Encuentros en Madrid

 

Más casualidades

Pocos meses después de que Manolita García y Manuel Grases se conocieran por casualidad en el Sanatorio del Montseny -aunque ya se sabe que "casualidad" es el nombre que utiliza la Providencia divina cuando trabaja de incógnito-, a cientos de kilómetros de allí, en la capital de España, tuvo lugar otro encuentro, también aparentemente "casual", entre un sacerdote joven y un estudiante de Medicina de diecinueve años. Ese encuentro tenía también la enfermedad de la tuberculosis como telón de fondo.

Aquel estudiante es hoy el doctor Juan Jiménez Vargas, un prestigioso catedrático de Fisiología ya jubilado. "En mi pandilla de amigos -cuenta-, en su mayor parte estudiantes de Medicina, se encontraban dos que conocían a don Josemaría y decían que era su confesor. Nosotros admirábamos a aquel sacerdote sin haberle visto nunca y sin saber exactamente qué era aquella labor de apostolado que, según ellos, realizaba. Le admirábamos, pero no mostrábamos el menor interés en conocerle. Sólo le oíamos hablar de apostolado, de dirección espiritual y también de visitas a pobres y enfermos de hospitales, y por eso algunos de nosotros decíamos que no nos interesaba 'la mística' de don Josemaría..."

Los que conocieron a Juan Jiménez Vargas durante aquel tiempo lo recuerdan como un chico fogoso y decidido, buen cristiano, aunque entonces sin especiales inquietudes espirituales, muy audaz y comprometido políticamente. El país atravesaba uno de los periodos más turbulentos de su historia y el talante humano de Juan no soportaba las medias tintas: militaba activamente en una asociación política y estaba dispuesto a salir a la calle en cualquier momento para defender sus ideas -políticas, sociales y religiosas- frente a quien hiciera falta. Pensaba que lo importante era pasar a la acción. Y cuanto antes.

Sin embargo, un día, cuando paseaba por Madrid con uno de aquellos amigos, se topó de improviso con aquel sacerdote del que tanto le hablaban. Fue "un encuentro casual en la calle Martínez Campos -explica Jiménez Vargas-, a la salida del Metro. Hablamos muy poco rato, aunque lo suficiente para que me quedara una impresión inolvidable...".

Una impresión inolvidable. Pero sólo eso: una impresión, pues "seguí sin tener demasiado interés en volver a verle", recuerda Jiménez Vargas. Don Josemaría intentó concertar una cita, pero Juan no estaba dispuesto a concretar: todo quedó en ese "nos veremos un día de éstos", con el que se disimulan pudorosamente en España algunas negativas. Pasaron los meses y el sacerdote seguía enviándole recados por medio de sus amigos. Pero Juan no daba demasiadas muestras de interés. Estaba claro que en su agenda había asuntos mucho más urgentes que "hablar con un cura".

Josemaría Escrivá de Balaguer

¿Quién era aquel don Josemaría -así, con los dos nombres unidos, para mostrar su devoción a la Virgen y a San José- del que tanto le hablaban a Juan? Por aquel entonces era un joven sacerdote de treinta años, oriundo del Alto Aragón, donde había nacido en el año 1902, en el seno de una familia cristiana relativamente acomodada. Era el segundo hijo de don José Escrivá, un pequeño comerciante de Barbastro, y de Dolores Albás. Su padre -ya fallecido- había sido un hombre íntegro y leal, probado en el sufrimiento: había visto morir, una tras otra, a sus tres hijas pequeñas; había sabido aceptar, con serenidad, la quiebra de su negocio familiar y se había tenido que trasladar, como consecuencia de aquella quiebra, a Logroño, con los dos hijos que le quedaban -Carmen y Josemaría- a finales de 1915.

Un día de crudo invierno de 1917, cuando Josemaría tenía unos 15 ó 16 años y era un joven estudiante de Bachillerato, experimentó con fuerza, en lo más hondo del corazón, la llamada divina. El motivo fue aparentemente nimio: vio, sobre la nieve, las huellas de los pies descalzos de un carmelita. Entendió que Dios le llamaba a su servicio y para ver más clara la voluntad de Dios, decidió hacerse sacerdote.

Pocos meses más tarde, a finales de noviembre en 1918, Josemaría comenzó sus estudios eclesiásticos como alumno externo del Seminario de Logroño.

Sin embargo, desde el día en el que había visto aquellas huellas en la nieve, había ido creciendo en el fondo de su alma un presentimiento: Dios lo estaba preparando para "algo"..., pero no sabía lo que era. Pedía luz, cada vez con mayor intensidad: "Señor, ¿qué quieres que haga? Domine, ut videam! ¡Señor, que vea!"

Dos años después, en 1920, se trasladó al Seminario de Zaragoza. El Rector del Seminario, don José López Sierra, quedó impresionado por su piedad intensa, recia, constante y, al mismo tiempo, alegre y atractiva; su serenidad, sentido del humor y sonrisa amable y acogedora con todos, como se refleja en esta fotografía de aquellos años.

Su padre no llegó a verle de sacerdote. Murió repentinamente, pocos meses antes de la ordenación sacerdotal de Josemaría, que tuvo lugar en Zaragoza el 28 de marzo de 1925. A partir de entonces don Josemaría se hizo cargo de su madre, de su hermana Carmen y de su hermano pequeño Santiago, nacido en Logroño pocos años antes.

En 1927, el Arzobispo de Zaragoza le había autorizado a trasladarse a Madrid para realizar su doctorado en Derecho, carrera civil que había estudiado, además de la eclesiástica. En aquella época, el doctorado sólo podía obtenerse en la Universidad Central de Madrid. Y desde su llegada a la capital había llevado a cabo, al mismo tiempo que preparaba su doctorado en Derecho Civil, una ingente labor apostólica: había trabajado como capellán de una institución benéfica, el Patronato de Enfermos; había instruido a muchos cientos de niños para que pudieran recibir la Confesión y la Primera Comunión; y atendía en sus casas o en los hospitales, a millares de enfermos y desvalidos, administrándoles los Sacramentos.

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