2 de octubre de 1958

"Sólo un día la vi apenada -sigue recordando su madre-. Fue aquel 2 de octubre, en el que se celebraba el treinta aniversario de la Fundación del Opus Dei. Montse fue a Llar para celebrar la fiesta y aquel día precisamente le arreció el dolor. Durante la tertulia, tras la meditación, empezó a sentirse mal. Y como se dio cuenta de que podía estropearles la fiesta, se marchó discretamente, sin alertar a nadie..."

"Temí no poder llegar a casa -le contó a Lía al día siguiente- y quise coger un taxi; pero no lo hice por pobreza".

"Al llegar a casa -recuerda su madre- entró con cara sonriente y parecía muy animada. Sabía que nos íbamos al cine y hacía todo lo posible para que no nos diéramos cuenta:

-Supongo -me dijo- que habrás adelantado la cena para poderte ir pronto al cine con papá.

Pero cuando fue a poner la mesa, como todos los días, no pudo más y tuvo que sentarse en una silla. Le pidió a su hermana Pilar que la pusiera ella; y a Pilar le faltó tiempo para venir a contármelo a mí. La encontré postrada en su habitación...

Tuvimos una conversación que me veo incapaz de expresar... Insistía en que nos fuéramos al cine, que no le pasaba nada, que estaba perfectamente... hasta que se le saltaron las lágrimas de dolor. No fuimos al cine, por supuesto; pero vivimos la fiesta con mucha presencia de Dios".

A los pocos días comenzaron las clases en l'Escola. "A pesar del poco tiempo que estuvo allí -comenta su madre- me consta que dejó huella, aunque el trato que tuviese con algunas de sus compañeras fuese muy superficial. Y eso le sucedió con muchas personas que vislumbraban en ella un 'algo'. Recuerdo que una profesora de la Academia Guiteras, que trataba con muchas otras chicas, me comentaba que sólo conocía a Montse de cruzarse con ella por la calle; y que siempre que la veía (...) pensaba:

-No sé qué tiene esta chica, pero tiene un 'algo'..."

Mientras tanto, en Barcelona las amigas de Montse se iban enterando, a la vuelta del verano, con reacciones diversas, de la gravedad de su enfermedad. La mayoría lo aceptaba sobrenaturalmente, aunque no faltaban las que tenían una reacción más a lo humano: "Con lo simpática que es, que le haya pasado esto", se lamentaba una a Rosa Pantaleoni. "Y otra me llegó a decir -recuerda Rosa-: '¡Cuando hay chicas que son un muerto y que le haya tenido que pasar esto precisamente a Montse Grases!'. Yo le contesté: '¡chica, qué falta de caridad!', y le expliqué que Dios se lleva a las almas en su mejor momento, cuando están maduras para el Cielo".

Muerte de Pío XII

Durante esos días se había difundido por todo el mundo una noticia preocupante: el Papa estaba gravemente enfermo. Muchos católicos pensaron en el famoso dicho vaticano: "los Papas sólo tienen una enfermedad: aquélla de la que se mueren", y comenzaron a rezar. El Fundador del Opus Dei pidió a sus hijos que oraran y se mortificaran especialmente por esta intención.

Se confirmó el dicho. Pocos días más tarde, en la madrugada del 9 de octubre, fallecía Pío XII. "Este Papa es un santo", comentó Montse al conocer la noticia. En Roma, se celebraron con toda solemnidad las exequias por el Pontífice difunto, y las muchedumbres de la Ciudad Eterna se agolparon en torno al cortejo que recorrió la urbe para dar su último adiós a aquel Papa romano, nacido en Roma y de figura elegante y aristocrática.

Siguió una novena de duelo por el Papa y, en los días que precedieron a la elección del nuevo Pontífice, el Fundador del Opus Dei siguió pidiendo a los miembros de la Obra oraciones, mortificaciones y un trabajo bien hecho, ofrecido por aquella intención. Un trabajo "acabado, perfecto, con amor a las cosas pequeñas". "Sabéis, hijos míos -les decía-, el amor que tenemos al Papa. Después de Jesús y de María, el Papa, quienquiera que sea. Al Pontífice Romano que va a venir, ya le queremos. Estamos decididos a servirle con toda el alma. Vamos a quererle antes de que venga, como buenos hijos".

Durante las semanas siguientes la atención mundial se concentró en el Vaticano. Los Grases, como millones de familias cristianas de todo el orbe católico, seguían, con el oído atento al receptor de radio, todas las ceremonias en honor del pontífice difunto. Tras las exequias empezaron a llegar a Roma los cardenales para el Cónclave: el famoso cardenal Spellman, de Nueva York; Tien-Chen-Sin, de Pekín; el joven cardenal de Varsovia Wyszynski... Hubo dos cardenales de la Iglesia del silencio que no pudieron asistir: Mindszenty, primado de Hungría, y Stepinac, arzobispo de Zagreb. Y empezaron -era inevitable- a circular en la prensa las listas de "papabili": Ottaviani, Lercaro, Siri... También se barajaban otros, mucho más improbables, como Agagianian, Tisserant, Roncalli...

Juan XXIII

Pasaron las semanas, y el 28 de octubre, a las cinco y siete minutos de la tarde, tras cinco fumatas negras, la fumata blanca que emergió de la chimenea de la Capilla Sixtina anunció al mundo, por fin, la noticia esperada: ¡un nuevo Papa! Había anochecido ya cuando el cardenal Canali pronunció, con voz quebrada, las solemnes palabras del ritual:

-"Anuntio vobis gaudium magnum..."

La multitud esperaba en la plaza de San Pedro en medio de un silencio expectante.

-"...Habemus papam!"

Resonó en torno a la columnata de Bernini un inmenso aplauso, que se cortó en seco para escuchar el nombre del nuevo sucesor de Pedro.

-"...Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum Cardinalem Angelum Josephum Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem Roncalli, qui sibi nomen imposuit Johannes XXIII..."

"Montse Grases sigue desmejorando día por día -le escribía Lía Vila al Fundador del Opus Dei-, pero está muy contenta. Las chicas que la ven y la tratan, están impresionadas; sólo le pido al Señor ahora que sepamos ayudarla y empujarla rápidamente hacia la santidad, para que al dormirse aquí, sea su despertar en el Cielo".

Una homilía en la Parroquia

Eran tiempos de alegría y de oración por el nuevo Pontífice en toda la Iglesia. En los periódicos se daban las primeras noticias sobre la personalidad de Juan XXIII, con su gran humanidad y su semblante afable y sonriente; en las tertulias familiares se glosaba su figura, y era tema preferente de las homilías de las parroquias. Aunque no en todas... En aquel mes de noviembre algunos sacerdotes preferían no olvidar los temas acordes con las festividades recientes, como la fiesta de Todos los Santos y el día de los fieles difuntos.

"No se me olvidará nunca aquel 9 de noviembre... -cuenta Manolita-. Aquel domingo, por una serie de circunstancias, no fuimos a Misa a nuestra Parroquia, como teníamos por costumbre, sino a la Misa de diez de la Parroquia de Nuria. Y el sacerdote empezó el sermón hablando sobre la muerte: de la rigidez del cadáver, del ataúd, de la sepultura, etc. Nos puso un ejemplo para que nos hiciésemos a la idea de que eso no tenía que sobrecogernos. 'Supongamos -dijo- que uno de vosotros está enfermo, que tiene un tumor en la pierna: un tumor canceroso que le proporciona mucho sufrimiento y que, como es natural, acabará con su vida. El médico ordena amputar la pierna, y eso hace que la persona se vea liberada de aquel miembro que es causa de sus sufrimientos. ¿No creéis que ha de ver sonriente cómo entierran aquella parte de su cuerpo que era para ella sólo ocasión de dolor? Pues así el alma mirará desde el Cielo cómo entierran su cuerpo, también causa para ella de dolor y pecado'.

Yo tenía la cara bañada en lágrimas... Pero Montse, que estaba sentada delante de nosotros con alguno de sus hermanos, se volvió hacia mí con una cara sonriente y divertida, y me hizo un gesto como diciendo: 'si éste supiera...'.

Fue de las pocas veces que me vio llorar... Porque es verdad: aquella enfermedad nos hizo llorar mucho, mucho... pero yo, para no entristecerla ni a ella ni a los demás, procuré estar alegre y no llorar nunca delante de ella. Y creo que con la ayuda de la Santísima Virgen lo conseguí".

Una conspiración de silencio

En situaciones como ésas no se sabe qué hacer. Es difícil "saber estar" con una persona que se va a morir pronto. Y con frecuencia se recurre a una "conspiración de silencio" sobre el tema en cuestión. Se habla en voz baja, hay gestos velados, se evitan alusiones... Balbina, la señora que ayudaba a Manolita en las tareas domésticas, una vez enterada de lo que pasaba, hacía cumplir en casa de los Grases esta "conspiración de silencio" a rajatabla. Aunque a Montse todo esto no sólo no le importaba, sino que le divertía. "Recuerdo que en una ocasión estaba lavando sus medias y las mías -cuenta su madre- y Montse me dijo: 'Mamá, Balbina estaba hace un rato apuradísima, porque ha entrado Ignacio contando que al padre de un compañero suyo le han operado ya tres veces de cáncer, y le ha dicho: ¡Cucha! ¡De eso no se habla aquí! -¡Cucha -le ha dicho Ignacio-, qué ocurrencia! -¡Que te calles!, le ha contestado... Ahora Balbina me quiere más, porque debe pensar: como ésta va a durar poco... Mira, éstas son tus medias y éstas son las mías, no las confundas'. Todo esto lo dijo de un tirón, mientras colgaba las medias del aro de la ducha..."

Esa despreocupación no era fruto de la inconsciencia. Montse no era una frívola: todo lo contrario. Sabía perfectamente que le quedaban "cuatro días"; lo había dicho ella misma. Y vivía con la misma serenidad que si le quedaran cuarenta: estudiaba, rezaba, ayudaba en casa, salía con sus amigas... O mejor dicho, precisamente porque sabía que le quedaban cuatro días, quería vivirlos fiel a su vocación, del modo como Dios esperaba que ella los viviera. Y todo, sin darle importancia: "Cualquier otra en mi lugar y con mis años y perteneciendo al Opus Dei haría lo mismo", le comentaba a su madre.

Sin darle importancia, pase; pero que no se quejase cuando se veía perfectamente en su rostro que le dolía... Eso, Encarna Ramos, una señora que había ayudado a su madre años atrás en algunas tareas de la casa, y conocía a Montse desde los siete años, no lo podía entender. La veía sufrir, y mucho. Y cuenta Encarna: "Frecuentemente me decía Montse cuando yo le ponderaba sus sufrimientos":

-"Para ir a Dios y con Dios no he sufrido todavía bastante. He de sufrir más".

Estas reacciones no sólo desconcertaban a Encarna. Jorge Suriol no salía tampoco de su asombro. Porque Montse seguía participando en los acontecimientos de la vida familiar como siempre. En esta fotografía se la ve con su madre, su abuela y la prima Angelines, a la salida de Misa del domingo.

Aparentemente, nada había cambiado... Muchos domingos por la tarde seguía yendo a casa de los Suriol y "se metía con todo el mundo -cuenta Jorge- siempre en plan de broma, y aquello me gustaba muchísimo. Y esa alegría me dejaba muy sorprendido. Lo mismo que su discreción... porque no escondía su enfermedad, pero no manifestaba lo que le estaba pasando. Y yo sabía, por mi familia, lo que tenía en su pierna... y realmente, me impresionaba ver que no lo manifestase.

A mí su ejemplo me ayudó mucho, en la medida en que yo me dejaba, claro, porque en aquel tiempo yo alimentaba un espíritu crítico muy fuerte en contra de la Obra, a causa de la imagen deformada que tenía de ella. Y no me paraba en barras: les decía en la cara, tanto a mi hermana como a Montse, todo lo que pensaba de su modo de actuar y les hacía todo tipo de bromas molestas sobre el Opus Dei, y sobre el apostolado que hacían...

Tuvieron que pasar algunos años hasta que en 1963 entendí el Opus Dei gracias a un encuentro que tuve con el Fundador, y Dios me diese la vocación. Pero en aquellos finales de los cincuenta, yo tenía una imagen muy negativa de la Obra. Con una sola excepción: Montse. Ella era la única que dulcificaba esa imagen...

Yo era un chico joven, preocupado sólo por esas cosas que te suelen interesar a esas edades, en la que te encuentras en la plenitud de las fuerzas físicas... y no acababa de valorar la profundidad de los sentimientos de Montse, ni los comprendía desde una perspectiva sobrenatural, porque yo no la tenía. Por eso, su comportamiento me dejaba completamente desconcertado. Cuando se iba de casa pensaba para mí: 'Chico, no lo entiendo: que tenga la pierna podrida, que lo sepa perfectamente y que siga actuando como siempre, sin ponerse triste... verdaderamente no lo entiendo'".

"Es verdad -concluye Rosa-, nunca estuvo triste. Siguió tan simpática como siempre y no perdió nunca su gran sentido del humor. Le sacaba punto a todo y tenía siempre la anécdota a flor de piel. A mí siempre me hacía reír..."

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