Víctor del Valle

 

Indice: Un mar sin orillas

-¡Cuidado, Victor! ¡Maneja con cuidado!

Me divierte recordar mis consejos a Víctor del Valle cuando manejaba aquel carro traqueteante en el que viajábamos José María, Pepe Revilla y yo, por las carreteras de Guatemala. Ahora Víctor es un arquitecto de prestigio que ha construido numerosos edificios a lo largo y ancho de Centroamérica; pero a mitad de los años cincuenta era un joven estudiante de arquitectura que... sin embargo será mejor que sea él mismo, como hice con Marta, quien cuente su historia.

"Las casas -me decía Víctor- se comienzan por los cimientos, y yo tengo que comenzar hablando de mi padre, que nació en México, como usted sabe, en Zacatecas concretamente, y era un alto funcionario del Banco de México. Tanto él como mi madre tuvieron que sufrir mucho durante el gobierno de Plutarco...(26)*

Plutarco Elías Calles fue un déspota terrible, un tipo vengativo y cruel, que organizó una persecución feroz contra la Iglesia; fue el que dictó la famosa 'Ley Calles', un código penal rabiosamente anticatólico. Esa ley castigaba con prisión la administración de los sacramentos, prohibía la enseñanza religiosa, penaba el uso del hábito... Durante esa persecución fue cuando asesinaron al Padre Pro y se produjo la famosa reacción de los 'Cristeros'. Pues bien; durante esa época recibió mi padre una carta en la que le ordenaban renunciar a su cargo... ¡por el hecho de ser católico! Se negó, naturalmente -¡y menos si era a causa de su fe!- y contestó explicando las razones de su negativa.

Eso era arriesgadísimo; en aquel tiempo negarse a obedecer una orden de Plutarco era como firmar la propia sentencia de muerte. Y sucedió lo que se temía: a los pocos días llegó a casa un motorista con una citación para el Palacio Nacional. Mi madre se sumió en un mar de lágrimas y se despidió de mi padre creyendo que no le volvería a ver...

Llegó a Palacio; le dijeron que Plutarco le esperaba en su despacho; entró; y nada más verle, Plutarco le arrojó la carta a la cara, diciendo:

-¿Así que usted es el mocho (27) * que ha escrito esto? A ver, ¿cómo se llama usted?

La carta cayó en el suelo, pero mi padre no se movió. Y le contestó impávido, recalcando cada palabra:

-Me llamo Bernabé del Valle.

Plutarco se revolvió furioso en su sillón y le ordenó con la mirada que se agachara a recoger la carta. Pero mi padre no se inclinó; alargó la mano y pulsó el timbre de mesa; se acercó un ordenanza y le dijo con mucho aplomo:

-Por favor: recoja esta carta que se le cayó al General.

Al oír esto, Plutarco se quedó desconcertado. Mi padre debió pensar: 'de aquí me envía al pelotón de fusilamiento. Pero...".

Victor me va relatando con gran expresividad su historia en una sala de su estudio de arquitectos. Cerca, sobre una mesa de trabajo, hay desplegados varios planos de futuros edificios. Por la ventana entra a raudales la luz del trópico.

"...pero Plutarco era un tipo imprevisible; y en vez de fusilarle, soltó una gran carcajada, y le dijo, con una expresión muy mexicana: '¡Así¡ ¡Así me gustan los machos, y no como toda esta partida de lambiscones que...! (y empezó a insultar a todos los que tenía alrededor) ¡Venga, venga, don Bernabé, deme la mano, que le quiero confirmar en su puesto!'

-Lamentablemente, General, no podrá ser -replicó mi padre-. Y le entregó una carta en la que renunciaba a su cargo.

En ese ambiente crecí yo, en una familia de nueve hijos, que tuvo que defender su fe en tiempos tan difíciles. Mi madre era una mujer de gran sensibilidad: le encantaba la música, la pintura y la literatura. Escribía muy bien y se la conoce sobre todo por sus relatos costumbristas. Tenía una gran ilusión: tener un hijo sacerdote y un hijo arquitecto; y soñaba con que sus hijos se entregaran a Dios. Y todo se lo concedió el Señor.

Se comprende por eso que cuando un hermano mío se fue a los quince años a un Seminario de los Jesuitas, mis padres no pusieran ningún obstáculo, ¡al contrario!; y que en 1953, cuando yo pedí la admisión en el Opus Dei -ya era mayor de edad, tenía veinte años y estudiaba tercero de Arquitectura- me dieran entera libertad: 'Es tu vida -me dijeron-; es tu decisión y la respetamos'.

Poco después, en 1954, me preguntó don Pedro Casciaro: 'Víctor: estamos empezando la labor en Monterrey y Guatemala. ¿Te gustaría ir a alguno de esos sitios?'

-¡Si! ¡Guatemala! -dije enseguida. Ahora, cada vez que lo pienso me sorprendo, porque yo soy un hombre eminentemente urbano: me fascinan las ciudades, los museos, las avenidas rebosantes de gentes... Sin embargo decidí venirme a este país donde el protagonista decisivo es la naturaleza. Pero pensé que aquí estaban sólo tres y me dije: '¡Allá voy! ¡A la aventura!'

Nunca se me olvidará lo que me comentó mi madre cuando me vine: 'Mira hijo mío, me gustaría mucho que te quedaras a mi lado, aquí, conmigo; pero mi felicidad es tu felicidad; y si tú eres feliz yéndote a Guatemala, yo soy feliz así'.

Esa idea me la repitió siempre, cada vez que iba a México, o hablábamos por teléfono: 'Víctor, me gustaría mucho tenerte a mi lado, pero te veo tan contento ahí, que mi felicidad es ésa: verte tan feliz'. Ese es el deber de las madres cristianas -me decía-: no buscar sus propios deseos, sus propias ilusiones, sino la felicidad de sus hijos'.

Cuando venía para acá me sorprendió ver desde el avión la hermosura y la rica vegetación de los montes y los valles. Usted conoce México, don Antonio, y ha visto que allí los verdes son más apagados, más cenicientos, de tonalidades terrosas, ásperas, como grisáceas... y desde la ventanilla fue contemplando, maravillado, un sucederse constante de verdes brillantes y encendidos. Y lo mejor vino luego: aterrizó el avión, comencé a bajar por la escalerilla con mis escuadras y mis cartabones bajo el brazo, y vi, asombrado, que comenzaban a aplaudirme y vitorearme.'¡Qué bien! -pensé, aturdido entre los flashs de los fotógrafos-. ¡Vaya recibimiento! ¡Qué gente tan amable...! Hasta que me di cuenta que aplaudían... ¡a las Reinas Centroamericanas de la Belleza, que habían aparecido por la portezuela del avión, justo detrás de mí! ¡Y yo sonriendo a los fotógrafos y agradeciendo su amable presencia a los periodistas!

Fuera de bromas, Guatemala me encantó nada más llegar. La Octava era una casita modesta, simpática, decorada con los cuatro muebles viejos que habían ido regalando: un sofá, dos lámparas, tres sillas desparejadas... Pero aquellos trastos, arreglados con paciencia y remozados con una manita de barniz y un toque de gracia, parecían otra cosa; y sus antiguos propietarios, al verlos restaurados, se sorprendían: '¿Pero cómo? -nos decían- ¿Este es el mismo sofá que yo tenía arrumbado en el desván?'

Venirme para acá fue una aventura; desde todos los puntos de vista; también desde el académico: en Guatemala no había Academia de Arquitectura y tuve que cambiar de carrera y ponerme a estudiar Ingeniería, con unas matemáticas de alto nivel que me costaron muchísimo. Pero fue una aventura de la que no me arrepiento, porque me obligó a ampliar mis conocimientos y me permitió fundar, años después, con unos cuantos más, la primera Facultad de Arquitectura en Guatemala.

Tuve que sacar tiempo debajo de las piedras; ir a la universidad, estudiar, organizar actividades formativas con jóvenes, con mayores, conseguir dinero para mantenerme... Recuerdo que me empleé de delineante, a tiempo parcial, y me pagaban 75 quetzales al mes.

Recuerdo también que hacíamos muchas excursiones con don José María, a los volcanes, al Cerro de Oro, a los lagos... Ya sabe usted que don José María era muy buen nadador y un montañero espléndido, capaz de trepar por la falda de los volcanes a ritmo trepidante. Con ese modo de ser, tan divertido, congeniaba muy bien con la gente joven. Y como fruto de esas excursiones nació, al cabo del tiempo, el club Gurkhas".

 

 
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