Josemaría Escrivá, sacerdote de Jesucristo
Enrique Gutiérrez Ríos
ABC (Madrid, 15-VII-1975)
En Monseñor Escrivá de Balaguer había sencillez. Su palabra tenía la llaneza expresiva, correcta, y el acento de su tierra aragonesa. Sus escritos son prosa limpia, sencilla, precisa. Eran claras las ideas, que constantemente repetía, sobre el valor de las cosas que constituyen la vida ordinaria: el trabajo profesional, la vida de familia, las pequeñas cosas de todos los días. Intelectuales y obreros, hombres del campo, chicas y chicos universitarios, amas de casa, empleadas del hogar -la multitud de socios del Opus Dei, de condiciones sociales y profesionales diferentes- le entendían igual y hacían de su palabra -la misma para todos- vida personal: cada uno desde su situación concreta.
Había sencillez en su trato (sin formalismos y sin familiaridades), con la cordialidad honda, delicada, de una familia cristiana. También había sencillez en su gesto y ademán elegante, que expresaban alegría, paz interior, y en la gravedad que irradiaba su persona y producía en todos inmenso respeto.
Monseñor Escrivá de Balaguer fue sólo sacerdote. Nada más que esto: sacerdote de Jesucristo -solía decir él-. En su palabra y en su vida sólo había lo que es propio del sacerdocio ministerial. Hablaba constantemente de los Sacramentos: de la misa, centro de la vida espiritual; de amor a la confesión sacramental; del bautismo, que ha de ser administrado muy pronto, como aconseja la Iglesia -sin retardos, que son atentados contra la justicia y contra la caridad-; de la santidad del matrimonio; de la veneración y amor al sacerdote, quienquiera que sea. En sus palabras y en sus escritos había continuas referencias a pasajes evangélicos; con ellos solía comenzar sus homilías y sus meditaciones; de ellos están llenos sus escritos. Y siempre, muy en primer término, estaba la Virgen Santa María.
Aquella palabra suya viva, fluida, llena de riqueza expresiva, adquiría acentos de firmeza especial si alguien hacía en su presencia alguna alusión a cuestiones temporales -las que Dios deja a las disputas de los hombres-. «¡Sois libérrimos!, repetía incansablemente a sus hijos del Opus Dei desde 1928. A cada uno de vosotros -decía y escribía- corresponde decidir libremente -con plena responsabilidad personal- sobre todas las cuestiones temporales que constituyen vuestra vida: profesionales, económicas, políticas, familiares... ». El Opus Dei está sólo para dar a sus socios y a todas las personas que lo deseen, los medios espirituales para vivir como buenos cristianos -con la libertad de hijos de Dios- en todos los ambientes y en todas las profesiones.
Nada que pudiera significar opción u opinión en cosas temporales salió de sus labios.
Es difícil comprender la personalidad y la vida, las palabras, de Monseñor Escrivá de Balaguer con sólo criterios humanos, temporales. Contemplaba y valoraba todas las cosas de este mundo con visión sobrenatural -como la Iglesia ha enseñado siempre y aconseja-. Por eso veía en lo temporal tanta grandeza -decía que amaba apasionadamente el mundo-; hasta la cosa más insignificante, escondida, hecha con amor, de cara a Dios, adquiría a sus ojos dimensiones enormes. Y esa visión sobrenatural del mundo y de la vida es característica esencial del Opus Dei. «Almas contemplativas en medio del mundo» era una frase suya, constantemente repetida. Insistía siempre en la oración: en dedicar un tiempo a Dios en oración. Pero, además, para un alma contemplativa -decía- el trabajo, las contrariedades y las alegrías: todos los minutos del día, hasta el descanso, son oración.
Por eso, lo mejor, lo esencial, del Opus Dei, no es visible: está en ese mundo intangible, impenetrable, de las relaciones de cada persona con Dios; aunque en esas relaciones estén, por medio, las cosas de este mundo.
Siempre subrayó la radical diferencia del Opus Dei con el estado religioso, pero tenía especial predilección por las religiosas y los religiosos de vida contemplativa. Comunidades, en diferentes países y ciudades, le llamaban cuando sabían que pasaba. En ocasiones acudió a hablarles de vida espiritual, a rezar con ellos por la Iglesia y por el Papa. Pero decía que su vocación estaba en el mundo, en medio de la calle.
Y allí, en medio de la calle -donde siempre estuvo- fue sólo sacerdote: sacerdote de Jesucristo.
Siempre habló para todo el mundo, para todo el que quiso escucharle: en catedrales, con las puertas abiertas, de par en par; y hasta al aire libre (como en 1967, bajo el cielo de Navarra, en el campus universitario, ante cuarenta mil personas). Con sus frases claras, su palabra sencilla, encendida.
Desde los primeros tiempos. siempre que alguien le ha preguntado por la doctrina del Opus Dei ha respondido -con la sencillez y la verdad de la humildad- que el Opus Dei no tiene más doctrina que la de la Iglesia: por eso «es viejo como el Evangelio y como el Evangelio, nuevo». También decía que él era solamente instrumento torpe de la Obra de Dios.
En estos últimos años, como si hubiera querido despedirse de innumerables hijos suyos de países alejados, que no le conocían, recibió a muchos, en distintas partes de Europa y de América. Gentes de diferentes profesiones y ambientes sociales, razas y lenguas, acudían, con expectación emocionada, a ver y a escuchar al Padre. En esas reuniones (con intervenciones espontáneas), a pesar de ser numerosas, había ambiente familiar, casi de confidencia, con delicado respeto a la intimidad de la persona.
Aunque hablara a una gran concurrencia, siempre la persona estaba en primer plano -cada persona concreta, única, insustituible-. Decía que, en lo espiritual, cada criatura requiere una asistencia concreta, personal; que ¡no pueden tratarse las almas en masa!
Sus valores humanos han ejercido una atracción indecible en mucha gente. También muchos, incluso acatólicos, se han sentido atraídos por los valores, incluso la belleza, en el plano estrictamente humano, de la Obra; y la están ayudando de formas importantes, muy diversas.
El mensaje del Opus Dei -de carácter muy interior, pero que afecta a todos los aspectos de la vida: buscar la santificación personal en el trabajo diario- se ha propagado por el mundo, ha traspasado fronteras, sistemas políticos, lenguas, razas, culturas...
Sería difícil encontrar, en la época nuestra, alguien con influjo tan universal y tan profundo en la vida personal de tanta gente -con reflejo en todas las actividades humanas- como el de este sacerdote de Jesucristo, que nació en el Alto Aragón, en los comienzos del siglo, y ha muerto ahora en Roma.