Cuando tengamos doce

 

En la capital catalana el joven matrimonio Grases, después de dejar Benicarló, y tras una corta estancia en Valencia, se enfrentaba también con el problema de encontrar vivienda. "En cuanto me licenciaron -recuerda Manuel Grases- y pude reintegrarme a la vida civil, nos vinimos a Barcelona, y nos pusimos a buscar piso".

Al fin encontraron uno que les convenció: estaba situado en la primera planta de una casa de la calle París, en el famoso "Ensanche" barcelonés, como se denomina a la dilatadísima cuadrícula de edificios que ocupaba en aquel entonces la mitad de la zona urbana de la ciudad. Es una extensa zona residencial, compuesta por calles de trazado rectilíneo, con cruces rigurosamente perpendiculares, casi sin plazas ni jardines que alivien la severidad de trazado. El barrio daba entonces tal impresión de uniformidad y orden geométrico, que algunos llegaban a compararlo con las grandes ciudades americanas, como el novelista Jules Romains que exclamó al llegar a Norteamérica: "New York, cette immense Barcelone!"

El nuevo hogar de los Grases -el primero de carácter estable, tras los avatares de la guerra- era una casa relativamente espaciosa, con la distribución de muchos pisos del Ensanche; con un pequeño recibidor y un largo pasillo, que une las habitaciones que dan a la calle con las que se asoman a los patios interiores: unos patios grandes, cuadrados, con largas galerías a cada lado, en las que se seca bien la ropa, se pueden cultivar las flores y se divisa un buen cacho de cielo. "El piso nos gustó mucho desde el principio -comenta Manuel Grases- porque vimos que, además de estar bien situado, contaba con cinco dormitorios, una sala de estar y un pequeño comedor, y podíamos instalar bien todos los muebles de mi madre, que mis tíos habían guardado celosamente durante años bajo llave en una habitación de la casa de la calle Valencia, para que me los llevara en cuanto me casase.

Sin embargo, la verdad sea dicha, nos pareció un poco pequeño, porque pensábamos tener muchos hijos".

"Es verdad", añade Manolita. "Recuerdo que dijimos: 'por ahora no vamos a discutir sobre el número de hijos. Cuando tengamos doce, ya hablaremos'".

La Virgen de Montserrat

"Entre las pertenencias de mi madre -continúa Manuel Grases- había una imagen de talla, muy bonita, de la Virgen de Montserrat que había quedado destrozada tras la guerra, porque unos milicianos le habían arrancado la cabeza, durante un registro, a la Virgen y al Niño. La restauramos y, como lleva un manto, recuerda un poco a la Virgen de la Merced. Quedó muy bien. Y la pusimos en un lugar de honor de nuestro piso recién estrenado, para que bendijese nuestro hogar..."

Enrique

"Poco tiempo después -sigue contando Manuel Grases-, encontré un empleo. Todo fue muy rápido. Un buen día vino a verme un antiguo amigo mío, Fernando Aris, que era director de una fábrica de productos químico-farmacéuticos, y me preguntó:

-¿Y qué vas a hacer ahora?

-No sé. Estoy buscando trabajo.

-Pues mira, vamos a ampliar la fábrica. Si quieres, vente conmigo.

Dicho y hecho. A los pocos días ya estaba trabajando en la fábrica de Productos Pyre, que estaba en Pueblo Nuevo, donde me ocupaba de las instalaciones de la ampliación. Como la fábrica estaba un poco lejos me compré una moto para ir y venir: una Matchless de 250 cc. Y así, poco a poco, fuimos saliendo adelante.

Y comenzaron a llegar los hijos... El primero fue Enrique. Nació el 17 de mayo del 40, después de un parto muy largo y doloroso. Recuerdo que nada más nacer le pedí al Señor que le concediera una vocación, la que fuera, porque siempre había soñado con que mis hijos se entregaran a Dios.

Una vocación. La que fuera... Aunque yo había tenido siempre una ilusión: tener un hijo sacerdote..."

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