Mis amigos

Siguiendo los consejos del Padre, que me impulsaba a hacer un apostolado vibrante con mis amigos y compañeros, intenté hablar de Dios con aquellos con los que tenía una mayor amistad. Sin embargo, a pesar de mis buenos deseos, no logré despertar en algunos mayores inquietudes espirituales, ni sacarlos del clima de frivolidad en que se encontraban. Otros, por el contrario, vinieron por la Residencia de Ferraz. Entre ellos estaban José Rebollo Dicenta, Miguel Fisac, Mariano Alvarez Núñez y varios más.

Naturalmente, Ignacio de Landecho fue uno de los primeros amigos a los que invité a venir por Ferraz. Comenzó a asistir a los Círculos que nos daba el Padre y le tomó un gran afecto desde el primer momento. Eso no me extrañó: no recuerdo una sola persona que tratara al Padre con cierta profundidad y que no quedara admirado por su alegría, su buen humor constante, su don de gentes verdaderamente excepcional y su profundo amor a la libertad.

Con respecto a este último punto, he de hacer notar que yo era muy independiente. Esa independencia era un fruto natural de mi carácter y del clima de gran libertad en el que había sido educado. Quizá por eso, ese amor a la libertad de las conciencias que enseñaba el Padre me agradó especialmente. Nos recordaba siempre que el amor a la libertad consiste, antes que nada, en defender la libertad de los demás.

El Padre me fue mostrando las exigencias de la vida cristiana sin encorsetarla, sin asfixiarla en normas rígidas, o en cuadrículas mentales predeterminadas. Me ayudó a llevar una vida de piedad cada vez más intensa sin recortar nunca, ni ahogar -al contrario, las potenció- ninguna de mis legítimas aspiraciones humanas.

Me hacía ver también cuánto había recibido del Señor en aquellos primeros veinte años de mi vida. Realzaba ante mis ojos la figura de mis padres y me enseñaba a apreciar y a agradecer los desvelos paternos para que yo pudiese estudiar una carrera que, en aquellos tiempos, resultaba excepcionalmente costosa. Todo eso -me decía- era providencia de Dios, de un Dios-Padre que nos ama más que todas las madres de la tierra.

Me hablaba también de la necesidad de ser santo en medio del mundo, sin hacer cosas raras, santificando las clases, las horas de dibujo y de estudio; y en el futuro, mi trabajo profesional. Me recalcalba que la santidad no era algo exclusivo de unos pocos, ni tenía por qué reducirse a determinados estados de vida. Y me decía todas estas cosas en un clima cordial, afable, abierto, y distendido.

El lector se preguntará qué respondía yo a todo esto. Hay un punto de Camino, el 360, que refleja plásticamente cuáles eran con frecuencia mis reacciones: ¡Cómo te reías, noblemente, cuando te aconsejé que pusieras tus años mozos bajo la protección de San Rafael!: para que te lleve a un matrimonio santo, como al joven Tobías, con una mujer buena, guapa y rica -te dije, bromista. Y luego, ¡qué pensativo te quedaste!, cuando seguí aconsejándote que te pusieras también bajo el patrocinio de aquel apóstol adolescente, Juan: por si el Señor te pedía más.

Soñad y os quedareis cortos

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