Por toda España

 

Encarnita Ortega

Mientras los Grases celebraban la llegada del primer hijo y soñaban con su futuro, en Madrid don Josemaría proseguía su labor apostólica y soñaba con realizar la expansión del Opus Dei por todo el mundo. Pero las circunstancias políticas eran cada vez más adversas: Hitler había invadido Polonia en el mes de septiembre del año anterior y Francia y Gran Bretaña habían declarado la guerra a Alemania. El mundo se precipitaba por el abismo de la Segunda Guerra Mundial. Habría que aplazar de nuevo los comienzos en París y en tantas ciudades del mundo.

El Fundador empezó, mientras tanto, a desplazarse por los cuatro puntos cardinales de la piel de toro. Estos viajes rebosaban amor de Dios, ilusión y dificultades materiales. En la actualidad, con el desarrollo de los medios de transporte, resulta difícil hacerse una idea de lo que significaban aquellos viajes desde el punto de vista material. A veces -retrasos incluidos- eran viajes de ocho y diez horas, hacia ciudades que distaban en muchas ocasiones cuatrocientos y quinientos kilómetros: horas de traqueteo incesante de tren, entre vaharadas de humo y carbonilla, en aquellos viejos y desvencijados vagones de bancos de madera; con otro viaje de vuelta el domingo por la noche para regresar a Madrid, donde don Josemaría proseguía trabajando, sin descansar, el lunes por la mañana...

En uno de esos viajes se acercó hasta Valencia para predicar unos ejercicios espirituales. Nada más llegar, la noticia corrió como la pólvora: ¡Había llegado el autor de "Camino" y se disponía a dirigir unos Ejercicios Espirituales para chicas jóvenes en Alacuás!

En Alacuás estaba la Casa de Ejercicios de las Operarias Doctrineras. Era un edificio sencillo, con una capilla grande para la Bendición mayor y otra más pequeña para el resto de los actos, un comedor con mesas alargadas y bancos de madera, y un pequeño jardín con naranjos. Acudieron tantas jóvenes -más de treinta- que se llenó la casa y un grupo tuvo que ir y volver todos los días hasta la ciudad. Entre esas jóvenes estaba Encarnita Ortega, una chica muy joven, rubia, con los ojos claros y el gesto decidido. Estaba allí -pensaba ella- aquel 30 de marzo de 1941, Domingo de Ramos, por pura casualidad. No sabía nada del Opus Dei; había leído "Camino" y su hermano le había hablado muy bien de aquel sacerdote: eso era todo.

"Había leído la primera edición de 'Camino', recientemente aparecida, pocos días antes -cuenta Encarnita-; y al enterarme de que el autor de aquel libro iba a dirigir la tanda de ejercicios, decidí hacerlos, para ver cómo hablaba aquella persona que escribía así (...).

Comenzaron los ejercicios. Entramos en la capilla. Poco después llegó nuestro Padre. Su recogimiento, lleno de naturalidad, su genuflexión ante el Sagrario y el modo de desentrañarnos la oración preparatoria de la meditación, animándonos a ser conscientes de que el Señor estaba allí, y nos miraba y nos escuchaba, me hicieron olvidar inmediatamente mi deseo de escuchar a un gran orador, y se cambiaron por la necesidad de escuchar a Dios y de ser generosa con El. Vencí la pereza y, por buena educación, fui a saludar al Padre (...).

Después de un brevísimo preámbulo, con un gran asombro por mi parte ya que no conocía su existencia, el Padre, como en hipótesis, me explicó en síntesis la Obra: buscar la santidad en el trabajo ordinario, sin salirse de su sitio; estar en el mundo sin ser del mundo; vivir vida contemplativa sin ser religiosos, convirtiendo -sin hacer cosas raras- la calle en celda... Me habló de la filiación divina como nota que perfilaba la fisonomía de las personas que trabajaban así y su gran importancia; de inquietud apostólica; de virtudes humanas: sinceridad, laboriosidad, valentía...

No sabía que existiese el Opus Dei, pero en aquel momento lo vi perfectamente estructurado y me asustó mucho que Dios me pudiera pedir lanzarme a los comienzos de algo que me parecía maravilloso, que me iba perfectamente, pero que lo exigía todo. Hice el propósito de no volver nunca a encontrarme, frente a frente, con el Padre. A pesar de esa decisión, no podía dormir ni casi comer. Veía que Dios necesitaba mujeres valientes para hacer su Obra en la tierra; y, no sabía por qué, yo me había enterado a través de su Fundador... Aquella idea la tenía viva, constantemente.

En cada meditación, como para poner distancia a la llamada de Dios, me ponía en una fila más atrás de sillas -en la capilla había sillas, no bancos-, pero las palabras del Padre sobre los novísimos, la vida oculta y pública de Jesús, la elección de los primeros doce... eran un despertador continuo.

Llegó el último día y la última meditación de aquella jornada. Sólo faltaba, a la mañana siguiente, la plática sobre perseverancia y la Santa Misa. Agudicé mis preocupaciones y me puse en la última fila y en el centro: así me encontraba más defendida.

Entró el Padre en la capilla. Repitió la oración preparatoria, que siempre me impresionaba tanto, y comenzó a hablar sobre la Pasión del Señor. Desde el Cenáculo, donde nos había dado la gran prueba de Amor de la institución de la Eucaristía, nos llevó hasta el Huerto de los Olivos. Allí, después de dejar a la entrada a casi todos los apóstoles, acompañado de tres, a quienes pidió que orasen y vigilasen, se postró en oración. El Padre nos hizo sentir el sufrimiento de Jesús: visión de todos los pecados de los hombres; ingratitud; angustia física ante el pensamiento de la Pasión; soledad... El Señor fue a buscar un poco de consuelo en aquellos tres discípulos que había llevado con El y ¡los encontró dormidos! Renovada su oración, era tal su angustia, que ¡sudó sangre!... Con gran viveza nos presentó este momento. Y, a continuación, nos dijo: Todo eso lo ha sufrido por ti. Tú, al menos, ya que no quieres hacer lo que te está pidiendo, ten la valentía de mirar al Sagrario y decirle: eso que me estás pidiendo ¡no me da la gana!

Seguidamente, nos explicó la flagelación con tanta fuerza que parecíamos testigos oculares. Y la coronación de espinas. Y la cruz a cuestas. Y cada uno de los sufrimientos de la Pasión... Después de cada uno de ellos, volvía a repetir: todo eso lo ha sufrido por ti. Sé valiente, al menos, y dile que eso que está pidiendo ¡no te da la gana!

Al terminar la meditación, cuando intenté formular un propósito, alguien me tocó en el hombro y me dijo: te llama don Josemaría.

Al entrar en la misma salita de la otra vez, todo me pareció distinto. Sólo quería decir una cosa: que estaba dispuesta a todo.

El Padre, entonces, empezó a ponerme dificultades: la vida iba a ser dura; la pobreza, grande; había que tener una disponibilidad total hasta para irse lejos; tal vez habría que aprender japonés y marchar allá... Nada importaba ya: me había arrancado una decisión plena que, apoyada en la gracia de Dios, salvaría las dificultades".

Comienzos en Barcelona

La decisión de entrega de Encarnita no fue un caso aislado. Al día siguiente, le presentaron al Fundador a Enrica, hermana de Francisco Botella, aquel joven valenciano miembro del Opus Dei con el que había atravesado los Pirineos, y que le había acompañado después, junto con Pedro Casciaro, durante su estancia en Burgos. Enrica había pedido en el mes de abril la admisión en el Opus Dei. Un mes más tarde lo hizo Nisa González Guzmán. Y así, en los años siguientes, Dios iría enviando a la Obra sucesivas vocaciones de mujeres jóvenes: Guadalupe Ortiz de Landázuri, María Teresa Echeverría, Carmen Gutiérrez Ríos, Victoria López Amo, Raquel Botella y una catalana, Digna Margarit...

En cada uno de esos viajes apostólicos, Dios iba suscitando también vocaciones y respuestas generosas de hombres jóvenes. La labor crecía, como le gustaba decir a don Josemaría, "al paso de Dios"; y junto con Valladolid, Valencia y Zaragoza, una de las primeras ciudades a las que viajó el Fundador al acabar la guerra fue Barcelona, con un propósito decidido y concreto: poner los cimientos de la futura labor del Opus Dei en Cataluña.

Hizo varios viajes a la Ciudad Condal, acompañado unas veces por Isidoro Zorzano u otros miembros del Opus Dei, como Alvaro del Portillo y José María Hernández de Garnica. En el viaje que hizo durante el mes de mayo le acompañaban, además de Alvaro del Portillo y de José Luis Múzquiz, Juan Jiménez Vargas que preparaba sus oposiciones a cátedra de Fisiología. ¡Qué lejanos le parecían a Juan ahora aquellos días de la guerra en los que deambulaba junto a don Josemaría por esas mismas calles barcelonesas, con hambre, sin dinero, con temor a que cualquier patrulla de milicianos los detuviera, mientras aguardaban el momento propicio para atravesar los Pirineos! Durante esa estancia en Barcelona, el Fundador habló con un chico joven, José María Casciaro, hermano menor de Pedro Casciaro.

"A la hora de comer -cuenta José María- me llamaron por teléfono: había llegado el Padre a Barcelona, podía ir a verle aquella tarde al Hotel Urbis. Al acabar de comer salí corriendo. Y el Padre me recibió inmediatamente".

Aquellas prisas de José María obedecían a una razón muy concreta: quería que el Fundador le dejara pertenecer al Opus Dei. Pero don Josemaría quería cerciorarse bien de que aquella decisión era fruto de un motivo sobrenatural y no el resultado de una admiración humana hacia su hermano mayor...

"Una de las primeras preguntas -sigue contando José María Casciaro- fue si alguien me había influido o movido para tomar aquella decisión (...). Sin detenerme a pensar me salió una respuesta, que aproximadamente fue:

-Padre, nadie me ha influido ni convencido para esto; mi hermano me explicó la Obra, pero nunca me ha dicho nada que pudiera ser ninguna clase de influencia o presión; he sido yo quien lo desea.

El Padre, insistió, con tono menos severo, concretando que pensara a ver si Pedro no me había influido. Volví a repetir que no lo había hecho, pues era la verdad.

Volvió por tercera vez a preguntarme en el mismo sentido, en concreto si yo obraba libremente y después de haberlo considerado despacio en la presencia de Dios. Y volví a responder que sí, que lo había pensado durante cuatro meses y no tenía ninguna duda (...). Me dijo al final que me podía considerar de la Obra desde aquel momento (...).

Posteriormente, al recordar esta conversación (...), he comprendido el exquisito cuidado con que el Padre velaba por la libertad en la entrega a Dios, para que ésta fuese sincera y por motivos exclusivamente sobrenaturales".

El Palau

Pocos meses después de estos viajes esporádicos comenzaba el primer Centro del Opus Dei en Cataluña, en un piso del número 62 de la calle Balmes, cerca de la de Aragón, algunas manzanas más abajo de la calle París, donde vivían los Grases. Estaba alquilado a nombre de Alfonso Balcells, un profesional joven que, aunque no era del Opus Dei, ayudó a facilitar la gestión, porque era el único de los que iban por allí que tenía la carrera terminada.

Era un pisito pequeño y algo oscuro, pero estaba bien distribuido; y sobre todo se encontraba a dos pasos del corazón de Barcelona, la Plaza de Cataluña; y muy cerca de la Universidad, cosa importante para el comienzo de una labor apostólica con universitarios.

Se alquiló el piso, pero los muebles..., ése fue otro cantar. Más tarde hicieron su triunfal -y solitaria- aparición dos mesas y dos sillas que tardaron bastante tiempo en encontrar compañía.

Cuando volvió don Josemaría de nuevo a Barcelona todavía seguían las mesas y las sillas solitarias en medio de las habitaciones vacías. Así que los estudiantes que vinieron a escucharle tuvieron que sentarse en el suelo, sobre gabardinas y periódicos. No les importaba, y se lo tomaron con buen humor. El Fundador les enseñaba que las obras de Dios no fracasan por falta de medios materiales, sino por falta de espíritu. ¡Ya vendrían esos medios materiales! Ahora, lo importante era confiar en Dios: rezar, mortificarse, trabajar con perfección humana y sobrenatural y llevar a cabo un apostolado vibrante.

Ese era el espíritu con el que se encontraban los que venían por allí. Se veía a la legua que en aquel lugar sobraba alegría, fe y confianza en Dios; y que faltaba algo, de un modo claro, palmario y urgente: dinero.

Había que darle un nombre al piso. Don Josemaría se lo puso con tono alegre y divertido, al recordar el nombre de aquella finca de Fonz con cuya venta su familia le había ayudado a instalar la Residencia DYA.

-"¡Bueno! -dijo-. Ya tenemos un 'palau'".

Y con ese nombre -Palau, palacio-, tan lejano de su realidad concreta, se quedó.

La contradicción de los buenos

Eran tiempos de esperanzas y de ideales vibrantes; y también, tiempos de resentimientos, odios, purgas y "depuraciones". Y si ya en Burgos don Josemaría había tenido que enfrentarse con un alto funcionario del nuevo régimen político, que había denunciado a Pedro Casciaro como "agente rojo infiltrado para espiar secretos militares en el Cuartel General de Orgaz", sólo porque el padre de Pedro se había significado políticamente durante la República, en Madrid tuvo que acudir en defensa de un viejo conocido, acusado por razones ideológicas, sin pararse a calibrar los riesgos que corría.

Entre ese mundo de sospechas, algunas se referían al Opus Dei. No es de extrañar: el Opus Dei, que era todavía muy joven -contaba, como hemos visto, con muy pocos miembros-, aparecía, a los ojos de algunos, como algo "excesivamente novedoso". Al final, la tormenta descargó con furia en varias ciudades españolas. Y con especial fuerza, en Barcelona, donde llegaron a hacer un auto de fe con "Camino", al que arrojaron a la hoguera por considerarlo la publicación herética de una peligrosa, peligrosísima, "sociedad secreta".

Hay un dato que puede sorprender al lector contemporáneo: algunas de esas maledicencias estaban promovidas, curiosamente, por personas de fe, que pensaban que estaban luchando por una buena causa. Aún más: muchas estaban convencidas de que agradaban a Dios con ese modo de actuar.

"En una ocasión -relata Salvador Bernal-, don Pascual Galindo, sacerdote amigo del Fundador, fue a la Ciudad Condal y estuvo en el 'Palau'. Al día siguiente celebró Misa en un colegio de monjas situado en la esquina de la Diagonal y la Rambla de Cataluña. Le acompañaron algunos del 'Palau', que asistieron a Misa y comulgaron. La Superiora y alguna otra monja allí presente quedaron muy 'edificadas' por la piedad de esos jóvenes estudiantes, y les invitaron a desayunar con don Pascual Galindo. En pleno desayuno don Pascual dijo a la Superiora: 'Estos son los herejes por cuya conversión me pidió usted que ofreciera la Misa'. La pobre monja -recuerda uno de ellos- a poco se desmaya: le habían hecho creer que éramos una legión numerosísima de verdaderos herejes y se encontró con que éramos unos pocos estudiantes corrientes y molientes que asistíamos a Misa con devoción y comulgábamos".

Entre todas las patrañas, hubo una que dolió especialmente a don Josemaría: en el oratorio de "El Palau" había una cruz de palo, de madera negra y sin brillo. Era una forma de venerar la Santa Cruz de ese modo, sin la imagen del crucificado. De ese modo se recordaba que el camino cristiano es de abnegación y sacrificio, y se movía a un afán corredentor, como se lee en "Consideraciones Espirituales": "Cuando veas una pobre Cruz de palo, sola, despreciable y sin valor... y sin Crucifijo, no olvides que esa Cruz es tu Cruz: la de cada día, la escondida, sin brillo y sin consuelo..., que está esperando el Crucifijo que le falta: y ese Crucifijo has de ser tú".

Pues bien: se corrió la voz de que en el "Palau" se hacían "ritos sangrientos" y que los miembros del Opus Dei se crucificaban allí, sobre la Cruz del oratorio...

En medio de esas situación, don Josemaría aconsejó a los pocos miembros del Opus Dei que vivían en Barcelona que no se sintieran nunca enemigos de nadie -pasara lo que pasara, dijeran lo que dijeran- y les dio un lema para vivir cara a Dios en aquel trance: "callar, rezar, trabajar, sonreír". Pero su prudencia le llevó a hacer sustituir aquella cruz por otra más pequeña: "Así no podrán decir -bromeó- que nos crucificamos, porque no cabemos".

Estos sucesos, contemplados desde la lejanía de los hechos, podrán parecernos absurdos y aun ridículos. Los que iban por aquel pisito de la calle Balmes eran unos cuantos estudiantes universitarios que se podían contar con los dedos de una mano... pero las insidias llegaron a extremos insospechados.

No todos, sin embargo, actuaron del mismo modo. El Abad coadjutor de Montserrat, Dom Aurelio M. Escarré, prefirió preguntar a las autoridades competentes qué era aquello del Opus Dei. ¿En qué diócesis había nacido? En la de Madrid. Allí se dirigió. Escribió una carta al Obispo, don Leopoldo Eijo y Garay pidiéndole informes sobre el asunto.

Don Leopoldo le contestó el 24 de mayo de 1941, tranquilizándole: "Ya sé -escribía- el revuelo que se ha levantado en Barcelona contra el Opus Dei. Bien se ve la pupa que le hace al enemigo malo. Lo triste es que personas muy dadas a Dios sean el instrumento para el mal; claro es que putantes se obsequium praestare Deo".

Después de decirle que conocía el Opus Dei desde su fundación en 1928, concluía el Obispo: "créame, Rmo. P. Abad, el Opus es verdaderamente Dei, desde su primera idea y en todos sus pasos y trabajos. El Dr. Escrivá es un sacerdote modelo, escogido por Dios para santificación de muchas almas, humilde, prudente, abnegado, dócil en extremo a su Prelado, de escogida inteligencia, de muy sólida formación doctrinal y espiritual, ardientemente celoso..."

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