Una nueva bendición de Dios

 

Dios había bendecido abundantemente a la familia Grases: les había dado ocho hijos y una posición económica relativamente acomodada. Quiso bendecirlos aún más y les concedió... una quiebra económica.

Sorprendente modo de bendecir, pensará el lector. Pero el cristiano sabe que cuando Dios permite el descalabro económico esa contradicción es, al igual que el dolor, un signo de predilección. Dios había permitido la ruina económica, como hemos visto, en el hogar del Fundador del Opus Dei, en el de Isidoro Zorzano, en el de María Ignacia...

La llegada de la ruina económica suele tener con frecuencia una característica: se presenta, desde un punto de vista humano, en el peor momento. Terminada la ampliación de los Productos "Pyre", Manuel Grases había promovido, años atrás, un almacén de maquinaria, que empezó a atravesar, a comienzos de los cincuenta, una situación difícil. "Todo fue fruto -explica Manuel Grases- de una competencia desleal en el negocio que nos dejó en muy poco tiempo, en una situación económica muy apurada. Y nos vino cuando teníamos un buen número de hijos, algunos ya bastante crecidos y había que pagar todos los colegios..."

Los pequeños Grases, sin comprender demasiado lo que sucedía, vieron como sus padres se esforzaban por vivir todas las obligaciones de justicia -y algunas que no eran tan de justicia, pero eran propias de un corazón cristiano- con los trabajadores que dependían de ellos, aunque el cumplimiento de esas obligaciones los dejara en las últimas... Fue una lección de honradez y rectitud que nunca olvidarían.

"A pesar de que nos quedamos en las últimas -recuerda Manuel- no quisimos quitar a los niños de los Colegios a los que iban, porque allí les daban, aparte de la formación humana y académica, una buena formación religiosa, y pensábamos que su educación era lo primero. Y comprobamos que Dios aprieta, pero no ahoga, porque en ambos colegios me dieron toda clase de facilidades. Y no se me olvidará nunca aquel día por la mañana...

Teníamos pendiente una deuda urgente y no sabíamos como resolverla. Habíamos puesto ya todos los medios: habíamos vendido el coche, y Manolita ya no podía contar con la ayuda de ninguna chica para las faenas de la casa. Tenía que enfrentarse, sola, con el cuidado de los ocho hijos... Y yo estaba acosado por las deudas. Era una situación terrible.

No sabíamos qué hacer... y aquel día, nos abandonamos en los brazos de Dios: 'Tú sabes Dios mío, que no sabemos como salir adelante, que tenemos ocho hijos...'. En ese preciso momento se presentó el cartero que nos traía un giro postal de 40.000 pesetas que nos mandaba un 'hereu de confiança' de unos parientes míos de Manresa que habían fallecido y de los que ni siquiera conocía su existencia. Eso nos ayudó a confiar siempre en Dios, pasara lo que pasase..."

Años felices

"Sin embargo, a pesar de esas dificultades económicas, yo guardo unos recuerdos muy felices de aquellos años -comenta el hermano mayor, Enrique-. Eramos una familia numerosa, muy alegre, muy divertida, pero muy ordenada. Nuestros padres nos insistían mucho en la virtud del orden, y en todo lo relativo al uso de nuestras cosas, o del cuidado de los libros, y el hecho de que no nos sobrara el dinero nos ayudó a hacernos más responsables y a que nuestros padres no tuvieran que estar siempre encima de nosotros, diciéndonos: `¿y ese balón qué pinta en el pasillo? ¿Y esos calcetines que hacen tirados por ahí?'

Esa virtud del orden significaba para nosotros, que éramos tantos hermanos, y en aquella situación económica, algo importantísimo.

Ahora, con la perspectiva de los años, veo con mayor claridad que el hecho de haber nacido en el seno de una familia numerosa es una experiencia muy grata y enriquecedora. Te acostumbras a compartir. No tienes 'tu' habitación: es siempre 'nuestra' habitación. Y sobre todo a los mayores, como a Montse y a mí, a los que nos confiaban los más pequeños, esa situación nos hacía madurar y nos obligaba a estar siempre pendientes de los demás.

De todos modos, las familias numerosas tienen un problema: siendo tantos es fácil disgregarse... por eso, nuestros padres nos enseñaron a estar unidos por encima de todo, a ver la familia como un proyecto común: cada uno en su sitio, pero con un proyecto común. Todos teníamos que aportar nuestro granito de arena para sacar la familia adelante, de tal forma que los problemas, al multiplicarse por ocho, no nos aplastaran como una losa.

Todo esto lo fuimos comprendiendo a medida que íbamos creciendo, y dándonos cuenta de lo justos que andábamos en lo económico y de cómo nuestros padres se sacrificaban por nosotros... Eso nos llevó a rendir más en los estudios, a no pedir caprichos y a conformarnos con lo que teníamos... Yo, por ejemplo, veía a mis compañeros de colegio siempre con dinero en el bolsillo para comprarse unos helados o cualquier chuchería, o para jugar al futbolín... Y yo sabía que si quería jugar al futbolín, que me apasionaba, lo tenía que recortar de las dos o tres pesetas que me daban para el tranvía.

Eso me enseñó mucho a valorar que el dinero es fruto del esfuerzo y a entender, desde muy pequeño, que aunque lo fácil sea pedir, no puede uno pedirlo todo... Comencé a apreciar las pocas cosas que tenía y a valorarlas mucho más. Hoy esto no se entiende; muchos padres piensan, equivocadamente, que hay que darle a los hijos todo lo que pidan, porque si no, 'se traumatizan'. Es todo lo contrario: para mí aquella experiencia fue ciertamente dura y con 'malos tragos' en mi relación con los compañeros del Colegio, pero en definitiva, muy enriquecedora.

En ese sentido, mi familia fue una escuela de austeridad. Yo siempre le he dado gracias a Dios por no haber ido alegremente por el mundo durante esos años, pensando que podía disfrutar de todo lo que me apeteciese...

También fue una escuela de vida cristiana, vivida con sencillez. Algunas tardes, al acabar los deberes, rezábamos el Rosario todos juntos. Lo solía dirigir uno de nosotros. Luego, nos íbamos a la cama, tras rezar aquella oración: 'Dios mío haznos buenos, a Montse, a Jorge, a...a...a...a...a... y a mí'.

Eramos una familia feliz; pero no éramos una 'familia perfecta': no existen las 'familias perfectas'. Había cosas del funcionamiento de la casa en la que, como es natural, -sobre todo 'los mayores', Montse y yo- no estábamos de acuerdo. Recuerdo que instituimos una especie de 'consejo familiar', muy divertido: tenía lugar los sábados. Nos reuníamos todos y charlábamos y opinábamos sobre la marcha de las cosas de la casa. Eran pequeñas cosas, sin importancia, pero que tan decisivas le parecen a uno cuando es pequeño: si nos dejaban hacer esto, o lo otro... Unas veces se conseguía lo que pedíamos... y otras no. Pero disfrutábamos de esa libertad y de esa confianza para charlar de todo con nuestros padres y para decirlo todo, en su momento adecuado.

Por ejemplo, a mis padres les hacía mucha ilusión que fuéramos a Misa todos juntos -los mayores y los pequeños- los domingos por la mañana. Y eso no era nada fácil de conseguir, porque teníamos que asearnos todos de prisa y corriendo en el único servicio que había -luego se puso otro- y antes de salir, mi padre nos ponía en fila y nos revisaba de arriba a abajo: nos miraba las rodillas, las uñas, las orejas... Y luego marchábamos por la calle, todos juntos, hacia la parroquia... ¿Y qué sucedía? -continúa, divertido, Enrique-. Pues que, como éramos tantos, llegábamos a la iglesia cuando toda la gente estaba sentada, y entonces nos poníamos a buscar un banco donde cupiéramos todos juntos, y claro, sin querer, dábamos el espectáculo... Esto de llevar todos los niños juntos a las personas mayores les suele gustar mucho, pero a los chicos -por lo menos, a Montse y a mí- no nos hacía tanta gracia... Intentamos cambiarlo, pero nada, no hubo manera ¡todos los domingos, todos por la acera, todos juntos a Misa!"

Mira mamá, mira lo que ha pasado...

En junio del 54 la pequeña Montse concluyó tercer curso de Bachiller. Aquel año afortunadamente no había literatura y las notas oscilaron entre los notables en Dibujo y en Hogar y los aprobados en Latín y Matemáticas. En la Academia Guiteras obtuvo de nuevo notable en el segundo curso de Piano y sobresaliente en el de Solfeo.

Mientras tanto, entre la memorización de los ríos de España -con los ojos del Guadiana incluidos- y la evocación gloriosa de las hazañas del Cid, entre los participios, los acusativos, los quebrados, los decimales, las poesías de Lope, y los autos sacramentales de Calderón de la Barca, fueron pasando los años. Casi sin darse cuenta, los pequeños Grases fueron creciendo. Enrique tenía catorce años; Montse, trece... Y un día cuando vino del Colegio, le preguntó a su madre:

-"Mira mamá, mira lo que me ha pasado: a la salida del Colegio nos hemos encontrado con unos chicos que nos han acompañado hasta aquí. ¿Qué te parece?"

-"¿Y a ti?", le preguntó Manolita.

-"Ay, no sé, no le veo el qué... Pero, ¿verdad que eso no es malo?"

-"No, Montse, de malo no tiene nada. Pero, ¿sabes qué pasa...? Que hoy han sido estos dos chicos, y mañana serán esos dos y otros dos más... y pasado...; y verdaderamente, Montse, a tu edad, es un poco pronto. Eres demasiado joven, ¿no te parece?"

Tenía trece años. La edad en la que muchos chicos y chicas comienzan a hacer pinitos, a tontear, y a cambiar la voz. La edad de las espinillas, de los suspiros, de los pitillos furtivos y del "¡yo ya soy mayor!" En definitiva: la "edad del pavo".

Montse resolvió aquel primer envite de la vida con la misma sencillez de siempre: fue, se lo contó a su madre, entendió y le hizo caso.

Pero una cosa es predicar y otra dar trigo... A los pocos días, otro chico la abordó nuevamente por la calle y Montse, poco experta en aquellos menesteres, no sabía qué hacer. El pelmazo seguía probando fortuna, preguntándole por unas amigas y por otras: "¿No conocerás tú a fulanita? ¿No te suena una tal menganita?"

Montse trataba de explicarse y cortar por lo sano, pero el otro seguía y seguía, tozudo.

Hasta que en un determinado momento, como no sabía cómo salir de aquel embrollo, se volvió hacia el chico y le dijo con mucho genio... lo primero que se le vino a la cabeza:

-"¡Mira! ¿Sabes lo que te digo...? ¡Que mi madre me ha dicho que soy muy pequeña!"

No era el mejor argumento, desde luego. Pero fue eficaz: "¡Lo dejó plantado! -recuerda Manolita-. Le dio la espalda y salió corriendo... Yo me río cada vez que lo recuerdo, y me confirma la inocencia de su alma, y aquella sencillez con la que lo abordaba todo..."

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