Siempre por los demás
Esto le hace sufrir
A partir de la segunda mitad del mes de enero las curas se volvieron cada vez más penosas. "Tenía la pierna tan inflamada, tan inflamada -recuerda María del Carmen- que cuando ayudaba a cuidarla, era tanto lo que pesaba, que a veces me tenía que arrodillar en el suelo para que ella la apoyara sobre mi hombro, porque me veía incapaz de sostenerla a pulso..."
"La inflamación era tanta que la pierna llegó a tener 60 centímetros de perímetro -cuenta Rosa- hasta que un día... se le reventó. Y aquello, en el momento de curarla, olía mal, lo que le hacía sufrir una barbaridad. Por los demás. Ella siempre sufría por los demás...
Eso ahora me emociona recordarlo, pero en aquel momento, la verdad, me molestaba bastante. Porque, cuando estábamos solas y arreciaba el dolor, la pobrecita lloraba, apretaba los puños, y me decía que le parecía que ya no podía aguantar más... Y luego me pedía perdón:
-Rosa, qué poco sufrida soy, ¿verdad? Fíjate qué vergüenza...
-¡Qué tontería! -le replicaba yo-. Si eres valentísima... Además, te tienes que quejar, porque el quejarse desahoga mucho...
Sin embargo, cuando llegaba el doctor Cañadell y le preguntaba: 'Montse, ¿qué tal estás? ¿Cómo has pasado la tarde?', ella le decía invariablemente:
-Bien...
-Chica: ¿cómo que bien? ¿Es que no te acuerdas de todo lo que has sufrido? Mujer, ¡si te ha dolido una barbaridad!
Pero ella me pellizcaba sin que se diera cuenta el doctor, para que me callara. Y en cuanto se marchaba me decía:
-Pero Rosa, ¿qué sacamos con decírselo? El doctor Cañadell hace todo lo que puede... No puede hacer más. Y esto le hace sufrir..."
"Fue siempre muy humilde -añade don Manuel Vall- y nunca creyó que llevaba bien su enfermedad: le parecía que era poco fuerte y que se quejaba demasiado..."
"Luego, cuando se le pasaba el dolor -continúa Rosa- se metía conmigo en plan de broma. Yo estudiaba Farmacia y me decía, riéndose, que todas las medicinas que le traía no le solucionaban nada: '¿Ves? -me decía- No sirven para nada'.
Y cuando yo iba a los laboratorios farmacéuticos, con aquella sensación de impotencia que tenía al ver una chica de diecisiete años que se estaba muriendo y que no había medicina que pudiera salvarla, les decía:
-¡Todas estas cosas que venden Vdes. no sirven para nada! ¡Para nada! ¡No han sido capaces de inventar una medicina que cure esa enfermedad!"
"Estábamos cuatro personas para curarla -recuerda Manolita-: dos le sostenían la pierna, otra le iba aplicando el Linitul, mientras que yo, casi simultáneamente, le iba haciendo el vendaje. Lo hacíamos lo más rápidamente posible; pero así y todo duraba bastante rato. Y cuando le quitábamos el vendaje del día anterior, a veces no era solamente la piel lo que quedaba en las vendas..."
En esta tarea solían colaborar Teresa González y María Gambús. Esta última recuerda que las curas fueron, "cada vez más penosas y delicadas por la cantidad de úlceras que se le iban formando". "Otras veces -continúa contando su madre- se le provocaba una pequeña hemorragia. Tenía además una supuración continua y pestilente; pero eso sólo se notaba al momento de curarla, porque teníamos repartidos en la habitación tres frascos de purificador de aire. Las cuatro personas que le hacíamos las curas lo pasábamos muy mal. En ocasiones parecía que no íbamos a poder soportarlo...
...Cuando cuento estas cosas siempre hay alguien que me dice: 'Realmente, Manolita, no comprendo cómo pudiste soportar una cosa así'. Y yo siempre les contesto: 'Mira: cometes un gran error si crees que hubo algún mérito por mi parte. Te puedo asegurar que no lo hubo. Lo que sí hubo, y mucha, fue una gran gracia, una gran asistencia del Señor. Por eso, si un día te pasa algo parecido, no tienes que preocuparte: Dios te ayudará y te dará esa asistencia que ahora no tienes, sencillamente porque no la necesitas.
Y además, Dios aprieta, pero no ahoga... Por una parte te quita y por otra te da, porque no quiere que te vuelvas loca de dolor... porque la vida sigue y tienes ocho hijos más y hay que seguir luchando...
Ahora, cuando pienso en aquellos meses me parece casi imposible que Manuel y yo fuésemos capaces de llevar aquello así...; y me he preguntado más de una vez: '¿Y todo eso has sido capaz de hacerlo tú?'. Y siempre me contesto a mí misma: 'No'.
Y es verdad. Realmente aquello no lo hicimos nosotros. Dios nos ayudó y nos dio una gracia superextraordinaria para que no nos muriéramos de pena y de dolor al verla así...
Por eso ahora hay algunas cosas que al recordarlas me parecen casi irreales... Pero fueron verdad. Yo le quitaba el vendaje con total serenidad, ¡con el hedor que desprendía aquello!... porque al retirarle las vendas siempre le arrancábamos algo de carne... y lo lavaba... y luego me sentaba a la mesa, y comía como si no hubiera pasado nada. ¡Y llegué incluso a engordar!
Y luego me sentaba a su lado y rezaba y... veía allí al Señor. ¡Sin nada de milagritos, eh! Sentía su Presencia allí, en aquella hija que se me moría...
Y cuando no podía más y estaba a punto de llorar, me salía a la calle; o me iba a una iglesia cercana y me serenaba; y luego, ya más calmada, me subía a casa, porque en casa no podía estar llorando..."
Los calmantes
"Sin embargo, ella no protestaba -continúa Rosa- y se tomaba todo lo que le daban. Salvo con los calmantes, que no se los quería tomar..."
"Sí -corrobora su madre-. Recuerdo que le decíamos que tomase Cibalgina, que es un calmante muy leve, y se resistía a tomárselo". Lo mismo recordaba el doctor Cañadell.
"Eso yo nunca lo acabé de entender entonces -continúa Rosa-. Ahora veo que temía que los calmantes le quitaran capacidad para hacer apostolado, porque pensaría que la iban a adormecer. Y es verdad, un poco de sueño sí que dan los calmantes. Un día le dije: 'tómatelos, te relajarás, te dormirás...'. Quizá fue éste mi fallo... No sé, pero siempre he tenido la sospecha de que no los tomaba por eso: porque le impedirían hacer apostolado y hablar de Dios con sus amigas. Yo le insistía: 'tómatelos, Montse, que te aliviarán el dolor'. Y siempre me contestaba: 'no, no, no; porque me darán sueño'.
A Lía se lo dijo claramente: si los tomaba no podía ofrecer sus sufrimientos al Señor, por el Papa, por el Opus Dei y por el Padre".
"Además, no quería que sus padres se gastaran dinero en ella. 'Soy la mayor -decía- y fíjate cuántos gastos les ocasiono'. Pensaba que las medicinas valían mucho dinero, cosa que no era verdad.
Alguna de las tardes que estuve con ella su madre salía un momento para buscar los niños al Colegio y nos quedábamos las dos solas. Entonces me contaba muchas cosas... ¡nos sentíamos tan compenetradas!
En esas ocasiones, si empezaba a dolerle la pierna, soportaba el dolor como podía: 'no puedo, no puedo', decía, porque el carcinoma es dolorosísimo... Rosa, Rosa, por favor, vamos a hacer la oración...'.
Nos santiguábamos y yo decía la oración introductoria: 'Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes. Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José, mi Padre y Señor, Angel de mi Guarda interceded por mí...'.
Comenzábamos la oración en silencio y Montse se quedaba quieta, quieta, rezando, conteniéndose el dolor...
Su madre sin embargo, en cuanto llegaba y la miraba, se daba cuenta enseguida de todo lo que había pasado...
He dicho que nos compenetrábamos muy bien. Pienso que por dos motivos. En primer lugar, porque como farmacéutica, yo comprendía muy bien el dolor. Y en segundo lugar, porque yo estaba en una situación algo parecida a la suya, y el que mejor entiende el sufrimiento de los demás es aquel que lo sufre en su propia carne... Sin embargo, al ver el estado en el que se encontraba, comparándolo con el mío, le decía:
-Montse, no compares...
-Sí, pero fíjate: tienes que andar así.
-Sí es verdad, no puedo moverme con facilidad, no puedo ir a esquiar, no puedo irme de excursión.... Pero ten en cuenta una cosa: a mí no me duele nada... ¡que si me doliera! Yo, en cuanto noto que me duele la cabeza, me tomo volando una aspirina (...).
Para que la gente se confesara, para que se acercaran a Dios sus amigas... hacía lo que fuera. Y además, lo hacía con mucha gracia, porque venían a verla y le preguntaban:
-Montse, ¿cómo estás?
Y ella contestaba, invariablemente:
-¡Bien!
-¿Puedo hacer algo por ti?
-No, mira, no... Bueno..., ¿quieres saber una cosa que me haría muy feliz, muy feliz, muy feliz...?
-Sí, sí, dime.
-Pues mira..., hay un Curso de Retiro..., si fueras..., me harías muy feliz, muy feliz, muy feliz..."
"Y luego, con aquella sonrisa que tenía, ¡tan alegre!, me contaba chistes y se reía y cantábamos las canciones que yo le estaba enseñando a tocar a la guitarra...
La verdad, no he comprendido nunca cómo se me ocurrió enseñarle, en aquellos momentos, cuando sabía perfectamente que se estaba muriendo, a tocar la guitarra... Luego he reflexionado sobre estas cosas y todavía no logro comprenderlas... aquella alegría con la que yo llegaba a aquella casa y aquella alegría con la que me marchaba... con lo horroroso que era todo, visto desde un prisma puramente humano... Entonces no le podía contar a nadie estas cosas porque nadie comprendía, nadie, que pudiera haber un ambiente de tanta alegría..."
Seis acordes
"Le costaba comer cada vez más -recuerda María Gambús- y la animábamos pidiéndole que ofreciera cada cucharada por el Señor. '¿Verdad, Monsina, que lo probarás? -le dijo su madre en una ocasión-, por lo que tú ya sabes...'. Montse le contestó que sí, y tomó un poco de sopa, y algo más. Pero de repente lo devolvió todo, dando la sensación de que pasaba muy mal rato. Entonces levantó los ojos al cielo, y dijo: '¿por qué ahora, Señor?', como diciendo: 'si te lo ofrecía a Ti...'"
"Luego, cuando se reponía, pedía que cantáramos -sigue contando Rosa-. Y había una canción que le gustaba mucho:
Recuerdo aquella vez
que yo te conocí,
recuerdo aquella tarde
pero no recuerdo
ni cómo te vi...
Pero sí te diré,
que yo me enamoreeé...
Y cuando llegaba a aquello de: 'Alma para conquistarte, corazón para quererte...', me decía en voz bajita, para que la cantáramos 'a lo divino', como nos había enseñado el Padre:
-Rosa: mayúscula, mayúscula...
Y seguíamos cantando:
Alma para conquistar Te,
corazón para querer Te...
y Vida para vivirla
junto a Ti...
Y Vida para vivirla junto a Ti... Me dijo que le gustaría poder acompañar todas estas canciones con la guitarra. ¡Total, eran seis acordes...! Yo pensaba que no lo iba a conseguir, porque en la cama, ¡es muy difícil aprender a tocar la guitarra...! Sin embargo, a pesar de que yo no me lo creía, aprendió. Y a raíz de esto se metía mucho conmigo.
-¡He aprendido, eh..!, me decía.
-¡Claro!, le contestaba yo. ¡Como que me tienes a mí, que soy una magnífica profesora!
-¿Tuuú? ¡Si tú sólo te sabes seis acordes!
(Es verdad, sólo me sabía seis acordes...)
Era así, muy natural, muy espontánea. No tenía doblez. Nunca en la vida me dio un poco de... de coba, ¡nunca! No era nada melosa: no me decía: '¡Ay sí, Rosa! ¡Qué bien me has enseñado!'. No; no me decía nada para que yo me pusiese colorada y apabullada. Todo lo contrario: se metía conmigo: 'Pero Rosa, ¿no te sabes más? ¿Sólo te sabes esos seis acordes?'. Entonces yo hacía como que me enfadaba:
-Bueno, chica: serán sólo seis..., ¡pero te los he enseñado!
La verdad es que aprendió enseguida y fue una alumna muy aventajada. Pero yo tampoco se lo dije. Al revés, cuando se equivocaba en una nota, la regañaba: 'Chica, otra vez... pareces tonta...'
Y así, con estas tonterías, nos lo pasábamos tan bien.
Ahora lo pienso y me parece imposible aquello. No sé cómo pude pasar tantos momentos duros a su lado y ser las dos tan felices. Quizá es que a su lado aprendí, con el ejemplo de su vida, lo que nos enseñaba nuestro Fundador: que lo que verdaderamente hace desgraciada a una persona es el intento de quitar la Cruz de su vida y que encontrar la Cruz es encontrar a Cristo, el Amor... A su lado aprendí a querer..., ya sé que no es la palabra adecuada, pero no encuentro otra: pero yo aprendí a querer su enfermedad. Y la mía...
A ella le daba mucha pena no poderse levantar para ayudarme a andar... Me decía: 'Mira Rosa: todo el mundo te ayuda muy bien, estupendamente bien; todos lo hacen con cariño; pero a mí... ¡me hacía tanta ilusión ayudarte!'"
Entre canciones y risas
"No quería que perdiéramos el tiempo por su culpa -comenta María del Carmen- y cuando iba a su casa a acompañarla, como sabía que yo tenía que preparar muchas asignaturas, me hacía que estudiara (...). Ella no perdía el tiempo; y deseaba aprovecharlo lo mejor posible para hacer apostolado (...).
Durante ese mes de enero venía sólo de vez en cuando a Llar. Pero a veces estaba tan desfallecida que no tenía fuerzas ni para vestirse: pero quería que la lleváramos a Llar. Le poníamos encima de la ropa de cama un abrigo largo, buscábamos un taxi, la subíamos y la acomodábamos en la cama turca de la sala de estar; y allí empezaba a hablar con sus amigas y hablarles de Dios".
Era un apostolado vibrante, juvenil y profundamente alegre: "Lo primero que hacía -recuerda Ana María Suriol- era ponerse a cantar acompañando su canto con una guitarra (...). Lo hacía para evitar que habláramos de ella y nos concentráramos en su persona. Procuraba, en una palabra, disimular como fuera sus dolores y enfermedad".
Otras tardes no se encontraba con fuerzas para moverse de casa, y aprovechaba la ocasión para hablar de Dios con las amigas que venían a verla. Pero en primer lugar estaba, como enseñaba el Fundador del Opus Dei, la oración y la mortificación por ellas. "Desde la cama -recuerda don Manuel Vall, el sacerdote que la atendía espiritualmente- hizo mucho apostolado con su oración".
Estaba, a pesar de los dolores, feliz. Aunque algunas mañanas, cuando abrían la ventana y llegaba hasta sus oídos el ruido cercano de la calle París, mientras la habitación quedaba bañada en luz, no pudiera evitar que le llegara al alma, sin quererlo, un cierto regusto de tristeza. Afuera, la vida parecía vibrar, pujante, con toda su fuerza, mientras que ella la iba perdiendo poco a poco... En esos breves instantes sentía todo lo que dejaba atrás.
"Había una canción que le gustaba mucho -sigue contando Rosa- y que cantaba como siempre a voz en grito, con todos los bríos de su juventud:
En la lejana montaña
va cabalgando un jinete
que ya ha perdido la viiiida
y va deeeeeeeeeeeeeeeee...seando la muerte.
Yo pienso que durante ese tiempo de su enfermedad ella aceptaba con toda su alma la muerte, pero no la deseaba. Quería vivir, deseaba vivir con todas sus fuerzas. Más tarde no; en los últimos meses ardía en deseos de encontrarse con Dios, y hablaba de la muerte como un abrazo con el Amor. Lo único que le daba repelús era el ataúd...
Cada vez soñaba más en el Cielo... Yo la animaba a vivir, y siempre que venía una nueva medicina, como aquellas inyecciones de un antibiótico japonés, le decía:
-Mira, Montse: aquí pone que en Estados Unidos ha dado unos resultados espectaculares... Verás qué buena es esta medicina. Esta sí, ésta sí que..."
"Yo por mi parte nunca vi -comenta la madre de Montse- que pusiera la menor atención a la medicación que tenía que tomar. Cada mañana, le distribuía las medicinas y nunca me dijo: 'Mamá, mamá, acuérdate de darme tal pastilla, que se nos ha pasado la hora...'. ¡Nada! Se las tomaba siempre como una autómata, con la mayor indiferencia... Y jamás me pidió: 'Mamá, vamos a hacer una novena para que me cure'. ¡Qué va! Ni se lamentó por su situación; eso, nunca, nunca, nunca".
"Es verdad -asiente su padre-. Las únicas pastillas que le costaron especialmente fueron las rusas, porque le producían unos vómitos terribles... pero se las acabó tomando".
"Un día -cuenta Rosa-, cuando llegué a su casa, me dijo:
-Hoy he estado pensando mucho...
-¿Sí? ¿Sobre qué?
-Estaba pensando que... le voy a decir al Señor que tú también te mueras.
-¡Ah, caramba...! ¿Pero qué dices?, le contesté yo, muy enfadada.
-Es que... pensaba que ya estarás cansada de andar así, y que te gustaría irte pronto junto al Señor...
Me dio un disgusto tremendo. Le dije que ella estaba preparadísima para irse al Cielo, pero que yo no lo estaba; y luego, de broma le comenté:
-Además, imagínate que en vez de irme al Cielo como tú... ¡me envían a otro sitio, al limbo, por ejemplo!
Se rió. Pero a partir de aquel momento la comprendí más y entendí mejor su dolor; me di cuenta de lo mucho que amaba yo la vida y de lo maravilloso que es vivir; porque la verdad, yo no tenía -ni tengo- ninguna gana de morirme... Y le dije, además, que no volvería a su casa hasta que dejara de rezar por aquello... Entonces me contestó que no me preocupara, que dejaría de rezar. Porque eso sí, era muy sincera: cuando decía una cosa, la cumplía...
De todas formas yo estaba intrigada: ¿deseaba morirse o no? Sólo una vez hablamos sobre eso. Sólo una. Fue tiempo después, cuando le dije:
-¡Pero Montse, ¿cómo se te ha ocurrido rezar por eso, cuando yo no tengo ninguna gana de morirme?! ¿Es que tú no tienes deseos de vivir?
Entonces me comentó, con toda sencillez:
-Mira Rosa: si sale una medicina nueva, me la tomaré; si me tienen que cortar la pierna, me la cortarán. Y si el Señor quiere que me muera..., me moriré. Yo lucho porque quiero vivir, porque soy del Opus Dei, porque quiero servir al Señor, porque quiero evitarle ese sufrimiento a mis padres. Quiero y amo la vida... Pero si Dios quiere que me muera, me moriré... porque también puedo ayudar desde el Cielo.
Y no hablamos más de eso".