La cabaña de San Rafael
Nuestra breve estancia en la casa-ermita de Pallerols terminó en cuanto el Padre concluyó de celebrar la Santa Misa sobre una tosca mesa que había en una habitación contigua al horno. Aunque estábamos habituados a comprobar su piedad al celebrar el Santo Sacrificio, en aquella ocasión, por las circunstancias tan extraordinarias que la habían precedido, fue aún más emocionante para todos.
Al concluir la Misa, Pere nos condujo a pie cuatro o cinco kilómetros hacia el Norte, y nos fue adentrando en los bosques de Rialp, muy tupidos de robles, pinos y abetos. Iba muy atento, por ver si descubría en el camino una posible presa para la paella del día, que se componía habitualmente de trigo y ardillas. Nos dejó al fin en una cabaña semiescabada en el suelo, techada con troncos y ramas, que estaba perfectamente camuflada dentro del bosque. Los otros dos del grupo que faltaban se incorporaron pocas horas después.
Se notaba que anteriormente había acampado en aquella cabaña alguna que otra caravana de prófugos, porque en el suelo quedaba algo de paja con la que nuestros predecesores habían tratado de combatir el frío y la humedad. Hasta que no sufrimos las consecuencias, no supimos que esos caballeros nos habían dejado también otra herencia bastante menos agradable: un repugnante cultivo de piojos.
Para protegernos del frío, Pere nos proporcionó una delgada manta de algodón para cada dos personas, que resultó totalmente insuficiente: nos pasábamos las noches tiritando. Alguna vez, durante la noche, encendimos un poco de fuego en el interior de la cabaña; pero no era buena solución: como había que evitar que saliera humo al exterior, se acababa formando dentro una humareda que nos ahogaba. Durante el día tampoco encendíamos fuego, ni cocinábamos, por temor a ser localizados desde lejos. Pere, valiéndose a veces de un borriquillo, nos traía los víveres. No eran demasiado abundantes, pero nos los cobraba como si estuviéramos en un gran hotel.
El Padre denominó a aquella cabaña la cabaña "de San Rafael", como manifestación de su devoción a los Arcángeles, a los que invocaba como patronos del Opus Dei. A este Arcángel encomendaba especialmente la labor apostólica con la juventud. Ahora, al cabo de los años, me cuesta trabajo creer que sólo estuviésemos cinco días en esos bosques de Rialp: a mí me parecieron siete u ocho.
Durante ese tiempo el Padre atendió a unos sacerdotes de la comarca que estaban escondidos en otra cabaña, más arriba del monte; llevaban allí muchos meses y Pere le indicó el camino para encontrarlos. Aquellos buenos sacerdotes agradecieron mucho la posibilidad de poder conversar con otro sacerdote que pudiera referirles qué cosas habían ocurrido en España y en el mundo durante aquellos meses. A pesar de todo, en medio de su precaria situación, aquellos sacerdotes tenían que dar gracias a Dios: en concreto, en Urgel acabaron matando al 20 por ciento de los sacerdotes de la diócesis. De los 540 sacerdotes seculares que había incardinados en 1936, asesinaron en total, durante toda la guerra, a 109. Y a esta cifra hay que añadir la de los miembros de las diversas órdenes religiosas.
Tal vez también nosotros hubiéramos podido permanecer indefinidamente en el bosque sin que nos encontrasen los carabineros o milicianos. El Padre comentó en alguna ocasión que fue entonces cuando comprendió verdaderamente el significado de la palabra "emboscado", que en aquellos años se usaba con frecuencia.
Durante aquellos días el Padre nos insistió con frecuencia en que viviéramos un horario establecido en el que no sobrase ni un minuto. Nos pedía que mantuviésemos bien limpia la cabaña y sus alrededores; quería que nos afanásemos en mantenerlo todo en un orden meticuloso; y en general, nos hacía atarearnos en unas ocupaciones que a mí me parecían completamente innecesarias. Indicó que por la mañana, después de asistir a la Misa que celebraba sobre un altar improvisado en medio del bosque, entre los trinos de cientos de pájaros, alguno de nosotros, como José María Albareda, diese al resto una charla sobre cuestiones culturales. Hizo que otros llevasen un diario, que los estudiantes de Arquitectura dibujásemos y no faltó siquiera un rato de deporte. Yo hacía todo lo que nos iba indicando, pero no acababa de entender el sentido de aquello.
A la vuelta del tiempo comprendí la razón de aquel modo de proceder: el Padre quería evitar la psicosis característica de los emboscados, que sueñan con la libertad, pero acaban quedándose en la comodidad de su refugio, por no poner el necesario esfuerzo para salir de esas circunstancias. De ese modo nos mantuvo ocupados durante aquellos días, alejando de nosotros cualquier atisbo de nerviosismo, de impaciencia, de pereza o desánimo. Fue una manifestación más de su fortaleza, de su prudencia y de su serenidad ante las diversas circunstancias de la vida.
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