de la noche a la mañana; arreglé de prisa y corriendo mi uniforme de Oficial para la ocasión; y a los dos días, a las once de la mañana del 7 de agosto de 1939, en la iglesia de San Severo, en una pequeña iglesia barroca muy bonita que está junto a la catedral, nos casaba el doctor Ricardo Falp, de mi Consejo de Familia, el mismo que había casado a mis padres"".

A la hora fijada me presenté, con mi planchado uniforme de alférez de Ingenieros, en la puerta de la iglesia y... Manolita que no llegaba. Dieron las once y cuarto y Manolita sin aparecer. Las once y media, y nada. Yo no sabía qué hacer ni qué pensar. No me podía creer que... ¡Después de haber estado esperando tanto tiempo este momento! Dieron las doce menos cuarto. ¿Que habría pasado?"

"No había pasado nada -comenta, riendo, Manolita- salvo que... en casa de mi madre sólo teníamos un espejo grande, frente al que nos pusimos a arreglarnos mis hermanas, mi prima y yo... Y entre unas cosas y otras... Total, que me presenté en la iglesia, a las doce de la mañana, con mi sombrero y mi traje de chaqueta azul marino. Una hora más tarde... Una horita de nada..."

"Tras la boda -continúa Manuel- nos fuimos enseguida a Burgos de viaje de novios. Fue un viaje brevísimo. Llegamos el día ocho de agosto y el día nueve cumplí una promesa que le había hecho a la Virgen si salía con vida de la guerra: ir rezando, descalzo, desde Burgos hasta la Cartuja de Miraflores.

Y el día trece, a los ocho días exactos, me reincorporé de nuevo a mi División, en Benicarló. Manolita se vino conmigo a donde vivía y supo dar un toque de feminidad al lugar, ¡que buena falta hacía!"

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