Alumno de bachillerato (1912-1918)

 

Índice: Isidoro Zorzano

Tras el verano en Ortigosa comienza el período, trabajoso para el muchacho, de sus estudios secundarios. Todos los alumnos de bachiller estaban matriculados en el Instituto General y Técnico, donde asistían a clase y presentaban los exámenes. Pero, además, casi todos acudían también a uno de los dos colegios privados de la ciudad: al de San José, de los Hermanos Maristas, o al de San Antonio (colegio seglar, pero con un sacerdote director espiritual). Isidoro permanece, lógicamente, con los Maristas.

En el colegio, a primera hora del día los chicos tienen sesiones de estudio vigilado o de preparación de los ejercicios, traducciones y problemas que habrán de presentar en el Instituto. A media mañana, en filas y acompañados por un Hermano, recorren la calle del Mercado, bajo los soportales cuando llueve. Tras pasar frente a la Colegiata de la Redonda y el Ayuntamiento, salen a la calle de Cervantes y llegan a la noble construcción que alberga el Instituto, donde asisten a clases hasta la hora del almuerzo.

Por la tarde los muchachos vuelven al colegio: allí estudian y reciben algunas explicaciones complementarias. También rezan el Rosario y asisten a clases de religión.

En los tiempos de recreo que fraccionan la tarde los chicos juegan al frontón, a mano, y también al fútbol (entonces, foot ball). Isidoro juega de vez en cuando al frontón, como en Ortigosa.

Se trata de un muchacho muy corriente, que pasa inadvertido. Cuando, al cabo del tiempo, se les pregunte por él, sus compañeros no conservarán unos recuerdos muy definidos. Como mucho, dirán: «No recuerdo haberle visto enfadado, ni tener riñas con algunos compañeros, los cuales le tenían en gran estimación por su carácter serio, espíritu de compañerismo y vida recta».

El rasgo más acusado de Isidoro, su voluntad a prueba de bomba, se pondrá de relieve principalmente en las largas sesiones de estudio, cuando llega a casa al caer la tarde.

Estudio exigente. Confirmación. Obras de misericordia. Vacaciones en la Sierra de Cameros

Isidoro tiene que trabajar de firme. Su hermana Salus, dramatizando un poco, dirá que a veces llegaban a «saltarle las lágrimas al no comprender una lección; pero redoblaba sus esfuerzos sin una muestra de cansancio, ni mucho menos queja». Los mayores —continúa— «procurábamos ayudarle, hacerle comprender cosas sencillas; pero, como le costaba, nos desalentábamos nosotros y nos cansábamos; pero él redoblaba sus estudios y no se acostaba sin saberlo». Se acuesta tarde y se levanta pronto. Cuando, por las mañanas, acuden a despertarlo, a menudo lo encuentran estudiando.

Con semejante régimen, Isidoro aprueba en mayo (1913) todas las asignaturas de primer curso, hasta con calificación de Notable en Lengua castellana.

También en mayo del año siguiente supera todas las asignaturas correspondientes al segundo curso y logra un Notable en Geografía Especial de España.

Dos meses antes, el 14 de marzo, había recibido el sacramento de la Confirmación. A Isidoro, a lo largo de su vida, no le faltarán oportunidades de ejercitar la fortaleza para la que le ha preparado el Sacramento: para profesar y practicar su fe en situaciones personal o socialmente adversas.

Durante la Primera Guerra Mundial, España se mantendrá neutral, lo que trae consigo algunas ventajas de tipo económico. Pero las especulaciones comerciales provocan una subida de precios en los artículos alimenticios de primera necesidad. Esto se hace sentir, sobre todo, en las zonas rurales. Así, La Rioja se ve repleta de pobres y obreros sin trabajo.

Estas estrecheces no afectan a los Zorzano, salvo en un aspecto: que han de practicar en medida creciente la limosna, en una ciudad llena de pordioseros. A estas fechas se debe remontar la preocupación de Isidoro por los necesitados: «No había», dirá su vecino Ángel Villar, «persona necesitada que, acercándose a su casa, no fuera por él socorrida. Tomaba parte en el sufrimiento ajeno». Otro compañero lo describe «siempre dispuesto a ayudar a todos en cualquier momento, no teniendo en cuenta para nada quién necesitaba de su ayuda». Tal vez fuera esta generosidad el «algo» excepcional que, sin saber definirlo, también los mayores advertían en el muchacho, ya de doce años y con una sonrisa insinuada, que anima su rostro más bien pensativo.

En el curso 1914-15, tercero de bachillerato, continúan los esfuerzos escolares, incrementados este año por el estudio de la lengua francesa. Salus, la hermana mayor, conoce algo el idioma porque las religiosas de la Compañía de María, cuyas aulas frecuenta, son de fundación francesa. Y se constituye de nuevo en institutriz de Isidoro, pero se impacienta cuando el muchacho se trabuca en la pronunciación o se atasca en algún giro. En ocasiones le golpeaba con el libro o lo mandaba «a paseo». Isidoro salía del cuarto y, a veces, sus guasones hermanos y primos le seguían por los pasillos, mientras él iba repitiendo en voz alta las lecciones. No le importa mucho la broma y, cuando calcula que Salus ha recuperado la calma, vuelve para que le amplíe la explicación.

A finales de curso aprueba, sin contratiempos, todas las materias; incluido el dichoso Francés. Por las mismas fechas, su hermano Paco, que quiere ser militar, aprueba el examen de ingreso en el Instituto.

Las vacaciones en Ortigosa discurren con el sosiego de lo acostumbrado.

Los veraneantes suelen hacer excursiones por los parajes vecinos: el Encinedo, El Santo, la Cerradilla o la Fuente de las Moscas. A veces las giras son a lomo de burro, sobre todo cuando hay que transportar la comida. A Isidoro le atraen particularmente las caminatas de gran distancia: al collado de las Tres Marías, por el norte, o al Mojón Alto, por el sur. A la vuelta de los años dirá que le hubiera gustado ser naturalista y coleccionar insectos, rocas o fósiles.

Isidoro y sus amigos organizan también expediciones a las cuevas que se abren, principalmente, en los macizos jurásicos de calizas. Todos los ortigosanos conocen, desde su infancia, la historia de una de estas grutas, situada en el Cerraoco: allí se había refugiado el General Martín Zurbano, guerrillero durante la Independencia, quien posteriormente se sublevó contra el gobierno, que lo derrotó, capturó y pasó por las armas. Los pequeños del lugar visitan de vez en cuando la oquedad. En una de estas ocasiones Isidoro había quedado, para ir al Cerraoco, con su pandilla. Los amigos llegaron tarde a la cita. El muchacho, con infantil terquedad, está indignado por el plantón: «Pues ya no voy». Y no fue. Con los años limará estas rigideces, fruto quizá de la exigencia que tiene habitualmente para consigo mismo.

Un nuevo condiscípulo: Josemaría Escrivá. Premios en Dibujo

El 30 de septiembre de 1915 se matricula Isidoro en cuarto curso.

En las clases, matutinas, del Instituto hay este año una cara desconocida. Es alumno del colegio de San Antonio. El nuevo compañero se llama Josemaría Escrivá. «Era fuerte y bien plantado» —dirá Isidoro, refiriéndose a él; «iba siempre vestido correctísimamente. Al mismo tiempo serio y muy alegre: no sé cómo explicarlo». El muchacho había nacido en Barbastro (Huesca), unos meses antes que Isidoro. Sus padres, don José y doña Dolores, pertenecían a familias ilustres del Alto Aragón. Don José había sido, hasta hacía muy pocos meses, copropietario de un notable comercio barbastrense: su honradez a carta cabal y la imprudencia de algún socio lo arruinaron. A principios de 1915 se había trasladado a Logroño. En septiembre, asentado ya en la capital riojana, había traído consigo a su esposa y a sus dos hijos: Carmen y Josemaría. Instalaron su domicilio en la calle de Sagasta número 18.

Aunque su tono distinguido trasluce la educación recibida, Josemaría resulta simpático y accesible. Sin llegar tal vez a la intimidad, pronto hace buenas migas con Zorzano: solían salir juntos del Instituto, hablando de mil cosas. Isidoro no puede imaginar cuánto significará en su vida el nuevo condiscípulo, ni los estrechos lazos que los vincularán. En Josemaría advierte algunas de las cualidades que él mismo no posee y admira: ingenio pronto, palabra fácil, imaginación viva, desenvoltura en el trato... Le maravilla, sobre todo, su facilidad para aprender las lecciones. Claro está que también Josemaría estudia; pero Isidoro comentará muchos años después: «No lo veía estudiar nunca y sacaba sobresalientes; en cambio yo, todo el día estudiando, y...». Esto no le desalienta.

Zorzano aprueba todas las asignaturas e incluso consigue un Sobresaliente, con premio, en Dibujo. Crece así su afición por el dibujo, para el que —a diferencia de otras materias— tiene gran facilidad. Y emprende ilusionado la copia de un arco romano; trabajo al que dedica bastantes horas. Cuando, a primeros de septiembre, ha de matricularse para el quinto curso, dirige —de su puño y letra— la siguiente instancia al Director del Instituto:

«M.I. Sr.:

Isidoro Zorzano Ledesma, natural de Buenos Aires, de catorce años de edad a V.S. atentamente expone:

Que habiendo obtenido Sobresaliente con opción a Matrícula de Honor, en los exámenes oficiales de Mayo último en la asignatura de Dibujo 1º curso,

A V.I. suplica le sea aplicada dicho premio a la asignatura de dibujo 2º curso.

Es gracia que el recurrente no duda alcanzar de la reconocida bondad de V.I. cuya vida guarde Dios muchos años.

Logroño 1º septiembre 1916.

Isidoro Zorzano Ledesma».

En los exámenes finales (1917) obtuvo de nuevo Sobresaliente con Matrícula de Honor en Dibujo, consiguió calificación de Notable en Historia de la Literatura y aprobó las restantes materias. La prensa local echa mano de cualquier «noticia» y el premio de Isidoro, como todos los concedidos por el Instituto ese año, mereció salir en los periódicos.

Fin del bachillerato. Será ingeniero

Al llegar septiembre, Isidoro debe elegir a cuál asignatura de sexto año aplicará la matrícula de honor alcanzada. Se decide por «Agricultura y Técnica Agrícola e Industrial». A fin de cuentas, la agricultura le resulta familiar por los veranos en Ortigosa, donde también ha visto de cerca algunas industrias.

El curso empieza en octubre, pocas fechas antes de que Lenin y sus bolcheviques se hagan violentamente con el poder en Rusia. Las noticias llegaron a todo el mundo: también a La Rioja. Por los mismos días en los ambientes católicos se habla de la portentosa danza que interpretó el sol en Fátima, el 13 de octubre, y que contemplaron unas setenta mil personas junto a los tres videntes de la Santísima Virgen. Lo que se sabrá sólo veinticinco años después es que, en su aparición del 13 de julio, Nuestra Señora se había referido a los errores, guerras y persecuciones contra la Iglesia que la nueva Rusia difundirá por el mundo. Isidoro conocerá de cerca algunos de estos efectos de la revolución comunista; y vivirá la experiencia muy cerca de su compañero Josemaría.

El año 1917 se cierra en Logroño con temperaturas insólitas: de 16 grados bajo cero. El Ebro se ha helado y el Ayuntamiento recubre de paja las calles para que se pueda transitar. Un desacostumbrado temporal de nieve azota La Rioja y su capital, en los primeros días de 1918.

Cuando, por la mañana, la ciudad y sus alrededores aparecen cubiertos por la blanca, fría y silenciosa superficie, unas huellas denotan que alguien ha caminado de madrugada: es un carmelita. Esas huellas serán como un zarpazo en el alma de Josemaría Escrivá, quien vislumbra lo que puede significar el amor de Dios. Barrunta que algo espera Dios de él y que tal vez el sacerdocio, en el que jamás ha pensado, sea un buen modo de disponerse para cuando llegue con claridad la llamada divina.

Isidoro nada sabe de las inquietudes de su compañero, pero atraviesa, también él, su propia crisis personal. Ha sido, casi desde que llegó a Logroño, un niño —después, un adolescente— fervoroso. Su práctica religiosa y su espíritu de sacrificio hacen a muchos dar por supuesto que Isidoro será sacerdote. A quien menos claro le parece que sea ésa su vocación es al propio interesado. Había tratado alguna vez del asunto con el maestro de Ortigosa y habla con un sacerdote, don Valeriano Ordóñez. Por iniciativa de unos parientes, amigos del Prelado, conversará incluso con monseñor Juan Plaza, Obispo de Calahorra. Monseñor quedó encantado de Isidoro. También éste regresó muy ufano a su casa —¡no todos los días se habla con un Obispo!—, ...pero sin haber resuelto nada.

No es Isidoro amigo de cerrar los ojos a los problemas. En este caso, sin embargo, dilata la cuestión hasta el verano. Seguir dando vueltas al futuro mermaría su rendimiento escolar presente. El muchacho tiene un profundo sentido de la justicia y es consciente de los dineros que la familia está invirtiendo en sus estudios: este último curso de bachiller paga en el colegio 67,60 pesetas en concepto de matrícula inicial y ocho mensualidades superiores a las 28 pesetas cada una. De forma que se aplica con toda el alma a preparar los últimos exámenes de bachillerato. Descubre así que la dedicación a un objetivo permite abstraerse de otros asuntos, inoportunos en ese momento —aunque sean importantes, como la posible vocación sacerdotal que le atribuyen—, y mantenerlos en segundo plano, hasta que llegue su turno.

El resultado de tal proceder, que habrá de aplicar con frecuencia en tiempos futuros, será brillante. En el mes de mayo (1918) logra las mejores notas de todos estos años: Sobresaliente, con premio, en Agricultura y Técnica Agrícola e Industrial, a la que aplicara su matrícula de honor del curso anterior. Al estudiarla ha descubierto el atractivo de la técnica industrial. En todas las materias restantes recibe la calificación de Notable. Un éxito en toda la línea. Los profesores que, hace siete años, consideraban problemático su bachillerato no sabían quién era Isidoro, cuya capacidad intelectual —por otra parte— se ha desarrollado con el estudio.

Terminado el curso y llegado el verano, Isidoro no puede seguir dando largas a su determinación profesional.

La guerra mundial está en los últimos coletazos. Son éstos, también para Isidoro, meses de conflicto: de conflicto interior afrontado a plazo fijo. Dijo a su madre que necesitaba descansar unos meses para reflexionar a fondo sobre su futuro. Como de costumbre, fue a Ortigosa, donde no se aisló de los planes habituales en el verano: como siempre, alternó en jiras y excursiones. Tuvo también tiempo para meditar con sosiego y pedir a Dios que le hiciera conocer su Voluntad.

Analiza —analizar se le dará siempre bien— los orígenes de la vocación sacerdotal que le atribuyen. En la tranquilidad camerana comprueba que son los demás quienes lo han venido etiquetando como futuro clérigo. Pero una cosa es cultivar sinceramente la piedad, y otra muy distinta ejercer el ministerio sagrado. Con la honradez que le caracteriza, concluye que Dios no le llama al sacerdocio.

No se siente en la obligación de justificar su determinación, ni de manifestar los razonamientos que le han llevado a excluir la clerecía. El hecho es que jamás experimentará pesar o remordimiento por haber tomado esta decisión. Cuando, a la vuelta de los años, se plantee si Dios no le pide una entrega total a su servicio, se tratará de un problema nuevo, independiente del que ha resuelto este verano de 1918. Ahora debe optar por una carrera.

Su hermana dirá que «sin saber» —los demás— «cómo ni por qué, al finalizar» los tres meses «escribió una carta a mi madre» (que debía de estar en Logroño cuidando a la «mamita» Salustiana, enferma). Se limitaba a comunicar «que lo había pensado mucho y prefería hacerse ingeniero industrial». Teresa «le contestó que lo pensara mucho, pues era cosa trascendental en la vida». Isidoro respondió «que era cosa pensada y decidida».

Cuando Isidoro se expresa con semejante firmeza, todos comprenden que no hay más que hablar; y, en efecto, nadie vuelve a mencionar el sacerdocio. Salus refiere la extrañeza que la carta produjo en los suyos: «Nos chocó bastante, pues nunca creímos que seguiría tal carrera». No se sorprendieron tanto porque desechara la idea del sacerdocio, cuanto por la decisión de hacerse ingeniero.

Pese al chasco que se habían llevado con su bachillerato, superado sin un solo suspenso —con bastantes notables y algunos premios—, los parientes vuelven a mostrar escepticismo a propósito de la ingeniería. También esta vez se demostrará que Isidoro no tomaba sus decisiones a humo de pajas.

 

 
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