Barcelona. La gran oportunidad
La quinta del 35
En Barcelona, el estallido del conflicto había truncado los planes de Manuel Grases y Manolita García, que llevaban varios años de noviazgo y pensaban ya en casarse. Manolita seguía trabajando en el Sindicato de Banqueros y Manuel había terminado la carrera de Técnico Industrial en Mecánica y Electricidad en la Escuela Industrial de Tarrasa cuando le llamaron a filas. "No me ha tocado -pensó- precisamente la mejor época para incorporarme al Ejército..."
"Yo era de la quinta del 35 -explica-, de aquella quinta fatal que coincidió con la guerra, y cuando ingresé en Artillería, en el Ejército Republicano, el ambiente ya era muy tenso. Se rumoreaba, mientras hacíamos la instrucción militar y las prácticas de tiro, todo lo que se nos venía encima...".
En la capital catalana se vivía en un clima de gran confusión política y social. "Recuerdo -prosigue Manuel Grases- que unos días antes de la Jura de Bandera me puse enfermo y no pensaba asistir al acto. Pero un compañero vino a decirme todo agitado: 'Levántate, levántate, porque han dicho que no puede faltar nadie'. Me levanté como pude y fui, y vi que se hacía algo muy curioso: no se gritó ¡Viva la República!, como era de esperar, sino ¡Viva! y nada más...
Eso indica la situación de tensión política en la que vivíamos... Por las calles se mascaba el ambiente de la guerra civil. Subían metralletas hasta las sedes de los partidos revolucionarios, por la ventana, a la vista de todos.
Yo seguía enfermo y me volví a meter en la cama. Y al día siguiente de la Jura empezaron los tiros por las calles, los saqueos y los incendios. Recuerdo que vi desde la ventana de mi cuarto de la pensión SIDUR, en la calle Clarís, cómo quemaban el convento de las monjas de Lestonnac y como se alzaban las humaredas sobre el cielo de Barcelona...
Cuando me encontré mejor, y tuve que incorporarme, aproveché mis antecedentes de tuberculoso para ir sometiéndome a sucesivas revisiones en el Hospital Militar, intentando lograr la inutilidad. Mientras tanto, seguían los asesinatos y los actos sacrílegos... No se me olvidará nunca la escena que vi en el Convento de las Salesas del paseo de San Juan: habían desenterrado los ataúdes de las monjas y habían puesto las momias, al aire libre, alineadas en el jardín. Mientras tanto, yo seguía alistado en el Ejército Republicano. Y no sabía qué hacer...".
Ahora o nunca
Miles de creyentes, republicanos o no, se planteaban este mismo interrogante: ¿cómo debía actuar un católico consecuente en aquella situación confusa y turbulenta, que se caracterizaba por una saña contra todo lo sagrado y por una persecución violenta contra la Iglesia? Por todas partes llegaban noticias de nuevos mártires, que morían por defender su fe. Las iglesias estaban cerradas, o convertidas en garajes o almacenes; los conventos se habían transformado en cuarteles, en hospitales o cuadras. Y lo que se había salvado de la quema, se utilizaba del modo más insospechado: en una calle céntrica de Barcelona pronto se vería un confesonario sirviendo de garita al centinela del cuartel que se había instalado en un colegio de religiosas....
En aquel momento, además, no había demasiado tiempo para reflexionar; había que decidir qué postura tomar en medio del fragor de los hechos, siendo consecuentes, más que con un análisis histórico global, con lo que cada día veían los propios ojos. Y había que resolver también algo muy perentorio y concreto: el modo de salvar el propio pellejo.
Cualquier motivo bastaba para ser detenido. Un día, Manolita y su madre se asomaron al balcón de su casa para ver pasar a Durruti, al frente de su columna de anarquistas, con tan mala suerte que, justamente cuando pasaba el líder revolucionario, "se nos cayó una maceta del balcón a la calle. Se armó un escándalo y todos pensaron -cuenta Manolita- que había sido un atentado. Se llevaron detenida a mi madre. Fueron unos momentos terribles, terribles...
Gracias a Dios pudo salvarse porque la reconoció uno del Comité que la conocía de cuando veraneábamos en Garraf...".
Aquellos primeros días de julio fueron particularmente sangrientos en Cataluña: asesinaron a 197 eclesiásticos, y a mediados del año siguiente llegó a su apogeo aquel "furor de sangre y ruina": había más de 200 sacerdotes y religiosos en las cárceles de Montjuic, en la Modelo o en las prisiones de la FAI o del POUM. Se sucedían las profanaciones de imágenes religiosas y templos, y un día Manolita vio como perecía entre las llamas la iglesia de San Jaime, que estuvo ardiendo durante dos días. Se quedó sin la imagen -"su" imagen- de San José...
Se vivía un clima de terror. Para un católico, el puro hecho de llevar un crucifijo podía ser motivo suficiente para ser declarado reo de muerte. Y se sucedían los "paseos". Recuerda Manolita aquellas noches en las que, cada vez que oía frenar a un coche en seco junto a su casa, le daba un vuelco el corazón. "Estaba -cuenta- muy preocupaba por Manuel. Rezaba todos los días para que no le sucediera nada. Y veía que la única solución era pasarse al otro lado. Pero, ¿cómo? Eso era muy peligroso.
Hasta que un día, pocos meses después del inicio de la guerra, a comienzos del 37, mi hermana Inés (que estaba casada con un médico al que había conocido durante su estancia en el Sanatorio del Montseny) me dijo que había un medio para pasarse, porque mi cuñado se había enterado de que uno de los individuos de la Clínica en la que trabajaba, un tal Pintaluba, se dedicaba a pasar gente al otro lado del Pirineo.
Este Pintaluba era un personaje muy curioso: era un chico joven que había perdido una pierna y un brazo durante una batalla, luchando con los de su gente. Esto le permitía ir a todas partes sin despertar recelos, cosa que en aquellos momentos era muy importante, porque nadie podía sospechar que a lo que se dedicaba realmente el tal Pintaluba cuando iba a los Pirineos, con la excusa de conseguir comida para los enfermos, era a pasar gente a Francia. Entonces mi cuñado le dijo a Manuel:
-Mira: ahora o nunca. Si quieres marcharte, ésta es tu gran oportunidad. No te lo pienses más y decídete".