Una sorpresa inesperada
"Durante aquellos primeros días de noviembre -recuerda Manolita- vino a Barcelona Encarnita Ortega, que era entonces la Secretaria Central de las mujeres del Opus Dei. Tuvieron una tertulia en Llar, en la que les contó diversas noticias de Roma y de la labor apostólica en todo el mundo". Y Encarnita Ortega recuerda: "También les conté alguna cosa referente a la enfermedad y muerte de tía Carmen".
La tertulia se alargó y al finalizar Montse le comentó a Encarnita: "tendré que coger un taxi; si no, no llego a clase".
Encarnita, le contestó con una expresión que evocaba el Fundador en situaciones parecidas:
-"Montse: cuando perdiz, perdiz".
-"¿A qué clase vas?", le preguntó Encarnita.
-"A Encuadernación".
-"¿Ah, sí? ¿Y por qué no haces algo para el Padre y me lo llevo mañana?"
-"¡Estupendo! -dijo Montse-. Pero la clase sólo dura dos horas y a lo mejor no se seca bien del todo..."
"Entonces -cuenta Carmen Salgado- quedaron que encuadernaría un 'Camino' en pergamino. Y por la noche, al salir de clase, subió Montse con el libro encuadernado, algo preocupada porque no le había salido como ella quería: siendo para el Padre..."
"Una de las cosas que a mí me parece que mejor vivió -comenta don Manuel Vall, el sacerdote que la atendía espiritualmente, al recordar estos detalles- fue su espíritu de filiación al Padre. Le tenía muy presente en su oración, y tenía gran ilusión por saber cosas suyas y conocerle".
"Yo estuve también con Encarnita -cuenta Manolita- y le comenté que a Montse le haría mucha ilusión conocer al Padre... pero que si no iba a Roma enseguida, ya no podría ir. Encarnita me prometió ocuparse de esto nada más llegar a Roma; y así lo hizo, porque nos mandaron aviso enseguida de que se podía poner en camino. ¡Qué alegría tuvo Montse cuando se lo dijimos!. Lo que yo no sabía entonces -me he enterado muchos años después- es que el Padre ya la estaba esperando, porque el verano anterior le habían comentado la posibilidad de que fuera a Londres y había dicho:
-No os preocupéis. En Roma la veré".
"Hemos tenido una sorpresa agradabilísima -se lee en el Diario de Llar el día 10 de noviembre-. Tuvimos carta de Roma, de Encarnita, diciendo que Montse Grases saliera cuanto antes para allí. El Padre la esperaba. En cuanto Encarnita se lo dijo, su respuesta creo que fue: 'que venga cuanto antes, tengo ganas de conocerla y darle mi bendición'.
Fue una sorpresa mayor todavía para Montse, pues no sabía ni poco ni mucho que lo estábamos hablando hacía días. Como tenía el pasaporte en regla, por si acaso, fue todo rapidísimo. En cuanto lo supieron, su padre rápidamente se puso a gestionarlo: le hicieron el visado el mismo día, y tiene ya billete para mañana en el avión que sale a las 3 1/4. (...) Ella no acaba de hacerse a la idea. Sólo repite: 'pero si me parece un sueño'".
¡Roma! ¡Estar cerca del Papa! ¡Conocer al Padre, al Fundador del Opus Dei! ¡Así, en unas horas! Nunca se había atrevido ni a soñarlo. ¡Y ahora lo tenía ahí, al alcance de la mano! No acababa de creérselo. ¡Quién se lo iba a decir pocas semanas antes: ella, en Roma!
Prepararon a toda prisa la maleta y metió entre la ropa un nuevo ejemplar de "Camino" que había encuadernado -esta vez, sin prisas- para regalárselo al Padre. Ahora se lo podía llevar personalmente. De todas formas, no acababa de salir de dudas. ¿Qué debería llevar? Llamó a Llar y le dieron algunas ideas.
Pero claro, ¡no todos los días se plantea uno un viaje internacional! Surgieron más dudas. Volvió a llamar:
-"¿Qué más me llevo? Porque daos cuenta de que voy a ver al Padre; me llevaré los zapatos de tacón, aunque ya casi no me los puedo poner, pero ese día sí que me los pongo".
La asesoraron de nuevo; y acabó metiendo en la maleta, bien doblado, un vestido nuevo que Teresa Castellá, la modista, había hecho a su madre, para que lo estrenara ella en esa ocasión; se llevaba además, un jersey que su madre le había hecho la noche anterior, quedándose hasta las tantas, para que se lo pudiese llevar. Y además... Sí; ya estaba todo... sin embargo, nunca se sabe... ¿faltaría algo? Lo mejor era preguntar a las "expertas". Volvió a llamar a Llar.
"Llamó unas dos o tres veces más -escribe Lía en el Diario- para preguntar tres o cuatro cosas sin ninguna importancia, pero la comprendimos muy bien".
"Montse -explica su madre- hizo el viaje sola por dos motivos: uno de ellos -el principal- era que pensamos que al ir sola tendría más oportunidad de hacer vida en familia en algún Centro del Opus Dei; mientras que si iba yo, parecía que lo normal era que estuviese conmigo. Y como estaba segura de que a ella le haría mucha ilusión convivir en aquel ambiente, aunque sólo fueran unos días, pensamos que lo mejor era hacerlo así. Otro motivo era el económico, aunque eso quedaba en segundo lugar".
"¡Con qué alegría se fue a Roma! -recuerda Rosa-. Iba cojeando. La acompañaron sus padres y Lía. Y ella, la pobre, se fue con la maletita, y cuando se iba a subir en el avión se dio la vuelta y saludó, sonriendo... con aquella ilusión!"
Una tormenta aparatosa
"En ese viaje -cuenta su madre- sucedió algo con lo que yo no contaba en absoluto. Fue algo incomprensible: yo pienso que fue una prueba más que Dios permitió en su vida. El caso es que, a pesar de las gestiones que hizo Manuel con uno de los oficiales de vuelo para que se ocuparan de ella, no sólo no la atendieron en absoluto, sino que, aunque Montse pidió quedarse en el aparato, la obligaron a bajar del avión en las dos escalas que hizo, en Niza y en Milán...
Es más: en una de esas escalas, después de hacerla bajar y caminar hasta el aeropuerto en aquella situación tan lastimosa en la que estaba, le pidieron el pasaporte de nuevo; y tuvo que volverse, cojeando, empapada bajo la lluvia, hasta el avión a buscarlo... y luego volver de nuevo.
El viaje fue muy malo, porque en el trayecto de Milán a Roma, en el que el avión iba prácticamente vacío, se encontraron con una tormenta muy aparatosa. Una de las pasajeras se puso histérica y empezó a chillar. Y las azafatas, por lo que me contó a la vuelta, se despreocuparon de los pasajeros: siguieron en su cabina y no salieron para nada.
-¿Y tú, qué hacías, Montse?, le pregunté.
-Yo pensaba que estaba encima de Roma y que quizá no iba a ver al Padre..."
Ese pensamiento no era fruto del pesimismo. Montse rezumaba optimismo y alegría de vivir. Pero había visto, a lo largo de su vida, cómo se le habían ido derrumbando, una tras otra, todas sus ilusiones humanas. "¿Te das cuenta? -le contaba a su madre-. Todas las cosas que me han hecho ilusión en esta vida las he tenido que dejar: cuando más contenta estaba en el Jesús-María me cambiasteis; luego me tuve que marchar también del colegio de las Damas Negras; y más tarde tuve que dejar el baloncesto, por lo del divertículo; y ahora que soy del Opus Dei..."
Ahora que era del Opus Dei sólo le quedaban pocos meses de vida y la ilusión de conocer en persona al Fundador de aquella Obra, en la que había entregado su vida a Dios en servicio de la Iglesia... ¿Iría a pedirle Dios también eso? Ya estaba preparada...
Martes, 11 de noviembre. Roma
No; Dios no le pidió eso. Y aquellos días en Roma fueron, sin duda alguna, a pesar del dolor físico, los más felices de su vida.
Para que lo fueran, el Fundador había dado una serie de indicaciones muy concretas y precisas. Martha Sepúlveda, una chica mexicana que vivía en Villa Sacchetti, recuerda que indicó que le enseñaran con todo detalle la Sede central y los Oratorios; que en el comedor procurasen sentarse con ella chicas de diversas nacionalidades, para que le contaran anécdotas de la labor del Opus Dei en sus respectivos países; que en la tertulia le cantaran canciones mexicanas, porque sabía que le gustaban mucho; y aunque tenía por costumbre en aquella época hacerse pocas fotografías con los que le visitaban, con Montse quería hacer una excepción. Quería -recuerda Martha- que le hiciéramos pasar esos días lo mejor posible", adelantándose a hacer lo que le pudiera gustar. Les dijo que 'le deberían adivinar el pensamiento'.
"Fuimos a recibirla al aeropuerto de Ciampino Icíar Zumalde, Milena Brecciaroli y yo -recuerda Pepa Castelló- en medio de un fuerte temporal. Y recuerdo que, en el preciso instante en el que aterrizaba el avión, cayó un rayo y dejó a oscuras todo el aeropuerto durante unos momentos..."
También acudió a recibirla Encarnita Ortega. Recuerda que "Montse llegó algo mareada y nos sentamos para que se recuperara. Unos periodistas se acercaron a preguntarnos si era una artista de cine. Sin duda les llamó la atención el recibimiento alegre que le hicimos y su buena presencia".
"Nada más llegar -prosigue Pepa-, mientras Icíar recogía las maletas, Montse me contó que había pasado mucho miedo durante el viaje a causa de la tormenta y que había hecho muchos actos de contrición, porque pensaba que se iba a morir de un momento a otro... Luego comenzó a enseñarme todas las fotografías de su familia que traía para enseñárselas al Padre. Al poco rato llegó Icíar y se la presenté.
-¡Ah! ¡Esta es Icíar!, me dijo divertida. Y nos reímos las dos, porque nos acordábamos de que, cuando no se decidía a pedir la admisión en el Opus Dei, porque pensaba que todavía era muy joven, yo le contaba que Icíar, que era por entonces la directora de Villa Sacchetti, se había decidido también muy joven, más o menos a su misma edad.
Desde el aeropuerto nos fuimos a Villa Sacchetti, donde dejamos a Icíar, y de allí nos fuimos a Villa delle Palme, donde residió los pocos días que pasó en Roma. Nos estaban esperando algunas de las que vivían allí. Habían dispuesto una habitación especialmente preparada para ella: era una salita de estar que habían transformado en dormitorio, de forma que no tuviese que subir ninguna escalera. La habitación estaba muy cerca del Oratorio y tenía un baño al lado.
La ayudé a instalarse y me fue enseñando todo lo que traía: las fotografías, los vestidos y los jerseys que le había arreglado su madre, cambiándoles de forma para que parecieran nuevos".
Miércoles, 12 de noviembre
Aquel miércoles le aconsejaron que descansara un poco y se repusiese tras un viaje tan penoso. Encarnita Ortega se desplazó a primera hora de la tarde hasta Villa delle Palme para estar con ella. Después de charlar un rato fueron hasta el Vaticano: a pesar del cansancio no querían que pasara su primer día romano sin ir hasta la Basílica de San Pedro, cumpliendo la ilusión de cualquier peregrino que llega hasta el corazón de la cristiandad. Montse -recuerda Encarnita- manifestó con su expresividad habitual cómo le asombraban las dimensiones de la Basílica, la belleza artística y el gran valor que tiene para los católicos. Rezamos el Credo. Hicimos el recorrido habitual que suele hacerse. Recuerdo que ante la imagen de San Pedro le pedimos el 'gancho' que él había tenido para convertir a tres mil en su primer sermón". Fue una visita breve, pero intensa, en la que rezó especialmente por la Iglesia y por el Papa. A la vuelta, Montse estaba exultante.