Don José María García Lahiguera

 

Indice: Las buenas amistades

Aquel mayo de 1931 trajo también desórdenes en las calles de Madrid. Se quemaron iglesias y conventos; se alzaron sobre los tejados las humaredas negras de los incendios de esas iglesias: en la calle la Flor, en Vallecas, en Bella Vista... Corrían todo tipo de noticias truculentas: unos comentaban que en el convento de las Mercedarias habían desenterrado el cadáver de una religiosa y lo habían rociado con vino; y luego, entre insultos, lo habían arrojado al fuego. En otro convento, un incendiario había salido revestido con una estola y una casulla, con un gran cuadro del Corazón de Jesús en la mano, y después de clavar un puñal en el corazón de la imagen lo había echado a la hoguera...

Mientras tanto, el Fundador del Opus Dei continuaba realizando en la capital de España un intenso apostolado con todo tipo de personas, siempre por medio de la amistad: como enseñaría de palabra y por escrito a lo largo de toda su vida, el apostolado de los miembros del Opus Dei debía nacer de una amistad leal y sincera, profunda y desinteresada, con los demás. Sin embargo, entre sus amistades había unas personas con las que tenía una especial "sintonía". Se entendía enseguida -y es muy lógico- con aquellas personas que tenían un especial trato con Dios.

Una breve anécdota lo pone de manifiesto. El 2 de febrero de 1932, Josemaría Escrivá entró en la madrileña iglesia de la Concepción, mientras predicaba desde el púlpito, con gran fe y encendimiento, un sacerdote joven, José María García Lahiguera. Al escucharle hablar de Dios de ese modo, el Fundador del Opus Dei quiso conocerle personalmente y fue a visitarle aquella misma tarde en el Seminario de Madrid.

"Aunque entonces no le conocía, ni tenía de él referencia alguna -recordaría años más tarde García Lahiguera- desde las primeras palabras que cruzamos, se estableció entre los dos una corriente de cordialidad, de simpatía; quizás a causa de su modo directo y franco de iniciar la conversación.

-¿Tú has visto esta mañana -empezó diciendo-, durante el sermón que has predicado, un sacerdote que te miraba atentamente, sin perder palabra de lo que decías?".

Durante ese primer encuentro personal, que selló una amistad para siempre entre estos dos hombres, Josemaría Escrivá le explicó, como a Isidoro y a tantos otros, la tarea que Dios le había encomendado: el Opus Dei. "Yo estaba firmemente conmovido con lo que iba oyendo -recuerda García Lahiguera- y comprendí enseguida que aquel sacerdote estaba iniciando algo verdaderamente trascendental, de Dios. Era un panorama de apostolado y de servicio a la Iglesia que atraía, maravilloso... Con gran delicadeza, de vez en cuando, se interrumpía para preguntarme si me interesaba lo que me iba contando, y yo, que estaba pendiente de sus palabras, le animaba a seguir.

Don Josemaría, después de explicarme la Obra, sólo me pidió una cosa bien concreta: que rezase para que el Señor le ayudase a llevar el peso que El mismo había echado sobre sus hombros. Prometí hacerlo de todo corazón y nos despedimos. Ese fue el comienzo de una amistad que ha durado tanto como nuestras vidas".

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Sin embargo, no todos reaccionaban ante las palabras de don Josemaría con la misma generosidad que Isidoro o con la misma comprensión que García Lahiguera: había algunos que no le escuchaban -o que no querían escucharle-, y otros que no le entendían. O que no querían entenderle...

El Fundador del Opus Dei no se desalentaba. Hablaba con unos y otros; insistía, explicaba; volvía a explicar. "Duele ver -escribía- que, después de dos mil años, haya tan pocos que se llamen cristianos en el mundo. Y que, de los que se llaman cristianos, haya tan pocos que vivan la verdadera doctrina de Jesucristo. ¡Vale la pena jugarse la vida entera!: trabajar y sufrir, por Amor, para llevar adelante los designios de Dios, para corredimir".

Su talante apostólico ponía de manifiesto su gran amor de Dios y su buen humor, basado en un profundo sentido de la filiación divina y unido a una gran fortaleza humana y sobrenatural.

El 16 de mayo de 1933, don Josemaría fue a visitar al Obispo de Málaga en su domicilio madrileño en la calle Blanca de Navarra. "El Santo Prelado -escribía don Josemaría en sus {Apuntes íntimos} el 26 de mayo- fue cordialísimo. Puesta su mano sobre mi cabeza, por dos veces me dijo: 'ad robur', 'ad robur'... Me prometió orar por mí y me dio, al marcharme, un abrazo muy apretado".

{Ad robur, ad robur}: fortaleza, fortaleza. La necesitaba de un modo especial para sacar adelante la tarea que Dios le había encomendado y superar las contradicciones y dificultades con las que se iba encontrando.

 

 
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