Junio de 1958. Tiempo de saber
En esta fotografía de junio de 1958 aparece toda la familia Grases al completo. Montse sonríe serenamente. Ha acabado el curso. Dentro de pocos días se irán a Seva como siempre, y hace pocos días -el 20 de junio- ha superado, ante un tribunal, el examen de su sexto curso de Piano... Han concluido ya los interminables ensayos sobre el teclado, interpretando piezas de Bach, de Beethoven o de su preferido, Chopin.
"Fue una de las últimas en examinarse -recuerda su madre- y todas las anteriores lo habían hecho muy mal. Cuando se sentó al piano y empezó, nada más sonar las primeras notas, dijo uno de los que componían el jurado:
-Ahora sí que vamos a oír una cosa buena.
Más tarde Montse me contaba que se había quedado sorprendida de cómo había tocado la pieza de Chopin que tenía como examen. Y al terminar, uno de los miembros del tribunal le comentó a la Directora de la Academia, aludiendo al modo en que la había interpretado:
-A esta chica parece como si se le acabase la vida..."
Sin posibilidad de error
"Le seguía doliendo la pierna -prosigue Manolita- y unos médicos nos decían una cosa y otros, otra; y nosotros lo único que sacábamos en claro es que ninguno encontraba la causa real de aquellos dolores; y seguíamos buscando un buen especialista. Hasta que un día, mi hermana Adela me recordó al Dr. Martín, médico especialista y amigo nuestro, que ya había visto a Montse anteriormente".
"Fuimos a ese especialista y la volvió a reconocer; y entonces se le ocurrió medir las dos piernas a la altura del muslo. Advirtió una pequeña diferencia en el movimiento del músculo y dijo que quería hacerle una serie de radiografías en casa de un radiólogo amigo suyo.
Fuimos al radiólogo. Lo recuerdo como si fuera ahora. Le iban haciendo las placas a medida que el doctor las pedía, en diversas posiciones. Tengo grabados los ratos que pasamos en aquella salita... y yo, al ver el rostro del médico, ya empezaba a vislumbrar algo...
El doctor Sáenz habló con el especialista y vino a casa para irme preparando... Me habló de una 'masa tumoral', y me dijo que habría que hacer análisis, etc...
-Pero en fin -me comentó-, doña Manolita, que no hay que pensar en una cosa terrible... Mala, sí.
-Mala, sí... ¿verdad, doctor Sáenz?
-Sí, mala sí, señora; pero se puede luchar, verá usted...
Aquello fue el final de mis dudas... Me quería coger como a un clavo ardiendo a todas aquellas vaguedades que me decía el bueno del doctor. Y vinieron más consultas...
El 17 de junio me llamó el doctor Martín; me dijo que acababa de estudiar todas las placas y los análisis del doctor Roca y que estuviera tranquila, que él también, al comparar la movilidad de ambas piernas, se había temido lo peor, pero que había visto un avance... Y me insistió en que no me preocupara, porque a los pocos días acabaría de diagnosticar el caso. Yo creo que me lo dijo de buena fe y que él entonces todavía lo creía así. Pero a los tres días...
Fue el 20 de junio, primer aniversario del fallecimiento de Carmen, la hermana del Fundador del Opus Dei.
Todo estaba muy claro. No había posibilidad de error: se confirmaban todas las sospechas... Fueron Manuel y mi cuñado, el médico, a la consulta. Nada más llegar, el médico le dijo:
-Tu hija tiene un cáncer (...). Le quedan pocos meses de vida.
Mi cuñado quería suavizarlo, dándose cuenta del golpe tan duro que representaba para Manuel; pero el especialista (...) le mostraba las páginas de un libro de Medicina.
-Mira, mira aquí: no hay ninguna posibilidad de equívoco. Es un cáncer de hueso sin curación posible...
Mi pobre cuñado pasó un mal rato (...), pero hay que hacerse cargo: en aquel momento hablaba el profesional (...), con el diagnóstico que había traído de cabeza a varios médicos durante seis meses. Y eso (...) le hizo perder de vista que estaba hablando con el propio padre de la enferma...
Pero era una gran persona y estoy segura que él también lo sentía; y mucho. Y Manuel, después de que el médico le hubiese cerrado todos los caminos, y le hubiese quitado cualquier esperanza de curación, se despidió diciéndole:
-Mira, a pesar de todo, no puedo perder la esperanza: por encima de todos los diagnósticos está la voluntad de Dios.
Al volver a casa no me dijo nada; yo tampoco se lo pregunté: le miré a los ojos y me di cuenta de todo.
Estaba Rafael en cama con unas anginas muy fuertes. Les hice creer a todos que estaba preocupada por Rafael, que tenía anginas, y les decía que temía que en vez de anginas tuviese difteria... Porque lloraba sin poderme contener.
Estaba claro. Era un sarcoma, aunque no se sabía todavía de qué tipo: eso se podría averiguar mediante una biopsia. Había opiniones en pro y en contra, porque unos médicos decían que uno de los peligros de esa enfermedad es que, al remover, se precipita el proceso, aunque de momento el enfermo experimente una mejoría -o mejor dicho, un alivio en sus dolores- debido a la descompresión que hacen...
Por otra parte cabía una posibilidad muy mínima de que no fuera... ¿Y si todo había sido un error? ¡Suceden tantas cosas!"
"Me vuelvo perezosa -le decía Montse a Lía-; tanto que protestaba antes porque me hacían quedarme en la cama, y ahora hay días que me da pereza levantarme; pero no es pereza, es modorra. Me noto cansada y no sé de qué. ¿Tú crees que esto es normal? Como no me despabiles, no sé donde voy a ir a parar. Me mimáis demasiado..."
Lía no sabía qué contestarle. Había que esperar al resultado de la biopsia. Quizá todo no fuera más que un error. Era increíble casi pensar que... No; seguro que todo no era más que una equivocación. Había que rezar...
"Al fin -cuenta Manuel Grases- después de sopesar los pros y los contras, decidieron hacerle la biopsia y la llevamos al Hospital de la Cruz Roja, donde la atendieron muy bien. Se ocupó de ella José Cañadell, que era un doctor joven, de unos treinta y cinco años, muy prestigioso, director por aquel entonces del Servicio de Cirugía Ortopédica de aquel Hospital. Trabajaba con él, como ayudante, un hijo del doctor Escayola, el médico que la había reconocido al principio. Recuerdo que Cañadell no quiso empezar hasta que no vino el analista, que estaba considerado como el mejor de Barcelona".
26 de Junio de 1958. En el Hospital de la Cruz Roja
"El 26 de junio -recuerda su madre-, la llevamos al Hospital de la Cruz Roja. Montse estaba un poco asustada mientras esperaba que la llevaran al quirófano: la atemorizaba encontrarse allí sola, con los médicos. Yo le expliqué lo que había experimentado en una ocasión en la que me tuvieron que intervenir.
-Mira, Montse. Entonces yo también me encontré muy sola, muy sola, hasta que me puse a rezar; y de repente tuve la gran seguridad de que Dios estaba a mi lado, dándome ánimos y fuerzas... Reza tú también.
Entró en el quirófano. El doctor quería hacerle una biopsia en la parte afectada del fémur izquierdo, y para eso tuvo que abrirle lateralmente el hueso unos diez centímetros, para facilitarle la circulación de la sangre y aliviarla. Yo me quedé fuera, pasillo arriba, pasillo abajo, esperando, rezando...
Manuel había entrado dentro, y estaba en el quirófano..."
"De acuerdo con el doctor Cañadell, yo me había puesto una bata blanca -explica Manuel Grases- y entré dentro como si fuera un médico. Sin embargo, en un determinado momento, entre análisis y análisis, no me pude contener y le di un beso en la frente a Montse, que estaba dormida sobre la mesa del quirófano, ante la sorpresa de las enfermeras, a las que dije enseguida que era su padre..."
"Cabía aún una pequeñísima probabilidad -prosigue Manolita-, y le pedíamos a Dios con todas nuestras fuerzas que no fuese aquello tan terrible...
Y cuando la trajeron de nuevo a la habitación, mientras se recuperaba de la anestesia, me iba repitiendo:
-Tenías razón, mamá; tenías razón.
Comprendí que Dios la había acompañado en aquellos momentos tan duros.
Llegaron los doctores. El doctor Roca de Viñals le había hecho un análisis de células y el diagnóstico estaba claro. Era un sarcoma de Ewing. Intentaron consolarnos. Nos dijeron que de todos los sarcomas, aquel era 'el más benigno', y que se podían intentar cosas, y etcéteras y más etcéteras...
Era muy duro, pero aceptamos con toda el alma la Voluntad de Dios.
Le dijimos a Montse que tenía un tumor. Pero lógicamente no le explicamos todavía la gravedad de su situación. Lo aceptó muy bien.
Era la vigilia de San Pedro. Recuerdo que estábamos las dos en la habitación del hospital, mientras se escuchaba desde la calle el jolgorio y las risas del barrio que celebraba la verbena.
Y al día siguiente algunas de Llar -con las que Montse debía de haberse ido- se marchaban a París..."
..........
Aquel mismo día, Manolita escribió al Fundador. Ya le había escrito anteriormente y le había que rezase por su hija, para que cumpliera siempre la voluntad de Dios:
"Es la segunda vez que escribo para pedirle que encomiende a mi hija Monserrat, y aunque el origen de la petición es bien diferente, la finalidad es la misma: Que el Señor le haga ver y aceptar Su voluntad, ya que en las mismas fechas que hubiera salido hacia París, a inaugurar una Residencia, le han practicado una biopsia, cuyo resultado ha sido cáncer.
Ruegue por ella, y por nosotros.
Manolita"
"Para mí -cuenta Rosa- la heroicidad de Montse consistió en aceptar con una sonrisa todo lo que Dios le iba enviando, con aquella paz, con aquella serenidad... Y esto no significa que las cosas le dieran igual. Cuando ella entraba 'en materia' en un asunto, cuando se ilusionaba con algo, ponía toda su alma, todo su corazón, toda su mente y toda su vida en aquello...
En este sentido, a medida que su enfermedad se fue agravando, la vi evolucionar, poco a poco. Dejó de ser impulsiva; fue cediendo aquella irreflexión juvenil; y aquellos prontos de mal genio fueron desapareciendo..."
Fueron desapareciendo, pero no por arte de birlibirloque; sino como fruto de una lucha diaria, tenaz y decidida; una lucha con altos y bajos, con sus más y sus menos. Una lucha positiva, de persona enamorada. "Hoy venceré con la Gracia de Dios -decía-; mañana se la pediré de nuevo".
Había comenzado -sin saberlo todavía- su camino hacia lo alto, hacia una montaña cuyo nombre aún ignoraba, hacia un Montseny desconocido, que le iba a mostrar -tras muchos sufrimientos- un paisaje maravilloso.
Estuvieron en el Hospital de la Cruz Roja durante tres días, del 26 al 29 de junio. Las que vivían o iban por Llar, aunque estaban de exámenes, fueron a verla. Una le contó que sus padres le ponían dificultades para vivir en un Centro del Opus Dei y le pidió que encomendase que el examen próximo le saliese bien: era un inconveniente menos que podrían ponerle.
A pesar de sus molestias, Montse no se olvidó del examen de su amiga: nada más llegar le preguntó por los resultados y la animó a rezar para que sus padres la dejaran marchar. Como siempre, confió en la oración: "Es cuestión de que lo encomendemos".
Sus padres disimularon la gravedad del diagnóstico, "tanto que cuando entré en la habitación -recuerda Lía- me dijo Montse: 'nada, Lía, ahora ya sabemos lo que tengo, un tumor, pero pronto me curaré'".
"A los tres días -cuenta Manolita- nos la llevamos del Hospital. Trasladarla desde su habitación al taxi fue muy penoso. Se la veía sufrir. Al llegar a casa se la instaló en la habitación del fondo del pasillo, la que da a la calle París, junto a la imagen de la Virgen de Montserrat".
"Una de esas tardes, a finales de junio, llegué a Llar -recuerda María del Carmen Delclaux- cuando estaban haciendo la oración en el oratorio. Me dio la impresión de que pasaba algo, y me pareció -al verle la cara- que alguna había estado llorando. Seguimos la oración en silencio y al acabar, Lía me llamó a dirección y me lo dijo claramente:
-Montse tiene un cáncer; y los médicos le han dado poco tiempo de vida.
Así me enteré, porque con ella no lo hablé nunca directamente".
Las que iban por Llar se fueron enterando poco a poco. "Hace unos días vivimos con la impresión de lo que nos han dicho de Montse Grases -se lee en el Diario de Llar-. Le han diagnosticado un cáncer en la pierna izquierda. No se le ha dicho nada todavía, pero parece que se le tendrá que decir pronto, pues la cosa va a pasos agigantados".
El sarcoma de Ewing
"Sí; esa expresión `a pasos agigantados' -comenta el doctor Cañadell-, además de expresiva, es bastante certera. Montse padecía lo que sospechábamos desde un primer momento: un sarcoma de Ewing, un tumor maligno, propio de gente joven -de edades comprendidas entre los cinco y los dieciocho años, más o menos-, sin duda el más maligno de los tumores óseos. En aquel tiempo desde que se conocían las primeras manifestaciones del mal hasta que sobrevenía la muerte la media de vida no sobrepasaba, habitualmente, del año y medio...
Entonces el único tratamiento que tenía una discreta utilidad era la radioterapia; porque era capaz de modificar la imagen del tumor; pero no porque fuera realmente curativa.
Se empezaba a hablar ya de la posibilidad de utilizar algún fármaco; pero era algo de carácter totalmente experimental. Y la cirugía no reportaba ningún beneficio. Así que el pronóstico no podía ser más infausto..."