Raíces familiares
Sembrador
que has puesto en la besana tu amor
el trigo de mañana
será tu recompensa mejor.
Dale al viento
el trigo y el acento
de tu primer lamento de amor
y aguarda el porvenir
sembrador...
Manuel Grases
Manuel Grases Codina me recibe en la puerta de su casa barcelonesa de la calle París, esquina Aribau, en la parte alta del Ensanche. Es un hombre alto, de cabello blanco y talante cordial. Toda su persona -setenta y muchos años, que se deslizan sigilosamente, casi de puntillas, hacia los ochenta- comunica una poderosa sensación de serenidad y de sosiego. Esa sensación se acrecienta cuando, tras las presentaciones de rigor, comienza a hilvanar, al hilo del recuerdo, los sucesos que rodearon la vida de su hija Montse. Empieza evocando sus raíces familiares.
"Hace ya muchos años, desde el 46 -me cuenta, mientras enciende parsimoniosamente su vieja pipa inglesa de madera-, he venido dedicando muchos de mis ratos libres a bucear en las raíces de nuestro árbol genealógico y he podido comprobar que por parte de mi familia, es decir por el lado paterno de Montse, todas nuestras raíces son totalmente catalanas. Somos catalanes cien por cien. Por lo menos desde el siglo XV, que es hasta donde he podido llegar en mis investigaciones.
El dato más antiguo que poseo sobre un antepasado nuestro lo encontré en el 'Arxiu Històric Municipal de Valls'. ¿Conoce usted Valls? Es la capital de l'Alt Camp, una comarca del norte de Tarragona, que fue, desde el siglo XI, una ciudad relativamente importante. Pues bien, esta ciudad, tiempo más tarde, ya en los albores del XV, se vio afectada por unas grandes epidemias; y fue tanta la mortandad, que los supervivientes de su 'Consell General', para revitalizar la población, decretaron eximir de tributos a todos los que se asentasen allí. Y en el 'Llibre de les Estimes' de Valls, que era un padrón de la ciudad que se hacía periódicamente, en el del año 1430, ya aparece un tal Andreu Grasa, cuya procedencia exacta se desconoce. Ese es el primer Grasa del que tengo noticia.
Después de ese primer Grasa, se sucedieron seis generaciones de campesinos, de payeses, como los llamamos en Cataluña, que fueron prosperando económicamente hasta que nos encontramos en el año 1565 con un tal Sebastià Grases, casado con Catharina, y hombre seguramente rico, que ya vive en Barcelona. Mientras tanto, en la segunda mitad del siglo XV el apellido Grasa se fue convirtiendo en Grases, a causa de la desidia de los respectivos amanuenses, y se le encuentra escrito de varias formas diversas -Grasas, Grassas y Grasses- incluso dentro de un mismo documento.
Desde siglo XVI hasta la actualidad se han sucedido otras diez generaciones de Grases, todas barcelonesas, compuestas por lo general por hombres de leyes, salvo dos mercaderes. La mayoría fueron notarios y doctores en Dret, en 'Cuiusque Dret', como se decía entonces: 'doctores en todos los derechos'. Eran, en la expresión de la época, 'notarios reales y causídicos'. Hubo incluso algún Diputado de la Generalitat de Catalunya, como Antonio Grases, que vivió a comienzos del XVIII. Y así se llega hasta mi padre..."
Se levanta Manuel Grases y toma de la biblioteca un viejo álbum familiar, de cubiertas marrones, gastadas por el uso. Se detiene ante una fotografía y se queda mirándola en silencio durante un tiempo, mientras el humo de su pipa dibuja lentamente blancas espirales en el aire de la sala de estar. "Mire: ésta es la fotografía de mis padres, el día de su boda".
"Mi padre -explica- se llamaba Manuel Grases, igual que yo. Estudió arquitectura y trabajó, durante su corta vida, en Hacienda. Mi madre se llamaba Montserrat Codina y era la menor de siete hermanos. Era también de Barcelona, y aquí se casaron, el 6 de mayo de 1913.
Yo nací el 27 de noviembre de 1914, en plena guerra mundial. En esas fechas se desencadenó en Barcelona una epidemia tremenda, la llamada epidemia del 'tifus del 14', y mi padre cayó enfermo. Murió muy pronto, el 3 de enero de 1915. Yo tenía sólo 37 días.
Mi madre se quedó sola conmigo en aquel primer piso de nuestra casa de la calle Valencia... Era muy joven, y quedarse viuda a los 28 años, con un hijo recién nacido, debió de ser un golpe muy duro para ella. No se volvió a casar y afrontó aquella situación con un gran sentido cristiano y con una gran entereza.
Yo, de pequeño, era un niño de salud algo débil y faltaba a clase, a causa de mis enfermedades, con mucha frecuencia; hasta tal punto que mi madre me tuvo que sacar del Colegio en el que estudiaba y me puso un profesor particular en casa. En 1927 enfermó mi madre, también de tifus, y poco tiempo después falleció. Me quedé huérfano a los trece años.
Entonces mi tía Amelia, que era la hermana mayor de mi madre, y su marido, Octavio Seriñana, se hicieron cargo de mí y me internaron en los Escolapios de Sarriá. Y estando allí, a los catorce años sufrí un acceso de tos muy fuerte, y... expulsé algo de sangre. Todos se asustaron mucho pensando en la tuberculosis. Hoy es muy difícil hacerse a la idea de lo que esa palabra significaba entonces: ¡tuberculosis! Era una enfermedad temida, terrible, mal vista, prácticamente mortal.
Yo no me preocupé demasiado, por la inconsciencia de la juventud. Pero ellos se alertaron muchísimo: se reunió mi Consejo de Familia y tras escuchar el parecer de los médicos, decidieron que lo mejor era que me marchase a Suiza, al 'Nouveau Sanatorium' de Davos-Dorf, a respirar aire puro. En esa época sólo se conocía esa cura: el aire; aire seco, aire limpio, de montaña: lo que llamaban 'curas de altura'. Sólo se oponía a ese plan el doctor Ricardo Falp, un sacerdote que formaba también parte del Consejo familiar, porque decía que el ambiente de un sanatorio antituberculoso no era el más adecuado para un adolescente...
Tenía razón: el sanatorio era magnífico; estaba a 1600 metros sobre el nivel del mar, entre montañas y lagos espléndidos... pero el ambiente de aquel establecimiento no era tan limpio como aquel aire, por el que el gobierno suizo nos cobraba una cantidad al entrar en el país. Parece increíble, pero es cierto: los enfermos del Sanatorio teníamos que pagar un canon especial 'por respirar el aire de Suiza'. Hay una famosa novela de Thomas Mann, 'La montaña mágica', que refleja el ambiente mundano y corrompido que se respiraba en los sanatorios de Davos. Eran gentes, desahuciadas en su gran mayoría, que iban sorbiendo a grandes tragos lo poco que les quedaba de vida. Sólo pensaban en divertirse, sin ninguna perspectiva espiritual ni trascendente... Vivían de espaldas a la muerte: cuando se encontraban muy mal se volvían a su país, y al poco tiempo nos enterábamos de que habían fallecido".
Manuel Grases hace una pausa y me enseña una fotografía de aquel periodo.
"Sin embargo -continúa-, en medio de aquel clima y con mis quince años, yo nunca dejé de rezar las oraciones aprendidas de mi madre. Encima de mi cama tenía siempre, sobre la bandera catalana, un crucifijo que me había regalado Sor Lina, una religiosa que me guardaba un especial cariño, quizá porque yo era el único que iba a Misa de vez en cuando... Ahora, al cabo de los años, veo con mayor claridad que en aquellos momentos difíciles mi madre velaba por mí desde el cielo.
Volví de Suiza en 1931, prácticamente curado; pero al llegar a España me aconsejaron que pasara un periodo de convalecencia en el Sanatorio del Montseny, muy cerca de Barcelona. Y allí me fui.
El Sanatorio del Montseny estaba situado a 800 metros de altura, en una antigua casa pairal, 'Casademunt', cerca de El Brull, y tenía capacidad para alojar unos treinta enfermos. Era un lugar muy agradable, donde también se ponían en práctica otros procedimientos muy curiosos para la curación de la tuberculosis, como la salicrisina -curación por medio de plata-, que entonces se aseguraba que 'tapaba los agujeros'.
Y fue precisamente durante aquel año de 1931 cuando ingresó en el Sanatorio una chica joven, Inés García, que tenía una hermana que se llamaba Manolita, que vivía en Barcelona y la iba a visitar..."
Manolita García
Es difícil definir la voz de esta mujer de rasgos mediterráneos, de cabello negro, ojos oscuros y nombre españolísimo: Manolita García. Es una voz clara, de timbre vibrante y resuelto, que guarda inflexiones dulces, casi musicales. Se armonizan en ella la madurez de los años con una viveza inequívocamente juvenil. Es una voz de contrastes, como ella misma: delicada y fuerte, serena y decidida, fiel a sus orígenes asturianos y castellanos, a pesar de haber vivido toda su vida en Cataluña.
"Es que mis padres no eran de aquí -me explica Manolita-. Mi padre, que se llamaba Enrique García, era madrileño; y mi madre, Vicenta Camporro, asturiana. Así es que yo, aunque he nacido y he vivido toda mi vida en Barcelona, no tengo ningún antepasado catalán. Por parte de mi padre eran todos castellanos, de Palencia y Avila; y por parte de mi madre, todos asturianos, de Noreña y de Villamarín de Salcedo. Mire, ésos son sus retratos", me dice, señalándome dos fotografías que presiden un ángulo de la sala de estar. "El de mi padre es un retrato de cuando se casaron; el de mi madre, de muchos años después".
"A mi padre le gustaba mucho escribir -sigue contando Manolita- y conservo algunos escritos suyos, inéditos. Aquí tengo uno que se llama 'Canto a la vida', que está fechado el 5 de noviembre de 1905. Más que un canto a la vida es un canto a Madrid: evoca los pianos callejeros, el Manzanares, las modistillas y los estudiantes... Tiempo después, en Oviedo, conoció a mi madre. Y allí se casaron, el 4 de julio de 1908. Se vinieron a vivir a Barcelona porque mi padre había sacado unas oposiciones de oficial del Banco de España y le ofrecieron dos destinos posibles: Badajoz y Barcelona. Le preguntó a mi madre: '¿dónde quieres que nos vayamos?'. Y mi madre eligió Barcelona, porque le gustaban las ciudades grandes.
Aquí mi padre pudo desarrollar la actividad que de verdad le atraía: el periodismo. Era periodista por afición -por devoción, decía él- y colaboraba en 'El Noticiero Universal'. Por las tardes, en cuanto salía del Banco, se iba a trabajar al periódico, de donde volvía a altas horas de la noche. Aquello le apasionaba. Y nos comentaba que, de no haber tenido hijos que mantener, se hubiera dedicado de lleno al periodismo...
Conservo muchos artículos suyos. Hay uno, muy divertido, que se llama 'La catedral contra los gatos' que ahora lo calificarían de ecologista, en el que sale en defensa de unos gatos que los canónigos querían echar de los patios de la catedral. Cuenta como había un señor que al morir había dejado una fortuna para atender a todos los gatos abandonados que se dejaran allí, y claro, había cientos de gatos... Con la excusa de los gatos habla de las maravillas de Barcelona y alaba la belleza de la catedral... Se ve que se había enamorado profundamente de esta ciudad.
Quizá ésa fue la razón por la que, a pesar de todas las ansias de mi madre, que quería que fuese interventor de por aquí o cajero de por allá, nunca se quisiera mover de Barcelona. Mi madre le insistía, pero él, nada: ¡Barcelona y nada más que Barcelona!
Aquí vivieron mis padres el resto de su vida. Y aquí nacimos mi hermana Inés, en la calle Villarroel; yo, en la calle Pintor Fortuny; y más tarde, en el Passatge del Crèdit, mi hermana Adela. Eramos un hogar de clase media, 'de la heroica y sufrida clase media', como decía mi padre, que tenía unas ideas muy avanzadas para aquella época... Porque entonces no era como ahora: la mayoría de las chicas jóvenes no trabajaban en nada y sólo pensaban en casarse lo antes posible. Y mi padre nos insistía, un día sí y otro también, en que antes de casarnos teníamos que aprender a ganarnos la vida por nosotras mismas. Mi madre no lo entendía: 'Qué cosas dices, Enrique, qué cosas dices'. Pero mi padre nos fue imbuyendo esas ideas y a los diecisiete años me colocaron en el Sindicato de Banqueros.
¡A los diecisiete años! Me quedé sin mi Colegio, donde estaba tan a gusto y disfrutaba horrores; y sin mis paseos, Rambla arriba, Rambla abajo, luciendo aquellas grandes pamelas blancas que se llevaban entonces; y sin mis larguísimos veraneos en las costas de Garraf, en un pueblecito propiedad del Conde Güell, con sus casas pintadas de blanco y sus puertas azules... ¡Pero como había que trabajar...!
Recuerdo a mi padre como un hombre muy cariñoso, muy caritativo, con un gran sentido de la justicia... Nos enseñó muchas virtudes humanas. Cuando llegaban las Navidades, y recibíamos los regalos, nos hablaba de los niños pobres y abandonados que andaban sin rumbo por las calles y de la necesidad de compartir nuestras cosas con ellos. ¡Total, que acabábamos saliendo a la calle y regalándoles juguetes nuestros a esos niños...!
Tenía una concepción de las relaciones humanas desacostumbrada para aquel tiempo. Por ejemplo, mi madre tenía una chica que nos ayudaba en las faenas de la casa, y mi padre le decía con frecuencia: 'trátala como si fuera tu hija'... Sin embargo, mi padre, como no había recibido mucha formación espiritual no pudo enseñarme una profunda vida cristiana.
La vida cristiana me la fue enseñando... San José. Cerca de mi casa se encontraba la iglesia de San Jaime, en la calle Fernando, y allí había, a la izquierda del altar, una imagen de San José que me atraía mucho, sin saber por qué. Al principio entraba un ratito, y charlaba con él: era como el ideal de todo lo que a mí me gustaría ser: tan bueno, tan cerca de Jesús... Luego fui visitándole, casi todos los días; y así, poco a poco, llegó un momento en el que le prometí ir a Misa todas las mañanas y comencé a llevar una vida cristiana más intensa. Por eso, ahora veo, al cabo de los años, que todo se lo debo a él: a San José.
Un día mi padre se puso enfermo. No sabían si era un tumor canceroso o tuberculosis. Al final, parecía que era tuberculosis y le aconsejaron que fuese a Madrid, a que le viese el doctor Tapia, del Hospital del Rey, que era una eminencia en esa especialidad.
Fue a verle a Madrid, pero ya no había nada que hacer. Murió muy joven, en octubre de 1930. Se quebraron de golpe todos sus sueños. ¡Él, al que le gustaba tanto hacer castillos en el aire! Le encantaba cerrar los ojos y soñar en voz alta. 'Y tú, hija mía, serás... -nos decía-. Y tú harás...' Y se imaginaba lo que haríamos sus hijas, sus nietos, sus nietas...
Al poco tiempo, mi hermana Inés enfermó también de tisis. Fuimos al doctor Rosal y nos dijo que tenía que tomar aires en un sanatorio que había en el Montseny. Entonces no había otra medicación. No nos lo pensamos ni poco ni mucho, y allí la llevamos, haciendo un gran esfuerzo económico, a finales del año 31.
Yo iba a visitarla con mucha frecuencia. Y en una de esas visitas conocí a un chico que acababa de volver de Suiza y se llamaba Manuel..."