Jorge. Con el teodolito al hombro

 

Indice: Un mar sin orillas

Comparto la sorpresa de Víctor, porque Enrique y Jorge eran muy diferentes de carácter. Enrique era un intelectual amante de la Historia y del Arte, sereno, reposado... mientras que Jorge era un joven de espíritu intrépido con alma de aventurero. Pero suele ser frecuente que entre gentes muy distintas, y precisamente por eso, surja una profunda amistad. Aunque Enrique y Jorge coincidían en muchas otras cosas...; pero dejemos de nuevo que sea Jorge quien cuente su historia.

"Dice usted bien -asiente Jorge-: Enrique y yo éramos dos tipos bien distintos; como suele decirse, las dos caras de la moneda; pero teníamos muchas cosas en común: por ejemplo, el deseo de ser buenos cristianos. Por eso, cuando Enrique me planteó, allá por mayo del 57, la posibilidad de entregarme a Dios en el Opus Dei, como numerario (28)*, le dije que si... que si él había decidido eso, ¡adelante!; que a mí el celibato me parecía algo colosal, magnífico, estupendo... para él.

'Lo mío es casarme y tener muchos hijos', recuerdo que le dije. Yo procedía de una familia muy liberal y mi padre me daba un amplísimo margen de libertad; quizá por eso me atrajo el clima abierto de la Octava; pero lo que me proponía Enrique... ¡Ja! ¡Eso era harina de otro costal! Era una aventura; pero una aventura que no me ilusionaba en absoluto...

Lo que me ilusionaba, entonces, era ir al Petén. ¿Qué joven, en Guatemala, no sueña con ir al Petén? La selva, las ruinas de Tikal, la Pirámide de las Máscaras, El Mirador, el Río Azul... Y precisamente entonces, ¡la gran oportunidad! Mi hermana era secretaria del gerente de una multinacional y me preguntó si estaría dispuesto a trabajar en la selva como ayudante de topógrafo. No me lo pensé dos veces: ¡trabajar en la selva, en el Petén! Dicho y hecho: en septiembre de aquel mismo año ya estaba sobrevolando una inmensa zona que se llama Carmelita; luego un avioncito anfibio me llevó hasta el río San Pedro, y poco después un helicóptero me trasladó hasta mi campamento.

Había dos campamentos: el de los topógrafos y el de los brecheros. En el de los topógrafos vivíamos dos guatemaltecos -otro muchacho y yo- y tres estadounidenses: el cocinero, un pinche y un ayudante. En el de los brecheros -es decir, los que abrían brecha para hacer el tiro de medida en la selva- se había reunido lo mejorcito de cada casa: un puñado de criminales perseguidos por la justicia, por atracos o robos, que sobrevivían lejos del mundo civilizado. Eran tipos pendencieros, duros como las rocas y acostumbrados a los peligros. Porque aquel trabajo -me di cuenta entonces- era muy peligroso. Nos movíamos constantemente entre pantanos y arenas movedizas, y para saber si podíamos pasar o no por una ciénaga, azuzábamos la mula. Si la mula se hundía en el fango y desaparecía, ya no pasábamos...

Yo iba a trabajar en principio como ayudante, pero cuando vieron que sabía manejar los aparatos, me propusieron que hiciera de topógrafo. Y acepté. Y lo que al principio me parecía fascinante se convirtió en algo... ¡fascinantemente aterrador! ¡Vaya aventura! pensaba cada noche, cuando me acostaba en mi tienda, muerto de cansancio, mientras se dibujaban sobre la lona las sombras inquietantes de las arañas... Nos encontrábamos en el corazón de la selva: en una zona inmensa, inmensa, tan inhóspita y salvaje que algunos animales se nos quedaban mirando porque no estaban acostumbrados a la presencia de seres humanos...

Un día, mientras trabajaba con el teodolito, apareció de repente un venado entre los árboles. Estaba a poco más de veinte metros. Mantuve la sangre fría: saqué lentamente la pistola y cuando la amartillé... se me escapó entre la maleza. Corrí tras él, apunté como pude, lo alcancé y lo maté. Fue un golpe de suerte y gracias a eso pudimos comer carne durante toda la semana. Poco después tuve un puma en la mira telescópica del rifle, pero en aquella ocasión no disparé: pensé que si lo hería y no lo mataba tendría que ir a rematarlo, y un felino herido, en medio de la selva, es muy peligroso...

El trabajo, como digo, era agotador; el clima, asfixiante; pero el 'clima' humano del campamento era casi peor que el de la selva: los brecheros se enzarzaban constantemente en peleas y trifulcas. Cada dos por tres salían a relucir los cuchillos y las navajas; y más de una vez estuve a punto de perderme en aquel infierno verde mientras avanzábamos chapoteando, con los teodolitos en alto, entre pantanos inmensos de aguas estancadas, charcas fétidas, troncos y ramas podridas... Algo nauseabundo.

Íbamos con los teodolitos en alto, porque no se podían mojar, pasara lo que pasara. Sin ellos no podíamos trabajar. Esa era la norma: si te hundías, sacaban primero a flote el teodolito; y luego a ti... ¡si podían!

En estas circunstancias me acordaba mucho de lo que me decía Enrique en la Octava: '¡Hay que luchar por vivir en presencia de Dios en todas las situaciones de nuestra vida, sean las que sean! ¡Somos gente del mundo y ahí, en nuestro mundo, en nuestro trabajo, tenemos que encontrar a Dios y acercar a los demás a Dios!'

'Bien -pensé-; ésta es mi vida, éste es mi mundo ahora: la selva. Aquí tengo mi trabajo...' '¿Y si rezamos el rosario?' -le pregunté un día al otro guatemalteco, que se sorprendió un poco, pero le gustó la idea, y todos los días, al regresar, lo rezábamos juntos. Continué mi plan de vida cristiana: hacía un rato de oración, procuraba preocuparme por los demás; procuraba, en fin, poner en práctica lo que había aprendido en la Octava. El resto del campamento estaba bastante asombrado...

Hasta que un día, cuando avanzaba por la selva, abriéndome paso en medio de una ciénaga, con el teodolito al hombro, rezando el Rosario interiormente, pensé: 'todo esto se lo estoy ofreciendo a Dios; pero el que no me estoy ofreciendo soy yo; y eso es, precisamente, lo que Dios quiere de mí'. Aquel pensamiento repentino me asustó. Fue como un latigazo: como una sacudida interior. Una moción clarísima del Espíritu Santo. Y en ese momento, vi, de repente, que tenía que entregarme a Dios en el Opus Dei. ¡Y enseguida!

Fue una gracia de Dios, porque a pesar de lo que me había dicho Enrique, jamás, jamás, hasta aquel momento en medio de la ciénaga, me había planteado en serio la posibilidad de una entrega plena al Señor. Volví al campamento muy impresionado, estuve rezando muchísimo, y decidí que cuando regresase a Guatemala de permiso, al cabo de dos semanas, iría a la Octava, hablaría con Enrique y pediría la admisión en el Opus Dei.

Dicho y hecho: en noviembre de 1957, nada más llegar, me presenté en la Octava, greñudo y zarrapastroso, con bigote y barba crecida, el rifle al hombro y la mochila a la espalda. Parecía un filibustero del Caribe. Usted se acordará, don Antonio, porque se asustó al verme con aquellas trazas y me prestó una navajita para afeitarme. A continuación busqué a Enrique y le dije que quería pedir la admisión en el Opus Dei. '¡Ah, qué bueno, ya hablaremos', me contestó, calmoso, como siempre, y con cierta indiferencia...

Me indigné. A él no se lo dije, pero por dentro, me indigné. Estaba claro que Enrique quería comprobar que mi decisión no obedecía a una emoción selvática y pasajera... Pero yo no tenía tiempo que perder y le insistí, porque el sábado siguiente, 26 de noviembre, tomaba de nuevo el avión para regresar al campamento.

-¡Yo no me vuelvo a la selva sin hacerlo!, le dije al despedirme. Insistí, insistí y a los pocos días me dejaron solicitar la admisión. Y regresé al Petén.

A partir de entonces, allí, en medio de la selva, entre las peleas y las broncas de los brecheros, comprendí lo que enseñaba el Padre: que nuestro proyecto de vida en el Opus Dei nos mueve a llevar nuestro propio ambiente donde quiera que estemos; y nos ayuda a santificar nuestro trabajo, cualquiera que sea: ¡aunque uno se encuentre en plena jungla y el trabajo sea tan azaroso como aquel! Porque no me faltaron los sustos: me accidenté un par de veces, y en una ocasión se cayó el helicóptero: salí vivo de milagro...

Al regresar, mis amigos bromeaban conmigo: decían que mi vida se dividía en dos partes: pre-Petén y post-Petén. Es verdad: fue en el Petén donde Dios me cambió por dentro. Al volver me di cuenta de mi responsabilidad: era uno de los primeros en pedir la admisión en el Opus Dei. ¡Ésta sí que es una aventura maravillosa! pensé. Ahora me tocaba ser brechero, abrir brecha en la implantación del Opus Dei en Centroamérica.

Los caminos de Dios son sorprendentes, porque... ¿quien me iba a decir a mí, en mayo de 1957, cuando me hablaba Enrique de la entrega a Dios en aquella habitacioncita de la Octava... que me iba a decidir pocos meses después, con un teodolito al hombro, en medio de la selva?".

 

 
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