En la Casa del Padre Común

Índice. Biografía de San Josemaría. Tomo III. Andrés Vázquez de Prada

En la visita que el Papa hizo al Centro Elis el 21 de noviembre de 1965, quedó patente la veneración del Fundador hacia el Vicario de Cristo, porque no pudo ocultar que se hallaba visiblemente conmovido por la presencia del Santo Padre. Delataban su emoción los papeles, que le temblaban en las manos mientras leía unas palabras de bienvenida. Al día siguiente daba las gracias a Su Santidad, cuya presencia física en los locales del Centro, y el haber sentido tan cercano y cálido Su Paternal afecto, había sido para todos un excepcional motivo de aliento y de gozo |# 80|.

Una semana más tarde aún conservaba tan vigorosas y conmovedoras las imágenes de aquel felicísimo acontecimiento, que sentía la necesidad imperiosa de agradecer a Mons. Angelo Dell’Acqua, Sustituto de la Secretaría de Estado, la parte que tuvo en los preparativos de la visita.

Le diré, con fraternal confianza —escribe—, que durante todo el tiempo en que tuve el alto honor de acompañar a Su Santidad no se apartó de mí la emoción ni un instante. Yo soy —ocasión he tenido de decirlo otras veces a Vuestra Excelencia— un pobre pecador, pero, por la gracia de Dios, con fe recia y con un gran amor a Jesucristo, a Su Iglesia y a Su Vicario. Por eso me ha colmado de íntima conmoción el hallarme tan cerca del dulce Cristo en la tierra: y, en esta circunstancia, de un modo particular, porque a todo ello hay que añadir el gran afecto que profeso a Su Santidad.

De hecho, en aquellos momentos retornaba a mi memoria, acompañado de un vivo sentimiento de gratitud, el recuerdo de la mucha delicadeza que el Santo Padre ha tenido conmigo desde hace tantos años. Recordaba, en particular, que fue el entonces Mons. Montini quien me procuró la dicha de que S.S. Pío XII, de feliz memoria, me concediese audiencia. ¡Por primera vez podría hablar con el Papa!

La intensa emoción experimentada en aquel encuentro había sido posible gracias a él, como luego le dije. Y le cuento todo esto porque sé que así Vuestra Excelencia podrá entenderme mejor y no se asombrará de que acaso le confiese que siento una grande —santa— envidia, porque V.E. tiene la fortuna de ver con frecuencia al Santo Padre y de hablar con Él |# 81|.

Apenas clausurado el Concilio, se promovieron reformas de todo tipo: en la organización eclesiástica, en la pastoral, en la liturgia. Reformas con frecuencia ad experimentum o sin la debida autorización de la Santa Sede o de los Obispos. La contradicción misma entre los usos que de esta manera comenzaron a difundirse en determinados grupos, y las disposiciones de las autoridades eclesiásticas, llevó al desorden. Al Papa, como ya había observado Pablo VI cuando era Sustituto de la Secretaría de Estado en tiempos de Pío XII, le llegaban enseguida las malas noticias y nadie se cuidaba de hacerle llegar las buenas |# 82|. Aprovechaba, pues, toda ocasión de alegrar al Santo Padre manifestándole por escrito, directamente o a través del Sustituto de la Secretaría de Estado, Mons. Dell’Acqua, su absoluta y filial adhesión a la cátedra de San Pedro. Le era preciso desfogar sus sentimientos de vehemente devoción para con el Papa; y, en lo posible, sentía el impulso de consolarle y hacerle olvidar el desdén con que se le trataba en algunos lugares; y decirle cosas objetivas y darle noticias apostólicas que le alegraran, alejando de su pensamiento la tristeza.

A petición de Mons. Dell’Acqua, el Fundador enviaba a la Secretaría de Estado su parecer sobre diversas cuestiones, pensando en el servicio a la Iglesia y a las almas. Éste es el significado que ha de darse a la abundantísima correspondencia entre el Fundador y el Sustituto de la Secretaría de Estado; aparte, naturalmente, la íntima amistad que entre ellos existía.

Pero este trato con el Romano Pontífice, completado con algunas cartas personales a Pablo VI, no le bastaba. El Fundador deseaba un trato directo, cara a cara; oír la voz del Papa, contemplar su rostro, sentirse a su lado. Sucedía, sin embargo, que, cuando conseguía una audiencia, se encontraba tan a gusto que corría el tiempo y no terminaba de exponer las materias preparadas para la conversación.

En diciembre de 1965 las ediciones de Camino habían alcanzado ya los dos millones de ejemplares. Con este motivo se imprimió una edición especial —en castellano— para bibliófilos. El producto de su venta se destinaría a una obra social corporativa del Opus Dei en Sevilla. El Fundador quiso ofrecer al Papa el primer ejemplar y deseaba hacerlo en persona, como acción de gracias a Dios y como testimonio sincero de su completa y filial adhesión al Vicario de Cristo en la tierra |# 83|.

La audiencia, preparada por Mons. Dell’Acqua, tuvo lugar el 25 de enero de 1966. Cuatro días después don Josemaría se lo agradecía por carta y le contaba sus impresiones:

No puede imaginar la profunda alegría y la intensa emoción que experimento siempre que se me permite hablar con Su Santidad. Gracias doy a Dios por el amor y la gran veneración que me ha concedido hacia el Romano Pontífice. No consigo habituarme a estos felices encuentros, aun cuando siempre me encuentro perfectamente a gusto, como hijo que charla con su Padre. Pienso que solamente después de un mes de conversación frecuente con el Santo Padre llegaría a expresar con mayor desenvoltura todo lo que siento dentro de mí |# 84|.

Había pasado año y medio desde este encuentro con Pablo VI, y el Fundador solicitó nueva audiencia, con el motivo de entregarle personalmente unas medallas conmemorativas del Centro Elis; y en realidad, como él mismo confiesa, para aprovechar la ocasión y charlar con el Santo Padre exclusivamente de cosas que le den consuelo y alegría |# 85|.

La audiencia tuvo lugar el 15 de julio de 1967 por la mañana. Esa misma tarde, con el corazón lleno de gozo, agradecía por carta los buenos oficios interpuestos por Angelo Dell’Acqua, su viejo amigo, recientemente nombrado Cardenal. A medida que escribe, la pluma va llenando el papel de luz y de alegría:

Ser recibido por el Vice-Cristo en la tierra constituye siempre para mí un don preciosísimo del Señor, un motivo de gran consuelo, y un impulso vigoroso para mi alma y para la labor apostólica de todo el Opus Dei |# 86|.

Refiere luego don Josemaría el ofrecimiento al Santo Padre de las medallas conmemorativas de su visita al Centro Elis en 1965, para pasar a hablarle de la fecunda labor apostólica de sus hijas y de sus hijos, sabiendo lo que para el Papa significaban las buenas noticias, porque, en medio de las preocupaciones cotidianas y agobiantes que le imponen su altísima misión y su incansable celo apostólico, resultan ser un rayito de alegría. Y sigue:

Eminencia, con la audiencia maravillosa de esta mañana me he sentido recompensado por los muchos sufrimientos que el Señor, en su amorosa Providencia, ha permitido que afrontase durante estos últimos 40 años: y todo esto lo debo a Su Eminencia. Puede estar seguro de que, así como rezo todos los días por la Iglesia de Dios y por el Papa, también recuerdo cada día a Su Eminencia en mis oraciones.

Rezar es lo único que puedo hacer. Mi pobre servicio a la Iglesia se reduce a esto. Y cada vez que considero mi limitación me siento lleno de fuerza, porque sé y siento que es Dios quien hace todo, interviniendo con su poder para dar vigor a la pequeñez de criaturas como yo, que nada tienen que dar y que no son nada |# 87|.

A primeros de septiembre de 1967 el Fundador estaba en Castel d’Urio —una casa de retiros—, cerca de Como, en el norte de Italia, desde donde prosiguió viaje, con objeto de visitar algunos centros de la Obra y ocuparse de la expansión apostólica en el norte de Europa. Al llegar a París escribió al Cardenal Dell’Acqua para confirmarle que su oración por la salud del Santo Padre era constante, aunque por el curso de la enfermedad esperaba que pronto se recuperase. La anécdota que, en esta ocasión, refiere al Cardenal ocupa la mayor parte de la carta; y es evidente que aprovechó el suceso con el propósito claro de arrancar una sonrisa al enfermo.

Cuenta el Fundador que a su paso por Avignon salió con don Álvaro a estirar las piernas frente al Palacio de los Papas, y he aquí que tres hombrachones, soldados de la Legión Extranjera, y borrachos perdidos, al verles con vestido talar se les echaron encima. Debían estar en una fase de exaltación de sentimientos filantrópicos y religiosos, porque los tres, a voz en coro, dirigiéndose a don Álvaro, le preguntaron por la salud del Papa: Parce que nous aimons beaucoup le Pape, le advirtieron seriamente. Don Álvaro les tranquilizó y les exhortó a rezar por el Santo Padre. Cosa que prometieron hacer, continuando luego su incierto camino.

Y cerraba la carta pidiendo al Cardenal que tuviese la bondad de presentar al Padre Común su filial adhesión de oración y de cariño |# 88|. El amor del Fundador por el Papa tenía honda raíz teológica. En él veía al Vicario de Cristo y al Padre Común de los cristianos, más allá de las cualidades personales del Pontífice reinante, ya fuese Pío XII, Juan XXIII o Pablo VI. Pero, además de teológico, era un afecto exquisitamente humano, como lo probaría la actitud del Fundador ante los dolorosos acontecimientos en que hubo de moverse en los años que siguieron.

* * *

Desde que tuvo lugar el encuentro con los legionarios en Avignon hasta su retorno a Roma, media exactamente un mes. Tiempo que el Fundador empleó en hacer unas visitas apostólicas a varios países. Luego fue a España para presidir, como Gran Canciller de la Universidad de Navarra, la ceremonia de investidura de seis doctorados honoris causa, así como la segunda asamblea de los Amigos de la Universidad de Navarra, y el día 8 de octubre de 1967 celebró la Santa Misa en el campus de la Universidad ante las treinta mil personas que acudieron de distintas ciudades de España y de otros países. El Padre venía cansado tras varias semanas de ajetreo, pero a la vista de la labor pastoral pronto se rehizo. Ante él tenía una muchedumbre, que representaba —son sus palabras— una imponente manifestación de fe y de amor a la Santa Iglesia; y también (aunque me da vergüenza decirlo) de cariño hacia mí, que soy un pecador que ama a Jesucristo |# 89|.

De España regresó a Roma, donde descansó unos días y se entrevistó con el Cardenal Dell’Acqua, en quien halló una sincera y sacerdotal comprensión de los problemas que le preocupaban. Lo cual le animó a tomar la pluma y explayarse fraternalmente con el Cardenal. (¡Cuántas veces había ocurrido lo contrario: que el Fundador había tenido que consolar y dar consejo al Sustituto de la Secretaría de Estado!) Vaciló un tanto antes de ponerse a escribir, porque el asunto no era para menos. Si dudaba no era por el temor de que sus juicios resultaran infundados, pues le sobraban pruebas, sino porque se conocía. Solía el Padre cantar demasiado claras las verdades. Por eso se tomó una pausa y sopesó la gravedad de sus afirmaciones antes de ponerlas por escrito el 29 de octubre de 1967:

Perdone, Eminencia, estas confidencias mías. Yo estoy siempre sereno, contento y alegre. Pero un arco no puede mantenerse siempre tenso, razón por la que siento la viva necesidad de comunicar a alguien este dolor que pesa sobre mi alma desde hace tantos años. Créame, Eminencia, que no exagero, porque son muchos los hechos dolorosos que me callo.

Por otro lado, bien me conoce ya V.E. Y creo que también el Santo Padre sabe que hablo con mucha sinceridad, sin amargura ni resentimientos; que quiero decir las cosas acompañándolas siempre de la máxima claridad y con la máxima caridad. Es la caridad de Cristo la que me empuja a defender esta Obra de Dios, que Él ha confiado en mis manos, y la vida apostólica, eficaz, santa y silenciosa de mis hijos |# 90|.

La carta mana dolor por los cuatros costados, no por tratarse de nuevas calumnias, sino porque esta vez las insidias provenían de un Asesor de la Curia, que hacía pasar su opinión como si fuera sentir oficial de la Secretaría de Estado |# 91|.

¿No cree, Eminencia —pregunta más adelante—, que ya es hora de que —in nomine Domini— cese esta absurda contradicción, sin motivo alguno (porque, ¿qué mal hemos hecho?) y perfectamente evitable, puesto que proviene de la Casa del Padre Común? |# 92|.

Sus reflexiones venían a parar en que había un cierto número de personas que desconocía, teórica y prácticamente, el espíritu y apostolados del Opus Dei:

Me imagino que la causa humana de semejante actitud debe buscarse en el hecho de que esas personas no saben —no les entra en la cabeza— lo que es un laico; no comprenden qué significa trabajar sin ambiciones al servicio de la Santa Iglesia, sin comprometerla, usando de la santa libertad de que goza cualquier laico en el campo de acción que le confiere el hecho de haber sido bautizado, de ser un simple fiel. Tienen una idea tal del laico, que, cuando quieren demostrar que le aman, enseguida piensan... en hacerle diácono |# 93|.

Después, en tono confidencial, continúa:

Seguiré esforzándome en amar y servir mejor cada día a la Iglesia. Ayer, pensando esto durante la celebración de la Santa Misa, he llorado lágrimas dulces y amargas: cuando era joven me venían con frecuencia, pero ahora hacía varios años que no me sucedía. No tema, Eminencia, todos los hechos dolorosos que he expuesto no impiden el que vaya creciendo siempre más nuestro amor a la Santa Iglesia y al Papa. Como sabe, recientemente he hecho un viaje. No ha sido para buscarme aplausos, sino para servir a la Iglesia y salvar almas |# 94|.

Finalmente, refiere al Cardenal que en la fórmula de la Consagración de la Obra al Corazón Sacratísimo de Jesús, que anualmente se hace en la fiesta de Cristo Rey, él, con todas sus hijas e hijos, repiten estas palabras: «Danos un amor grande a la Iglesia y al Papa, que se traduzca en obras de servicio» |# 95|.

* * *

Cuando Mons. Escrivá se quejaba al Cardenal Angelo Dell’Acqua de tan triste situación, éste ya había dejado meses antes el cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado para los Asuntos Ordinarios en manos de su sucesor, Mons. Giovanni Benelli |# 96|. El nuevo Sustituto había sido Consejero de la Nunciatura en Madrid, consagrado obispo el 11 de septiembre de 1966, nombrado Pro-Nuncio Apostólico en el Senegal y Delegado Apostólico del África Occidental, para ser llamado enseguida a Roma, a la Secretaría de Estado, en junio de 1967 |# 97|.

La salida de Dell’Acqua y la entrada de Benelli representó para el Fundador, y para la historia de la Obra, algo más que un cambio de actores. Hubo también un cambio de escenario, aplicándose nuevos procedimientos y una nueva política. Por lo que a la Obra se refiere, el ambiente en algún sector se fue enfriando. En primer lugar, desapareció el canal de comunicación creado en tiempos de Dell’Acqua, de modo que las noticias sobre el Opus Dei no llegaban tan fácilmente a oídos del Pontífice. Luego, continuaron las demoras, por parte de la Curia romana, para la erección de la Facultad de Teología en la Universidad de Pamplona, como se ha visto.

Corrían los meses, y el Fundador sentíase urgido interiormente a comunicar de viva voz al Papa muchas noticias de la labor apostólica que estaban realizando los miembros del Opus Dei, así como los pasos para resolver la cuestión institucional. Mientras tanto no dejaba de manifestar periódicamente a Su Santidad su filial e indiscutida adhesión a la Cátedra de Pedro y las fervientes oraciones de sus hijos |# 98|. Como nadie le facilitara un encuentro con el Papa, decidió pedirlo por medio del Prefecto del Palacio Apostólico, en diciembre de 1968. Pero pasaban las semanas sin tener noticia de la Audiencia papal. Así, pues, el 24 de febrero de 1969 se dirigió por escrito a Mons. Benelli, solicitando sus buenos oficios para obtener una audiencia con Su Santidad. Con el escrito iba adjunta una carta para Pablo VI, en la que Mons. Escrivá exponía su irreprimible necesidad de manifestar la profunda veneración y gratitud que sentía por el Papa |# 99|.

A la semana siguiente recibía una carta autógrafa del Santo Padre, reconociendo esa muestra de devoción filial, y agradeciendo paternalmente el consuelo que le procuraban las buenas noticias sobre la labor apostólica del Opus Dei |# 100|. De la audiencia solicitada, en cambio, no tuvo noticia alguna.

En la primavera de 1969 fue cuando se enteró de que se había creado una Comisión especial, con el propósito de reformar los Estatutos del Opus Dei. Ya sabemos cómo la prudente y rápida intervención del Fundador logró desviar el peligro. Pero la desaparición de aquella Comisión especial no supuso variación favorable en algunas personas de la Curia para con el Opus Dei. Continuaron los atascos de las gestiones, señal evidente de que no era aquél un momento propicio para replantear cualquier iniciativa que tocase la cuestión institucional.

Desgraciadamente, los anteriores sucesos no constituían episodios aislados. Por los comentarios recogidos de boca de algunos ilustres eclesiásticos, Mons. Escrivá vino a enterarse de que, en torno a su persona, y sin que llegase a conocimiento del Santo Padre, se estaba creando el vacío, que ya le iba envolviendo en un cerco de hostilidad |# 101|.

En desgracia oficial caían también quienes declarasen su amistad al Fundador, el cual agradecía con toda su alma la lealtad de otros muchos. El 27 de abril de 1970 escribía al Cardenal Dell’Acqua:

Muchísimo me ha alegrado el ver, una vez más, que Dios le ha concedido la gracia de entender a fondo nuestro espíritu; y, como puntos esenciales de él, el amor y lealtad constante hacia la Santa Iglesia y el Papa, y el ansia apostólica de llevar a Cristo todas las almas. Esta afectuosa comprensión suya nos ha sido y nos es de gran estímulo y consuelo para amar cada día más a nuestra Madre la Iglesia y al Vicario de Cristo en la tierra.

Me ha conmovido profundamente —y no puedo menos de agradecérselo en extremo— la fortaleza con que V.E. aprovecha toda ocasión de difundir la verdad sobre nuestra Obra. Es un gran servicio el que está prestando a la Iglesia, pero —es de justicia que lo diga— también es un servicio heroico en las actuales circunstancias |# 102|.

¿Tan arriesgadas eran las circunstancias como para calificar de heroica la lealtad del Cardenal? Increíble resulta, pero los hechos hablan. Grave era, ciertamente, la situación cuando el Fundador recorría santuarios de la Virgen, en España y Portugal, implorando socorro del cielo.

A los pocos días de escribir esa carta —como se señaló anteriormente—, Dios hacía vibrar el alma del Fundador con una voz animosa: Si Deus nobiscum, quis contra nos? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Y el 6 de agosto de 1970, otra nueva locución alentadora: Clama, ne cesses! ¡Clama sin cesar!

Cuando el Cardenal Dell’Acqua fue nombrado Cardenal Vicario de Roma, el Fundador se apresuró a felicitarle. Deseaba verle, pero —escribe el 10 de noviembre de 1970—, en las circunstancias actuales, mi presencia en su despacho del Laterano puede, en cierto modo, suponer o dar origen a dificultades para Su Eminencia |# 103|.

Por lo demás, para ahorrar noticias desagradables a Su Santidad, y por el mucho amor que tenía a la Iglesia, prefería callar, como había hecho durante casi cuarenta años |# 104|. Se impuso voluntariamente el silencio, pero no se mantenía en estéril pasividad. Rezaba y trabajaba para formar apostólicamente a las almas:

Por lo que a mí se refiere —escribe al Cardenal—, continúo rezando y trabajando, sobre todo escribiendo: porque, como bien sabe, desde hace muchos años, por amor a la Iglesia y a las almas, Escrivá de Balaguer guarda un escrupuloso silencio... ¡pero Escrivá escribe! |# 105|.

* * *

Desde el cambio producido en la Secretaría de Estado, en el verano de 1967, el Fundador no había vuelto a ver al Papa. Sus peticiones de audiencia no habían llegado a oídos de Pablo VI; algunos en Roma corrieron la voz de que no era bien visto el Opus Dei. Puro infundio. Sin embargo, el invento contribuía a atizar el clima de desconfianza de unos pocos hacia don Josemaría y su Obra |# 106|.

En este contexto histórico recibió un escrito del Cardenal Jean Villot. Traía fecha del 25 de enero de 1971. En él se pedía que comunicara a Secretaría de Estado los nombres de todos los miembros del Opus Dei que trabajaban en la Curia romana. Por esas fechas el Fundador ya estaba enterado, por varios cardenales amigos, de que éstos habían recibido la indicación, que les resultó bastante chocante, de no promover para ningún cargo eclesiástico a fieles del Opus Dei. La petición del Cardenal Villot, tan seca, y sin dar mayores explicaciones, estaba motivada, probablemente, por las voces calumniosas que algunos irresponsables habían hecho circular. El Opus Dei —se decía— intenta controlar el gobierno de la Iglesia. Era evidente que se había desencadenado la caza de brujas |# 107|.

(Quizá permitiera el Señor que las presiones de terceras personas excitasen el celo del Cardenal por servir a la Iglesia. Por otro lado, vistas las cosas desde arriba, esos dolorosos roces en los asuntos humanos son medios de los que Dios se vale en ocasiones para pulir, más y más, las almas de sus santos).

Don Josemaría contestó al Cardenal Villot en una estudiada carta, con cabeza, cuerpo y cola. La cabecera es oficiosa y cortés. Y dice así:

Roma, 2 de febrero, 1971.

He recibido su estimada carta del pasado 25 de enero. Con sumo gusto me apresuro a contestar a cuanto se me pide, aunque se trata de datos ya en posesión de la Santa Sede de mucho tiempo atrás.

De hecho, todos los miembros del Opus Dei que prestan actualmente servicio en la Curia Romana —bien conocidos como tales, porque, al igual que cualquier otro miembro de la Obra, jamás han ocultado su pertenencia a nuestra Asociación— ocuparon sus respectivos encargos por petición explícita de la misma Santa Sede, que está al corriente, por tanto, de su pertenencia a la Obra antes de su nombramiento |# 108|.

Venían luego los datos solicitados: nombre de cada uno de los fieles, cargo desempeñado, Cardenal que había postulado su entrada en la Curia, etc. La lista era breve |# 109|. En total, cuatro tenían puesto fijo; y otros cuatro o cinco trabajaban de modo ocasional como Consultores de Sagradas Congregaciones o Comisiones.

Finalmente, las observaciones con que se cierra la carta insinúan la existencia de una tramoya montada por unos cuantos detractores del Opus Dei:

Con la seguridad de haber respondido exhaustivamente a cuanto Vuestra Eminencia me ha pedido, quedo a su entera disposición para cualquier aclaración ulterior. Pienso, con todo, que tal evento no debería presentarse, porque, tanto los miembros del Opus Dei como las actividades apostólicas corporativas que promueven, al servicio de las almas y de la Iglesia, son bien conocidas en todas partes y por todos. Además, como peticiones de este género no son notoriamente frecuentes, cuando se me ofrezca la ocasión de encontrarme con su Eminencia, me permitiré contarle ciertas anécdotas, que quizás expliquen cómo pudo originarse tal petición |# 110|.

Con anterioridad a estos sucesos, el Cardenal Villot había mostrado siempre cordialidad y simpatía hacia el Opus Dei |# 111|. Semejante era el caso de Mons. Benelli, que durante los años en que desempeñó puestos en España, Francia y Senegal mantuvo una afectuosa amistad con el Fundador |# 112|. Pero, al poco tiempo de haber sido nombrados para la Secretaría de Estado, comenzaron ambos a comportarse más fríamente, pasando de la cordialidad a un cierto recelo. Don Josemaría se mantuvo ecuámine en el trato, sin guardar el más leve rencor a nadie, y rezando por quienes le incomodaban. Trató de conocer los motivos de la extraña conducta de los dos dignatarios, dispuesto a rectificar en lo que se hubiera equivocado. Todo fue en vano. Buscó el diálogo, y se topó con el silencio.

Es de pensar que fueron varias y diversas las causas que provocaron aquella actitud negativa contra el Opus Dei. Era época de efervescencia posconciliar y de tensiones doctrinales. Tampoco es de extrañar que la firmeza de ideas predicadas por el Fundador, el crecimiento de los apostolados de la Obra y la diferente forma de enfocar la misión del cristiano laico en la vida de la Iglesia, se tradujesen en una incompatible visión teologal de la historia |# 113|. De todos modos, es indudable que la raíz de la cuestión hay que buscarla en otra parte, si es que deseamos entender mudanza tan repentina. La explicación tal vez esté en el hecho de que Mons. Benelli pensase —sin duda, con deseo de servir a la Iglesia— que debía intervenir en la situación política española, que se hallaba, al parecer, en una época de transición delicada para la Iglesia |# 114|. Punto éste —el de la libertad de los laicos en materias temporales— que había ya ocasionado muchas incomprensiones y disgustos al Fundador en el pasado. Ésta parece ser la hipótesis más lógica para explicar el nuevo comportamiento de Mons. Benelli, que nunca declaró a Mons. Escrivá el porqué de su actitud |# 115|.

(Con el paso del tiempo desapareció su suspicacia contra el Opus Dei y brotó, en cambio, un sincero afecto, como demuestran los hechos. Apenas se enteró de la muerte de don Josemaría, acudió, realmente conmovido, a rezar ante sus restos mortales. Y, siendo ya arzobispo de Florencia y Cardenal, suplicó al Santo Padre, por carta del 3-V-1979, la introducción de la Causa de Beatificación de Mons. Escrivá. Su muerte prematura le impidió testimoniar en el proceso; pero de la citada carta son estos pensamientos: «El recuerdo que conservo del Fundador es el de un varón de virtudes, animado de un gran amor por la Iglesia. Siempre me pareció muy decidido a la hora de buscar el bien de la Iglesia y de las almas, mostrándose fidelísimo en seguir las indicaciones de la Santa Sede, a la que profesaba una incondicionada devoción». Y terminaba con estas líneas: «Reflexionando sobre estos hechos, pienso que sería conveniente considerar la oportunidad de proponer la figura de Mons. Escrivá como modelo de virtudes cristianas a los sacerdotes y a los laicos, iniciando la causa de su Beatificación» |# 116|).

Por un largo espacio de años continuaron los prejuicios y el acoso por parte de algunas personas de la Curia. Se sembró desconfianza; se entorpeció la marcha de la labor de apostolado; y se buscó humillar al Fundador |# 117|. Un nuevo y triste episodio, tuvo lugar en el otoño de 1972. El Fundador, que había pasado dos meses predicando en España y Portugal, se encontró a su regreso con una carta "estrictamente reservada", fechada el 30 de octubre de 1972. Era del Cardenal Villot y pedía al Fundador que le diese «explícita certeza» de que ni el derecho particular ni la praxis del Opus Dei «llevan consigo la obligación o la costumbre (por parte de los socios) de manifestar a sus Superiores, o a otras personas cualificadas, cosas conocidas en el servicio hecho a la Iglesia o a la Santa Sede en general» |# 118| y, en particular, a determinados órganos eclesiásticos.

Inmediatamente le aseguró el Fundador por escrito que ni el derecho ni la praxis del Opus Dei llevan jamás, ni directa ni indirectamente, a ninguna violación del secreto profesional. Aprovecho también esta ocasión para afirmar que el espíritu y la ascética del Opus Dei favorecen, en cambio, un estilo de comportamiento completamente diferente |# 119|.

La petición tocaba, nada menos, que el campo del honor sacerdotal, del que tanto había cuidado don Josemaría desde su ordenación; y parecía dejar abierto un calculado resquicio a la duda. El Fundador saltó con firmeza, si bien su respuesta es serena, sobrenatural y llena de mansedumbre. Conociendo la sinceridad de su carácter, era de esperar que se explayase en los párrafos que siguen:

No puedo ocultarle —manifiesta al Cardenal— que el tenor de la pregunta ha hecho brotar en mi ánimo un sentimiento de sorpresa y de comprensible dolor, nacido exclusivamente —créame— del gran amor que tengo a la Iglesia, a la que durante tantos años he dedicado mi vida (pienso que no inútilmente). Nacido también de la firme certeza que tengo del buen espíritu con que mis hijos la sirven en todas partes, con frecuencia en circunstancias difíciles y humanamente ingratas. Sin embargo, puedo asegurarle al mismo tiempo que el Señor, fiel sostén de mi debilidad, me ha ayudado enseguida a levantar el ánimo, también con el recuerdo de lo que constituye el motivo de mi petición.

Y continúa a renglón seguido:

Le agradecería, Eminencia, que tuviese a bien comunicar al Santo Padre que ayer regresé de un largo viaje de dos meses de duración. A diario, y bastantes horas cada jornada, no he hecho otra cosa que predicar a muchos millares de personas, de toda condición social, la necesidad que tienen, hoy más que nunca, de reforzar y aumentar en sus corazones el amor a la Iglesia y al Papa, fundamento y guardián de la unidad y de la verdad, en cuanto Sucesor de San Pedro. Con ello he continuado haciendo, sencillamente, lo que con la ayuda de Dios estoy haciendo desde 1925, año de mi ordenación sacerdotal |# 120|.

* * *

Con el paso del tiempo, el cerco, poco a poco, fue aflojando. Y, por fin, el 25 de junio de 1973 obtuvo el Fundador una audiencia con Pablo VI; la última de su vida. El Papa le saludó afectuosamente. Habían pasado cinco años desde el anterior encuentro:

— ¿Por qué no viene a verme más a menudo?, se quejó el Papa.

Sobrevino un repentino silencio, que enseguida salvó el Fundador contando el desarrollo de la Obra, en todos aquellos años, por los cinco continentes. De cuando en cuando Pablo VI le interrumpía y, mirándole con admiración, exclamaba:

— «Usted es un santo».

No, no. Vuestra Santidad no me conoce. Yo soy un pobre pecador.

— «No, no. Usted es un santo», insistía el Papa.

Abrumado y lleno de vergüenza, el Fundador desvió de su persona las alabanzas: — En la tierra no hay más que un santo: el Santo Padre |# 121|.

Del mismo sentir que el Papa, por lo que se refiere a su fama de santidad, eran quienes le conocían: cardenales, obispos y prelados; nuncios y consejeros; gente de curia y empleados administrativos; teólogos y canonistas |# 122|. Porque, aunque su firme actitud no siempre fuera comprendida por algunos, esto no hacía al caso. Sus mismos oponentes eran los primeros en respetarle y estimarle, teniéndole por hombre de Dios, por hombre santo |# 123|. Era persona de carácter fuerte, pero, al mismo tiempo, de trato agradable y acogedor; a quien se buscaba para pedir un consejo o encontrar consuelo. A todos trataba con caridad y afecto, fuesen altos dignatarios eclesiásticos o subalternos.

Veía en el Romano Pontífice el "Padre Común"; y el Vaticano era para él «la casa del Padre Común y no una anónima central administrativa» |# 124|. Fue un gran defensor de la Curia Romana durante toda su vida. En ella —decía— se esconde mucho trabajo, mucho sacrificio, mucha santidad, que pasan inadvertidos a la vista de la mayoría de la gente |# 125|.

Notas

80. Cfr. Carta, en EF-651122-1.

81. Carta, en EF-651130-1.

82. Acerca de la delicadeza del trato con el Papa, refiere Mons. Álvaro del Portillo una anécdota de cuando Mons. Montini —luego Pablo VI— al oír al Fundador que traía buenas noticias que comunicar al Papa Pío XII, le contaba que Su Santidad se alegraría mucho. «Aquí llegan solamente penas y dolores», le explicaba (Álvaro del Portillo, Entrevista sobre el Fundador del Opus Dei; realizada por Cesare Cavalleri, Madrid 1993, p. 16).

Ésta fue la conducta que el Fundador siguió con otros Papas en tiempos duros para la Iglesia, especialmente en tiempo de Pablo VI. A las audiencias papales acudía, no como si el Romano Pontífice fuese un paño de lágrimas sino, al contrario, para animarle y levantar su ánimo con buenas nuevas.

83. Cfr. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-660125-1.

84. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-660129-1.

85. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-670708-1. La petición oficial de audiencia la hizo don Álvaro del Portillo por carta a Mons. Nasalli Rocca, Maestro de Cámara de Su Santidad.

86. Carta, en EF-670715-1. «Todo lo venido de él (del Romano Pontífice), lo acataba como venido del mismo Cristo» (Ignacio Celaya Urrutia, Sum. 5938).

87. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-670715-1.

88. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, desde París, en EF-670914-1.

89. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-671016-2. La homilía pronunciada en esa misa (8-X-1967) se recoge en Conversaciones bajo el título Amar al mundo apasionadamente, como va dicho. De ahí son estas palabras: Dios nos llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual [...].

No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca (Conversaciones, n. 114).

90. Carta, en EF-671029-1.

91. Como dice el Fundador en la carta, se trata de Mons. Sotero Sanz, que en distintas ocasiones había atacado a la Obra. El hecho recogido era una reciente conversación de Mons. Sotero Sanz con el ministro español de Obras Públicas, Federico Silva Muñoz, en la que dijo al ministro que era persona muy bien vista en la Secretaría de Estado, excepto por el hecho de pertenecer al Opus Dei. El ministro le aclaró que él no pertenecía al Opus Dei. Indignado y escandalizado de que así se tratase a los buenos católicos que servían a la Iglesia, lo comunicó a amigos suyos de la Obra.

Mons. Sotero Sanz fue Nuncio Apostólico en Chile de 1970 a 1977, periodo en el que reconoció, con gran nobleza, sus temerarias afirmaciones, y rectificó. Y cuando el Padre estuvo en Santiago de Chile, en 1974, insistió en pedir perdón personalmente al Fundador, el cual le interrumpió cariñosamente con un ¡Queridísimo Sotero, vamos a olvidar todo lo pasado! (cfr. ibidem, nota 1).

92. Carta, en EF-671029-1.

93. Ibidem.

94. Ibidem.

95. PR vol. XVII, Documenta Vol. II, Opus Dei (Consagraciones), p. 12.

96. Cfr. Cartas a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-670529-1 y EF-680113-1.

97. Mons. Giovanni Benelli fue Sustituto de la Secretaría de Estado para Asuntos Ordinarios hasta ser nombrado arzobispo de Florencia el 3-VI-1977 y creado Cardenal en el Consistorio del 27-VI-1977. Murió el 26-X-1982. Tan pronto tuvo noticia oficial de su nombramiento para la Secretaría de Estado, el Fundador le escribió congratulándose de la confianza que en él ponía Su Santidad, y prometiendo visitarle para manifestarle de nuevo personalmente toda su estima y amistad (Carta a Mons. Giovanni Benelli, en EF-670701-4). Sobre anterior correspondencia con Mons. Benelli: Cartas, en EF-660831-1, desde Avrainville, y EF-661115-1.

98. Cfr. Carta a Su Santidad Pablo VI, en EF-680712-2.

99. Cartas a Mons. Giovanni Benelli, en EF-690224-2; y a Su Santidad Pablo VI, en EF-690224-1.

100. Cfr. Carta de Su Santidad Pablo VI al Fundador del Opus Dei, del 26-II-1969, en RHF, D-15106. La carta siguiente del Fundador a Pablo VI es una felicitación en las fiestas de Navidad, ofreciendo, en nombre propio y de toda la Obra, sus oraciones y filiales sentimientos de unión a la Persona del Papa: cfr. EF-691215-3.

101. Sobre cómo se fue tejiendo esta red de suspicacias e incomprensiones: Álvaro del Portillo, Sum. 803; cfr. también: Joaquín Alonso Pacheco, Sum. 4699.

102. Carta, en EF-700427-2.

103. Carta, en EF-701110-1. Cfr. Carta, en EF-701114-1.

104. Cfr. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-671029-1. Todo lo hubiese sufrido antes de dar un pequeño disgusto al Papa, porque «el dolor del Papa constituía para él una auténtica agonía» (Giacomo Barabino, Sum. 4528).

105. Carta a Mons. Angelo Dell’Acqua, en EF-701110-1.

106. Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 1174 y 805.

107. Cfr. ibidem, Sum. 805.

108. Carta, en EF-710202-1.

109. Los fieles del Opus Dei en nómina oficial eran: Mons. Salvador Canals Navarrete; el abogado Antonio Fraile González (que entró a petición del Cardenal Adeodato Giovanni Piazza); el sacerdote Julián Herranz Casado (llamado personalmente por el Cardenal Pietro Ciriaci); y el sacerdote Julio Atienza González, secretario del Cardenal Ildebrando Antoniutti, el cual, a petición de dicho Cardenal, entró como oficial menor adjunto (cfr. ibidem).

110. Ibidem.

111. Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 802.

112. Cfr. Javier Echevarría, Sum. 2375.

113. Cfr. Joaquín Alonso Pacheco, Sum. 4702.

114. Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 802.

115. Refiere Mons. Álvaro del Portillo que el entonces embajador español ante la Santa Sede, Antonio Garrigues Díaz-Cañabate, conocedor de la actitud de Mons. Giovanni Benelli, y deseoso de aclarar su postura para con el Fundador del Opus Dei, invitó a ambos a comer.

En la conversación, el Fundador, con toda naturalidad, pidió al Sustituto de la Secretaría de Estado que le manifestase si había cometido algún error o estaba actuando injustamente, porque en ese caso rectificaría allí mismo; su único deseo era servir a la Iglesia.

A lo cual, Mons. Benelli respondió que nada tenía que decir sobre eso; y el Fundador, con la conciencia tranquila de quien no guarda rencor a nadie, le replicó con sencillez: Entonces, monseñor, ¿por qué nos hostiga?

Benelli no despegó los labios. Sin embargo, al pasar los meses —continúa diciendo Mons. Álvaro del Portillo— fue corrigiendo su postura, para mostrar de nuevo su estima por el Opus Dei. Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 806; cfr. también: Julián Herranz Casado, Sum. 4040; y Francesco Angelicchio, PR, p. 337.

116. Carta Postulatoria de Mons. Giovanni Benelli, del 3-V-1979 (RHF, D-30805). Cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 806. Mons. Benelli se ocupó de que se publicara un artículo, en L’Osservatore Romano, con ocasión del fallecimiento del Fundador del Opus Dei.

117. «Recuerdo —testimonia Mons. Javier Echevarría— que, desde el Vicariato, nos pidieron información sobre una fecha para la erección de un Centro, pues desde la Secretaría de Estado querían conocer hasta los mínimos particulares, dando a entender que estaba todo en estudio, como si aquella venia no fuera definitiva» (Sum. 2376).

118. Secretaría de Estado, n. de Protocolo: 208080, 30-X-1972.

119. Carta a Mons. Jean Villot, en EF-721201-2.

120. Ibidem.

121. Álvaro del Portillo, Entrevista…, ob. cit., p. 20; cfr. también: Álvaro del Portillo, Sum. 787. Mons. Javier Echevarría refiere que esa respuesta del Fundador —según oyó comentar a éste más tarde— le vino espontáneamente a la boca, tanta era su reverencia filial al Papa (cfr. Sum. 2363).

122. Larguísima de confeccionar sería la lista de sus relaciones con eclesiásticos: desde los centenares de sacerdotes españoles que trató en los primeros años de la Obra hasta los altos dignatarios de la Curia Romana, que empezó a frecuentar en 1946. Ya se ha hablado de sus relaciones con los Papas: Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI; pero no tanto de los prelados, obispos, nuncios, eclesiásticos y religiosos de aquellos países por los que se extendía el Opus Dei. Y es de admirar no solamente el número incalculable de almas sacerdotales que a él se llegaron sino también el amplio arco de sus profesiones y categoría. Empezando por la Curia Romana y limitándonos a los cardenales, y mencionando tan sólo los italianos, la lista de sus amistades, muchas de ellas de gran intimidad, es amplísima (cfr. Álvaro del Portillo, Sum. 795-798). Trato frecuente y afectuoso tuvo el Fundador con los Cardenales Dell’Acqua, Larraona, Palazzini, Pizzardo, Antoniutti, Parente, Marella, Ottaviani, Baggio, Traglia, Pignedoli, Marchetti-Selvaggiani, Violardo, Lavitrano, Tedeschini, Tardini, Piazza, Schuster, Cento, Mimmi, Siri, Ciriaci, Agagnanian, etc. Cfr. Julián Herranz Casado, Sum. 3925; Joaquín Alonso Pacheco, Sum. 4698; José Luis Múzquiz de Miguel, Sum. 5815; Fernando Valenciano Polack, Sum. 7111.

123. Y esta observación vale también en el caso de Mons. Benelli. Cfr. Cartas a Mons. Giovanni Benelli, desde Lima, en EF-740727-1; desde Quito, en EF-740814-1; desde Caracas, en EF-740830-1; y, también desde Caracas, en EF-750210-1.

124. Álvaro del Portillo, Sum. 1170.

125. Javier Echevarría, Sum. 2372.

No es frecuente ver a nadie entonar un canto a la labor administrativa de la Curia. Mons. Escrivá lo hace en una de las cartas a sus hijos, en la que les muestra la labor escondida de una legión de eclesiásticos santos y doctos: Sirvieron con humildad a la Iglesia, y su servicio no les suponía ganancia personal en bienes materiales. No deseaban honores, sino que se entregaban generosamente a su tarea espiritual sin esperar halagos. Se llena el corazón de gozo al pensar en el oculto heroísmo de tantas —de muchísimas— almas santas que, con buena doctrina y firme fidelidad a la Sede Apostólica, han gastado su vida por la Iglesia de Dios [...]. Vedlos trabajar; han vivido pobres y han muerto pobres; han mandado suavemente y con fortaleza; a todos han escuchado, a todos han atendido, decidiendo con justicia y aconsejándose de personas doctas y rectas (Carta 15-VIII-1964, n. 73).

 
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