Buscando a los primeros fieles del Opus Dei

 

Indice: Fuentes para la historia del Opus Dei
Terminado el retiro en el que recibió las luces fundacionales sobre el Opus Dei, don Josemaría se reincorporó a las tareas del Patronato de Enfermos, a sus estudios y clases, y a sus numerosas actividades; pero inmediatamente también se puso a buscar personas con las que iniciar la nueva labor que Dios le había encomendado, y que pasó a ser decisivamente prioritaria en su corazón, su cabeza y su actividad. Poco a poco fue ampliando el campo de su labor: hombres y mujeres, estudiantes, obreros, sacerdotes, enfermos…

Anotación del Fundador del Opus Dei en sus Apuntes íntimos, n. 184 (25-III-1931)

Hoy, día 25, fiesta de la Anunciación de nuestra Señora, con mi “apostólica” frescura (¡audacia!), me he dirigido a un joven, que comulga a diario en mi iglesia, con mucha piedad y recogimiento, y -acababa él de recibir al buen Jesús- “oiga -le he dicho- ¿tiene la caridad de pedir un poco por una intención espiritual de gloria de Dios?” “Sí Padre” -ha contestado- ¡y aún me dio las gracias! Mi intención era que él, tan fervoroso, sea escogido por Dios para Apóstol, en su Obra. Ya otras veces, al verle desde mi confesionario, le encomendé lo mismo al Ángel de su Guarda.

Testimonio de D. Pedro Rocamora Valls

D. Pedro Rocamora Valls, abogado y periodista, fue uno de los primeros jóvenes que entró en contacto con D. Josemaría en el año 1928. Ha dejado un extenso relato de los recuerdos que conserva de la actividad del Beato Josemaría en  esa época.

Conocí a D. Josemaría Escrivá de Balaguer en el año 1928. Me lo presentó un joven estudiante de Arquitectura, José Romeo Rivera, que era de Zaragoza, y que había conocido al Padre en la capital aragonesa. Creo que el motivo fue una Asamblea Nacional de la Confederación de Estudiantes Católicos. Yo era entonces Presidente de la Casa del Estudiante, y a partir de ese primer contacto con el Padre, nuestra amistad se hizo auténtica y profunda.

En aquellos momentos de mi juventud, Josemaría tenía en toda su plenitud esas dotes o cualidades temperamentales que habían de cualificar su personalidad a través de los años. En primer lugar, una simpatía arrolladora, que se sumaba a algo más profundo: era imposible conocerle y no sentirse atraído por el influjo de su espíritu.

En la Confederación de Estudiantes Católicos un gran número de amigos y compañeros míos habían ingresado en la Compañía de Jesús: Pepe Martín Sánchez, Tomás Morales, Granda. No recuerdo la fecha. Debía ser entre finales del 28 y principios del año 29. Algunos jóvenes de nuestro grupo nos creíamos al borde de la vocación sacerdotal. Reconozco que las dudas de esa vocación me acompañaron durante varios años de mí juventud. Ello hacía que mis conversaciones con el joven sacerdote que acababa de conocer, acrecentaran nuestra amistad, dando a ésta una indudable dimensión sobrenatural.

Por aquellos días, D. Josemaría estaba escribiendo en un cuaderno, unas ideas que me atrevería a llamar fundacionales. El cuaderno en que habla empezado a escribir sus pensamientos no tenía la cruz en la tapa sino dentro, en un ángulo de la primera página. Era una cruz formada por cuatro flechas disparadas hacia los cuatro puntos cardinales. No había copia, que yo sepa, de aquél cuaderno. Estaba escrito a mano, de su puño y letra. Lo llevaba consigo. A veces en un quiosco de la Castellana que había cerca de la esquina de la calle de Riscal, donde íbamos algunas tardes al anochecer nos leía páginas enteras a veces tan solo dos o tres pensamientos.

Reconozco que a mí me parecieron ideas demasiado ambiciosas. El Padre las formulaba con una sencillez y una seguridad que asombraban. Yo pensaba en la fuerza que tenían las Ordenes religiosas, con largos siglos de existencia, y me parecía casi imposible que las ideas de aquel sacerdote aragonés, a pesar de su bondad y de su virtud, pudieran un día realizarse. (…)

Había asumido tal empresa como el que sabe que tiene que cumplir una especie de sino determinado en su vida. Y el Padre -todos lo veíamos- no tenía ningún apoyo humano, ni ningún poder. Era sencillamente un sacerdote que no contaba con ayudas oficiales de ningún género. (…)

Pero, ¿tú crees que eso es posible?- le decía yo.

Y é1 me contestaba: - Mira, esto no es una invención mía es una voz de Dios-.

Y, fiel a esa voz, aquél sacerdote, pobre, humilde, sencillo y desconocido se entregaba con su alma y con su vida a un empeño gigantesco, alentado sólo por una fuerza sobrenatural que le impulsaba poderosamente.

Recuerdos del Fundador del Opus Dei en una Meditación, 2-X-1962

Desde ese momento no tuve ya tranquilidad alguna, y empecé a trabajar, de mala gana, porque me resistía a meterme a fundar nada; pero comencé a trabajar, a moverme, a hacer: a poner los fundamentos.

Me puse a trabajar, y no era fácil: se escapaban las almas como se escapan las anguilas en el agua. Además, había la incomprensión más brutal: porque lo que hoy ya es doctrina corriente en el mundo, entonces no lo era. Y si alguno afirma lo contrario, desconoce la verdad.

Tenía yo veintiséis años -repito-, la gracia de Dios y buen humor: nada más. Pero así como los hombres escriben con la pluma, el Señor escribe con la pata de la mesa, para que se vea que es Él el que escribe: eso es lo increíble, eso es lo maravilloso. Había que crear toda la doctrina teológica y ascética, y toda la doctrina jurídica. Me encontré con una solución de continuidad de siglos: no había nada. La Obra entera, a los ojos humanos, era un disparatón. Por eso, algunos decían que yo estaba loco y que era un hereje, y tantas cosas más. El Señor dispuso los acontecimeintos para que yo no contara ni con un céntimo, para que también así se viera que era El.

 

 
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