Sin fronteras

«Me he hecho todo para todos, para salvarlos a todos... »(1 Cor IX, 22)

En busca de la libertad

El 18 de julio de 1936, Pedro Casciaro está de vacaciones en Alicante. Vive con sus abuelos, que tienen nacionalidad británica, circunstancia que les pone a cubierto de toda persecución. El resto de la familia está adscrita, ideológicamente, al Gobierno de la República. Su seguridad, por tanto, está protegida, pues allí no ha triunfado el alzamiento. Después de ser movilizado por el ejército de Levante se le destina a Valencia, y en la ciudad va a encontrarse, una vez más, con Paco Botella. Este se ha trasladado con su familia desde Alcoy a Valencia, y vive en un piso de la Avenida del Marqués del Turia.

También José María Hernández de Garnica, que ha estado a punto de ser fusilado en Madrid, es conducido a la cárcel de Valencia y, por fin, puesto en libertad.

Hasta aquí les llegan cartas y postales escritas frecuentemente por el Padre. Vienen firmadas con el nombre de Mariano, que consta en la fe de Bautismo de Barbastro, y que adopta ahora para no comprometerles si la censura llega a sospechar su procedencia. Otras veces es Isidoro Zorzano quien transmite las ideas del Padre traducidas a un lenguaje, en clave familiar, con el que se han llegado a entender perfectamente.

A pesar del riesgo que supone y de la zozobra constante que rodea la vida del Fundador en estos meses, no ha dejado de esforzarse para seguir ayudando y dirigiendo a sus hijos, que se encuentran esparcidos por el peligro de frentes, cárceles, embajadas y ciudades.

A primeros de octubre de 1937, llega a Valencia la gran noticia: un grupo de personas conocidas, entre las que se encuentra el Padre, llegará a la ciudad en breve plazo. No se precisa fecha. Pedro y Paco no aciertan a explicarse cómo han podido obtener los pasaportes o salvoconductos necesarios para salir de Madrid y viajar a otra provincia. Es un trámite difícil y arriesgado.

Una de las muchas tardes de este otoño, Pedro, concluido su servicio en la Dirección General de los Servicios de la Remonta, llega hasta la casa de la familia Botella. Abre la puerta la madre de Paco y le dice que unos señores de Madrid le están esperando en la salita. Al entrar en la habitación, iluminada a contraluz por el atardecer, distingue a un hombre delgado, vestido de gris oscuro y que, apenas le ve, se acerca con los brazos abiertos:

«Perico, ¡qué alegría de volver a verte!»(1).

Es la voz del Padre. Al sentir su abrazo, Pedro no puede contener la emoción y ha de pasar un buen rato hasta que logra tranquilizarse. Aprecia los cambios que se han operado desde que le vio por última vez, en Madrid. Parece tener más edad; está enormemente delgado; su mirada sigue siendo penetrante y afectuosa tras unas gafas de montura gruesa. No han cambiado su palabra y su acento.

El Padre explica que han tomado la resolución, después de haber rezado mucho, de cruzar la frontera catalana a través del Pirineo. Lo que no les dice, en ese momento, es cuánto le ha costado tomar esta decisión, y cuántos argumentos han tenido que emplear los que le acompañan para hacerle huir del peligro de Madrid. Mientras quede uno solo de sus hijos expuesto a la persecución, se niega a abandonar la ciudad ante la remota, casi imposible, oportunidad de ayudarle. Tienen que emplear toda clase de dialéctica para que abandone una situación cada vez más comprometida. Sólo la necesidad de seguir realizando el Opus Dei, la convicción de que es preciso hablar libremente de aquello que Dios ha puesto en su alma, le harán plegarse a las razones de quienes le rodean. También deja en la capital de España a su madre y a sus hermanos.

Se han trasladado en coche hasta Valencia. El viaje ha sido largo, con repetidas paradas en controles de milicianos y constantes situaciones de riesgo. Cae el sol, cuando llegan a la ciudad del Turia. Acompañan al Padre José María Albareda, Tomás Alvira y Manolo Sáinz de los Terreros. Es el 8 de octubre de 1937. Les ha precedido Juan Jiménez Vargas, que ha demostrado a lo largo de todo este tiempo una infatigable capacidad de resolver dificultades y hallar recursos que protejan la vida del Fundador.

Unos días antes, paseando por la Avenida del Marqués del Turia, Juan transmite a Pedro y a Paco las ideas que ha oído al Fundador a lo largo de estos meses: todo cuanto sucede es trascendental para la Obra; resulta necesario armarse de madurez humana y de gran valor sobrenatural. El llamamiento de Dios es lo primero, y exige superar todo temor, todo pretexto de juventud; es preciso tener la convicción de que el Opus Dei ha de salir adelante; para esto, hay que ceder planes y compromisos por muy acuciantes que parezcan.

Apenas un mes antes, José María Albareda, el que habría de ser durante largos años uno de los motores de la investigación científica en España, ha pedido su admisión en el Opus Dei. En el estallido de la guerra, ha pagado ya su trágico denario de sangre en las personas de su padre y un hermano fusilados en Caspe. Es la familia de Albareda la que ha encontrado los enlaces precisos, en Cataluña, para intentar el paso del Pirineo y la entrada en zona nacional.

Al día siguiente, el grupo que ha llegado de Madrid se reúne con Pedro y Paco en la mayor discreción posible; caminan hasta una modesta fonda, en la parte vieja de la ciudad. Pedro conoce bien el lugar y sabe que no suele presentar ningún peligro. Y, sin embargo, hay un momento difícil: cuando están comenzando el almuerzo, entra un grupo armado pidiendo documentación. Pedro, al darse cuenta, palidece. El Padre le dice en voz baja, al notar su preocupación:

«Quédate tranquilo; encomiéndalo a los Custodios»(2).

Al llegar a la mesa que ocupan, los milicianos sólo piden la documentación a Pedro Casciaro, que está rigurosamente en regla.

Ese mismo día, por la tarde, acuden a la estación para tomar el tren camino de Barcelona. Los andenes, bajo la estructura de hierro, acogen una multitud abigarrada: soldados, milicianos, gentes con indumentarias indescriptibles, actitudes vociferantes o gestos furtivos de recelo. Maletas de madera, cestos, fusiles, humo y suciedad en vagones repletos. Pedro y Paco, que han venido a despedirles, observan al Padre, en medio de aquella confusión. Querrían acompañarle. Sin embargo, antes de que el tren emprenda la marcha, es don Josemaría quien les infunde ánimo, enviándoles una sonrisa optimista desde la ventanilla. Al arrancar el convoy introduce su mano dentro de la chaqueta y hace allí la señal de la Cruz, bendiciéndoles.

La pitillera de plata, que continúa oculta en el bolsillo interior, lleva Formas Consagradas. Durante este tiempo, muy cerca del corazón del Padre, es el único sagrario de la Obra.

El viaje es lento, con paradas imprevistas e interminables. Todavía no ha roto el alba, cuando el Fundador decide consumir la Eucaristía, por reverencia. La mayor parte de los viajeros duermen en los asientos, en el suelo de los pasillos, apoyados en las paredes; pero algunos grupos hablan y blasfeman a grandes voces.

Nunca olvidará el Padre esta noche. Ni otras muchas que ha pasado en oración pidiendo y reparando por una multitud de almas enajenadas para las que Dios se ha ocultado, igual que la luz, en la tarde de este día.

Al llegar a Barcelona, se distribuyen por diversas casas. Y rápidamente se inician las gestiones para conectar con los guías que han de pasarles a través del Pirineo. Sin embargo, todo es lento y peligroso. Los periódicos publican el asesinato de un grupo numeroso de refugiados que intentaban huir y han sido descubiertos por la vigilancia armada cerca de la frontera. Esto supone un retraso, porque es necesario esperar a que la situación adquiera nueva calma.

Cuando apenas hace una semana que han llegado a Barcelona, Pedro Casciaro recibe un telegrama en su pensión de Valencia: dice que le esperan en la Ciudad Condal.

Ni por un momento duda en afrontar las consecuencias y los peligros de este viaje. Está militarizado; no es posible obtener un permiso de desplazamiento; tiene que desertar de su puesto. Tampoco pone en la balanza de intereses la opinión que su familia -que continúa viviendo en Albacete- pueda formar acerca de esta determinación.

Al día siguiente toma el tren. Cuando llega a la estación terminal de Barcelona, le esperan el Padre y Juan. Como es muy temprano, en la casa donde se alojan tienen todo preparado para celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Pedro se conmueve, después de tantos meses, viendo la piedad, la serenidad del Padre que recita las oraciones litúrgicas. No hay ornamentos. Todo es improvisado. Todo menos el amor de la Consagración, del retorno de Cristo vivo hasta los hombres. Hay un momento en que la memoria y el cariño le transportan al primer y querido oratorio de la Residencia de Ferraz.

En Barcelona se entera de que el Padre sufre constantes vacilaciones en su idea de cruzar el Pirineo. No quiere dejar atrás a los que, de algún modo, quedan expuestos al peligro, y al mismo tiempo ve la necesidad de extender la Obra. Le ha llamado para que conozca los trámites que han puesto en marcha para salir de España. El Fundador quiere que, en una próxima expedición, otro grupo pueda seguir sus pasos. Pero aunque la angustia de dejar atrás algunos hijos suyos hace presa en su ánimo repetidas veces, no se trasluce en su gesto ni en su porte. Está alegre con todos. Sigue sembrando buen humor.

Durante un día entero, Pedro disfruta de la compañía del Padre en Barcelona. Pero ha de tomar el tren de regreso a Valencia. En el andén, el Fundador y Juan Jiménez Vargas le despiden. Cuando llega a su acuartelamiento en la ciudad del Turia, el coronel que manda el regimiento ha sido informado de la desaparición del soldado Casciaro. Causa verdadero estupor verle aparecer, un día más tarde, alegando un viaje indispensable para el que no tuvo posibilidad de solicitar permiso.

Gracias a que su conducta siempre fue correcta, y a la suerte, Pedro sale bien parado de esta huida. Sólo van a castigarle con quince días de arresto.

Apenas olvidado el percance, llega JuanJiménez Vargas desde Barcelona. El Padre no desea irse de España si no les acompañan Pedro y Paco. Juan ha emprendido el arriesgado viaje para volver con ellos. También se va a incorporar al grupo Miguel Fisac. Una semana después, llegan por la ruta Valencia-Barcelona. Según consta en sus documentaciones, falsas, se trata de soldados de Servicios Auxiliares que gozan de permiso por asuntos de familia.

En efecto: el Padre y varios hermanos les esperan en Barcelona para resolver importantes asuntos de familia. Es, y esto ya no puede constar en ningún salvoconducto, una familia de vínculo sobrenatural que ha de luchar pacíficamente para seguir haciendo, sin bandos ni prejuicios, con la libertad de los hijos de Dios, el Opus Dei sobre la tierra entera.

A través del Pirineo

Se les hacen largos los días de espera, porque siguen las dificultades para conectar con quienes se dedican a pasar refugiados por entre los bosques. El peligro multiplica su cerco cada jornada que pasa. Empiezan a caducar los salvoconductos de los más jóvenes. Han agotado las posibilidades económicas en concertar la huida, y no queda reserva alguna para prolongar la estancia en Barcelona.

El Padre aprovecha esta forzosa permanencia en la ciudad: celebra Misa diariamente en distintas casas, lleva la Comunión de uno a otro lado. Administra el Sacramento de la Penitencia. Habla y anima con su inalterable esperanza a todos cuantos Dios pone en su camino.

Además de esta dedicación continua y peligrosa, debe someterse al entrenamiento previsto para cuando llegue el momento de emprender la marcha hacia el Pirineo: se trata de largas caminatas por la ciudad para acostumbrarse a jornadas de brega y de cansancio. A todo ello se une la desnutrición inevitable: es un momento en el que escasean los alimentos más indispensables y el contrabando especula con precios prohibitivos. A pesar de estas circunstancias, el Padre no olvida sus mortificaciones habituales. Sabe privarse de cosas, con el mayor disimulo, para que el resto pueda cuidarse un poco más. Su estado de delgadez es alarmante.

Unos días antes han comprado seis impermeables baratos y fáciles de plegar. Logran -¡al fin!- establecer los enlaces. Parece que están en buenas manos y ya sólo queda esperar la señal de partida para la fecha que juzguen adecuada. El 16 de noviembre reciben instrucciones concretas: la marcha dará comienzo el 19(3). Ese día subirán al autobús que cubre el recorrido Barcelona-Seo de Urgel. El Padre lleva pantalones de pana ceñidos en los tobillos, camisa y jersey de algodón azul marino y una boina negra. Le han conseguido unas botas de badana color castaño que son de mala calidad, pero que tal vez faciliten la larga andadura por el bosque. El resto va calzado con alpargatas. Sólo el profesor Albareda tiene botas con suela de crepé, que adquirió en Alemania para sus excursiones científicas por la montaña. Unas cuantas bolsas y mochilas encierran el escasísimo equipaje. Una lleva el cargamento más preciado: una copa y un pequeño plato de cristal, una botella con vino para celebrar la Santa Misa, dos corporales y purificadores, así como un cuaderno manuscrito con las oraciones litúrgicas del Misal.

Ninguno está en condiciones físicas de emprender esta penosa e incierta marcha, y el Padre menos que nadie. Aún no se ha recuperado totalmente del último ataque de reúma que ha sufrido. En previsión de su posible falta de fuerzas, Juan se ha provisto de una bota de vino al que añade una gran cantidad de azúcar. Así espera poder combatir, momentáneamente, el agotamiento muscular, si es que llega a presentarse.

Los mayores pueden viajar hasta Oliana, más seguros por su documentación y por la edad, que les hace aparecer menos sospechosos; pero los que están en edad militar han de bajarse del autobús antes del control de Basella, que es muy riguroso. Por eso, Pedro, Paco y Miguel dejarán este medio de locomoción en Sanahuja y llegarán andando hasta la primera casa de refugio, que es un pajar junto a Peramola. Todo se lleva a cabo según el plan previsto. El primer grupo ha llegado ya al pajar de Peramola y espera impaciente a los más jóvenes. Este segundo grupo debe llegar hacia la medianoche. Pero pasan las horas y no aparecen. La quietud en el pajar es total, pero en vigilia. Los ratones corren a placer por entre los visitantes. No tienen más remedio que partir al amanecer. Don Josemaría deja una carta para los muchachos: está impaciente por reunirse con ellos. Un par de horas después llegarán a la masía de Vilaró. Veinticuatro horas más tarde les da alcance ¡al fin! el segundo grupo. Y así conocen su aventura. Al bajarse del autobús en Sanahuja llevan una consigna: buscar a un hombre que tiene un paraguas en la mano; decir la palabra «Pallarés», y seguir andando. Pero al llegar, el tiempo es lluvioso... ¡todo el mundo lleva paraguas!... Al fin, el propio guía les localiza. Pero luego se pierden todos en el bosque, y darán vueltas hasta encontrar el buen camino. Felizmente, el 21 de noviembre les reúne a todos en la Masía Vilaró.

Pere Sala, el dueño de esta Masía, habla poco y pasea, con vista de lince y la escopeta al hombro, en busca de ardillas que puedan servir como alimento. La noche del 21 de noviembre, les parece que el Padre está menos alegre que de ordinario: le notan preocupado y, en medio de su cansancio, no saben qué hacer para indagar lo que le perturba. Cuando llega la oscuridad, Pere les lleva hasta la antigua iglesia de Pallerols, muy cercana a Vilaró, que ha sido desvalijada. Aquí, «en Pere» les da instrucciones:

-«No abran la puerta a nadie».

Y les introduce en una estancia que parece un horno de pan con paja en el suelo, en el que caben apenas los seis. Deben encerrarse allí y mantenerse en riguroso silencio. Solamente les deja una candela por si precisan algo de luz dentro de aquel recinto.

A la llama de esta vela, cenarán un poco de embutido y pan que llevan en las mochilas. Luego, se acomodan don Josemaría, Juan, Pedro, Paco, José María Albareda y Miguel. Las horas de la noche empiezan a resbalar sobre el pequeño refugio sumido en el silencio. Hay un olor seco a arcilla, paja y humo. Por un ventanuco del techo apenas se vislumbra el cielo. Atravesando la densidad de las sombras, Pedro observa el rostro abatido del Padre. Jamás le ha visto así. También advierte que habla en tono apasionado y en voz baja con Juan.

Paco, que está cerca del Padre, le explica los motivos: el Padre quiere regresar a Madrid. Siente la obligación de volver con los que han quedado expuestos a un mayor peligro. Juan está intentando convencerle. Y de pronto, se oye una frase autoritaria y tajante:

«¡Usted va adelante, vivo o muerto!»(4).

Jamás ha hablado así al Padre. Todos respetan profundamente al Fundador, y se han apoyado siempre en su entereza, en su energía humana y sobrenatural. Pero esta vez, Juan ha tenido que echar mano de todas sus reservas para impedir que exponga la vida de modo irremediable. Tiene la certeza de que, en este viaje, lo que han de lograr entre todos es llevarle a una tierra donde pueda seguir cumpliendo su vocación.

Pedro se pone a rezar. Agotado y nervioso, aún alcanza a ver el llanto contenido del Padre antes de que le venza un sueño irresistible.

Más tarde sabrán que, esa noche, don Josemaría no durmió. Se acogió, con todo el amor y la disponibilidad de su corazón, a la Reina del Cielo. Y le pidió -nunca lo había hecho- una señal clara de la decisión que había de tomar al día siguiente.

En la mañana del 22 de noviembre se levantan todos al amanecer, como habían convenido, con la intención de preparar y asistir a la Santa Misa. El Padre sigue profundamente afectado. Abatido. Nadie sabe qué decirle. En medio del silencio sale del horno en que han pasado la noche y camina hacia la desvalijada iglesia. Seguramente va a rezar, a empezar su oración de cada día.

Rialp amanece por entre los pinos, con el frío húmedo de esta mañana otoñal. En la antigua iglesia, que tuvo fervor de pastores y campesinos, el Fundador espera una luz que reafirme su decisión de cruzar la frontera en busca de la libertad que necesita para continuar realizando el Opus Dei. Desde sus tiempos de seminarista de Zaragoza, le gusta invocar a la Virgen con un piropo que recoge la Letanía Lauretana: “Rosa Mystica”. Una rosa, la flor reina. Y mientras reza ve una rosa de madera estofada, tal vez desprendida de un altar antiguo. Intacta. A salvo de la inclemencia que ha destrozado cuanto le rodea. La toma en sus manos, y una paz infinita invade su corazón. Se deslíen las dudas amargas que le han asaltado desde hace muchos meses, y el sol, como un presagio de certeza, rompe la mañana y asoma por entre los bosques del Pirineo.

Le ven volver. Es un hombre distinto al que ha salido. Su rostro está radiante. Tiene una mirada que infunde, de nuevo, alegría y seguridad. Trae la rosa de madera apretada en las manos. Como un símbolo de amor. La rosa aparecerá muchas veces junto al sello de la Obra. Para perdurar el gesto con que la Reina del Cielo hizo saber al Fundador cuál era, en un momento arduo, su auténtico camino.

Inmediatamente después celebrará la Santa Misa. Luego, emprenderán con nuevo vigor la ruta que les ha de llevar cada vez más cerca de su destino.

Pere les conduce a través de la maleza para abordar una cabaña, en medio del bosque, al norte de Vilaró. Habrán de arreglarse con los víveres que este hombre les trae diariamente. El día 22 de noviembre, Manolo y Tomás, los últimos que faltaban por llegar, se incorporan a la expedición. Una vez todos reunidos, ponen un nombre al refugio: Cabaña de San Rafael, en memoria del Arcángel viajero. Y organizan allí la convivencia. No sobra un minuto. Diariamente el Padre les dirige la meditación, celebra Misa en un altar al aire libre levantado con piedras y troncos de pino. Mantienen en orden perfecto la cabaña, se parte leña, se preparan charlas culturales, se dibuja.

Todo contribuye a crear el clima de tranquilidad necesario para esperar cinco largos días hasta que puedan seguir adelante. Y lo harán sin apatías, impaciencias ni cansancios. Es más, el silencio del bosque va a influir en su ánimo con una paz ancha y honda que necesitan después de las zozobras de los últimos meses; que necesitarán en las próximas jornadas para superar las durísimas pruebas que se avecinan.

Al Padre se le presenta la oportunidad de llevar la esperanza a otros que están aislados y escondidos. El arcipreste de Pons está refugiado en el feudo de Vilaró y se acerca un día a la cabaña a ver al Padre. Desde ese momento no pierde ocasión de hablar con él. Para este hombre, el encuentro ha sido media vida. En otro escondrijo, a media hora de camino, hay dos sacerdotes más, emboscados desde el principio de la guerra: se trata del párroco de Peramola y un hermano. El Padre acude a verlos, pasa horas con ellos. Pero no solamente departe con los que están refugiados en los montes: desde el primer día establece contacto amistoso con quienes les ayudan en la travesía. Son hombres poco comunicativos. Acostumbrados a la dureza de su condición. Sin embargo, rompen su mutismo para simpatizar con este sacerdote.

El 27 de noviembre, a media tarde, llega «en Pere», anunciando que el tramo más duro del largo camino -más de 50 kilómetros de montaña, caminando siempre de noche y permaneciendo escondidos durante el día- va a dar comienzo inmediatamente. Hay que subir hacia el norte. Les presenta al guía, Antonio, un hombre fuerte, joven y capaz de trepar como un gamo por escarpaduras increíbles. Con un hermetismo silencioso que supera a todos los anteriores personajes.

Las dificultades en este momento se agigantan. El frío, la montaña, la carencia de ropa y alimentos. El sufrimiento fisico de largos meses de hambre y privaciones. Y la presencia de una vigilancia seria que cruza constantemente el valle y los pasos practicables. Sin embargo, ninguno tiene miedo; están llenos de confianza.

A lo largo de los recorridos nocturnos se irán añadiendo más fugitivos a la expedición: la mayoría son campesinos catalanes y algún estudiante. Después de una caminata durísima que concluye tras la primera noche, cruzando vegetación de pinar, llegarán a la base del monte Aubens. Cuando está cerca la Espluga de las Vacas el sol empieza a salir, marcando el amanecer del día 28. El Padre prepara lo necesario para celebrar la Misa. Al ver toda esta nueva gente que se les ha ido incorporando en el camino, no sabe qué actitud tomar. Teme alguna irreverencia. Pero como es domingo, se anuncia que un sacerdote oficiará el Santo Sacrificio. Y se acercan, poco a poco, cuantos componen esta heterogénea expedición de caminantes. El Padre recita con pausa y devoción las oraciones. Consagra el Pan y el Vino. Ante aquella manera de dirigirse a Dios, la emoción se apodera de este grupo que no ha vuelto a pisar una iglesia ni asistido a un acto religioso desde hace muchos meses.

Antonio Dalmases, un estudiante catalán que forma parte de la expedición, anotará en su diario: «nunca he oído Misa como hoy. No sé si por las circunstancias, o porque el sacerdote es un santo»(5). En la Consagración, cercados por el peligro que acecha entre los bosques y protegidos por la cúpula del cielo, se inclinan y doblan las rodillas en gesto de adoración.

La subida del Aubens resulta muy escarpada y es preciso hacerla antes de que cierre la noche. La pendiente es dura y hay que agarrarse fuerte a piedras y matorrales. En esta jornada, Tomás está a punto de desfallecer. El guía no ofrece opción y ordena abandonarle. No pueden arriesgarse a retrasar la marcha. El momento es tenso y grave. El Padre habrá de salvar la situación convenciendo al guía Antonio, y entre todos ayudan a Tomás. Al fin logran superar la escalada completa del Aubens, la carretera de Isona a Coll Nargó y el río Sepent. Es de noche y el guía está visiblemente nervioso porque la marcha se retrasa más de lo previsto. El Padre permanece a su lado y le tranquiliza en voz baja. Por último, llegan a la casa de Fenollet, donde pasarán el día. Es allí, tras aquella abrumadora marcha, jadeantes, en silencio, con el esfuerzo martilleándoles en las sienes, con la sombra del agotamiento detrás de cada paso, cuando algunos de la expedición calibran la talla moral del Padre. Antonio Dalmases deja escrita una frase que se refiere al modo de actuar de este sacerdote que va en aquella fila de emigrantes: «Da ánimos a todos. Su compañía inspira confianza a todos nosotros, pues parece como si Dios le hubiese mandado. Me ha impresionado profundísimamente»(6).

El lunes 29, ya de noche, salen de Fenollet. Han de dominar la montaña de Santa Fe, cruzar el río Cabó y subir el Ares con 1.500 metros de altura. En esta nueva caminata el que está a punto de acabar, rota su resistencia entera, es Albareda. Este hombre estudioso y aún joven, aparece extenuado por el hambre y el cansancio, y se convierte en un autómata incapaz de dar un paso. Nuevamente el Padre ha de convencer al guía para que no le abandone. Al fin, entre varios, consiguen ayudar a José María para que pueda incorporarse al grupo y seguir caminando.

El día se emplea en descansar en el Cortal de Baridá, a unos 1.200 metros de altura. También la noche del 30 será dura, con descensos por una barrancada en dirección al Segre hasta cruzar el río Pallerols. Después de atravesar la carretera de Seo de Urgel a Sort seguirán la marcha junto al río Arabell. Durante dos horas entrarán y saldrán del río, en inmersión constante. El frío es atroz. Absolutamente empapados, temen todos por el Padre, que, sin embargo, aguanta la nueva situación de prueba. Este día apenas podrán descansar escondidos entre piedras y matorrales. Por la tarde, el tiempo se pone gris y frío. Caen copos de nieve. Cuando la luz decrece, empieza la última jornada. Es miércoles, 1 de diciembre. Suben la sierra de Burbre y bajan la ladera opuesta, tropezando con piedras rodadas hasta llegar al barranco de Civis. Una pequeña luz brilla en una hondonada, a poca distancia. Es un control de carabineros que ha encendido hogueras para resguardarse del frío a unos metros de distancia de la casa. Hay perros que acompañan a los soldados y ladran insistentemente.

Casi arrastrándose, los fugitivos pasan cerca. Avanzan lentamente, en silencio total. Se cruza, al final, la zona batida por la guardia y, tras una subida corta y casi impracticable, pasan el arroyo de Argolell y llegan a Mas d'Alins. Es la primera casa de Andorra. El guía se detiene y anuncia que han cruzado la frontera. Por increíble que parezca, aquella pesadilla ha terminado. Se quedarán el resto de la noche alrededor de una hoguera de troncos y, al amanecer del día 2 de diciembre de 1937, llegarán a Sant Juliá de Loira. Parados en medio del camino, maltrechos pero alegres, los refugiados rezan la Salve para agradecer a la Madre de Dios este nuevo día sin miedos ni peligros. Ha empezado a nevar intensamente.

En el Hotel Palacín de Les Escaldes, toman conciencia del lastimoso estado en que se encuentran. El Padre tiene las manos hinchadas y doloridas. Parece una reactivación del reúma, pero un examen de Juan demuestra la existencia de incontables espinas incrustadas debajo de la piel. Hay que sacarlas con ayuda de una pinza, y desinfectar las múltiples heridas. Al día siguiente, su primera Misa con ornamentos litúrgicos, en Andorra, tendrá largos mementos en los que están presentes, uno por uno, cuantos ocupan su corazón y su pensamiento. A pesar de la nieve tiene impaciencia por llegar a Francia y acercarse a Lourdes: terminar esta aventura con el signo con que ha empezado. Con la mirada protectora de la Virgen, con la seguridad total de su luz y su acogida.

Años más tarde, Monseñor Escrivá de Balaguer escribirá en una de sus homilías:

«La devoción a la Virgen no es algo blando o poco recio: es consuelo y júbilo que llena el alma, precisamente en la medida en que supone un ejercicio hondo y entero de la fe, que nos hace salir de nosotros mismos y colocar nuestra esperanza en el Señor. Es Yavé mi pastor -canta uno de los salmos-, de nada careceré. Me hace descansar en frondosas praderas, junto a aguas sabrosas me conduce; me devuelve la vida, y me guía por caminos derechos, en virtud de su nombre. Aunque yo ande por valles tenebrosos, ningún mal temeré, porque tú estás conmigo (Ps XXII, 1-4)»(7).

Después de varios días en el Hotel y de gestiones con la policía francesa para entrar de nuevo en España por San Juan de Luz, esperan un coche que la familia Albareda -residente en Francia- envía para recogerlos. Pero el frío intenso cierra el puerto de Envalira. Algunos no pueden contener la impaciencia, a pesar de que el Padre acepta las dificultades con gran presencia de ánimo.

La nieve sigue cayendo sin descanso, y deben continuar su ruta. Al fin, deciden ir hasta San Juan en cualquier medio de locomoción. El 10 de diciembre montan en un camión provisto de cadenas que no llega a pasar de Soldeu: patina sin avanzar un metro más. Desde allí siguen a pie, calzados con alpargatas, por entre nieve de más de medio metro de altura. Catorce kilómetros hasta Hospitalet. Aquí, una vez terminados los trámites de frontera, pueden utilizar el coche que debía haber llegado hasta Escaldes para recogerles si la nieve no lo hubiera impedido. Es un viejo Citroén de alquiler, en el que se apiña todo el grupo. Están empapados y ateridos de frío. Van en silencio mientras el vehículo rueda por las carreteras de Francia: perseguidos por toda inclemente dificultad, elevan al Cielo su oración, afincados en la seguridad y la esperanza. Muy de noche ya, llegan a Saint Gaudens. Sólo conseguirán dejar de tiritar al abrigo de las mantas de una modesta pensión que les acoge.

El Padre traza el horario para el día siguiente: se levantarán muy temprano para salir en dirección a Lourdes y a la frontera. Hay unas dos horas y media de camino entre Saint Gaudens y el Santuario.

Llevan el mismo equipo de ropa y calzado con el que han cruzado el Pirineo. El Padre va con su jersey y pantalón de pana. Las botas están destrozadas, pero no han podido adquirir nada nuevo por falta de dinero. Ya en la sacristía, les cuesta trabajo convencer a los sacerdotes de Lourdes para que permitan celebrar al Padre la Santa Misa. Es preciso explicar la odisea para conseguir su asentimiento. Al fin, se reviste los ornamentos -alba y casulla blanca de corte francés- y ocupa el segundo altar lateral, a la derecha de la nave, cerca de la entrada a la Cripta. Pedro Casciaro se dispone a ayudarle mientras los demás se sitúan en bancos cercanos. Al iniciar don Josemaría la liturgia, cuando ya levanta la mano para hacer la señal de la Cruz, se vuelve ligeramente hacia Pedro y le dice en voz baja:

-«Supongo que ofrecerás la Misa por tu padre,... para que el Señor le dé muchos años de vida cristiana». -«Lo haré, Padre».

-«Hazlo, hijo mío; pídelo a la Virgen, y verás qué maravillas te concederá»(8).

Algunos, como José María Albareda, han reencontrado a su familia al huir de la zona dominada por el Gobierno de la República. Otros, como Pedro Casciaro, han dejado a la suya en una posición política antagónica.

Jamás el Fundador ha intervenido en este asunto. El respeto por personas y opciones temporales es algo que lleva enraizado en su íntima condición de cristiano. Pero, por la misma razón, exige libertad para las verdades que lleva en el alma. Por ellas -para ejercer con inmensa amplitud su ministerio sacerdotal- ha cruzado el Pirineo. Sólo por la llamada de Dios a una dedicación irrenunciable.

Años más tarde, en 1960, el padre de Pedro Casciaro morirá precisamente el 10 de febrero, víspera de la festividad de la Virgen de Lourdes, después de haber sufrido años de exilio, de regresar a su patria, de conocer y querer profundamente al Fundador del Opus Dei y, especialmente, de haber retomado al encuentro con Cristo.

Hacia las siete de la tarde, llegan en coche a San Juan de Luz, donde les espera, impaciente, Manolo Albareda. Momentos después, cruzarán a pie el puente internacional de Hendaya camino de San Sebastián. Ahora sí, han huido de la España comunista y llegan a la llamada zona nacional. No hay gritos de júbilo. Hay una gran fuerza que grita por dentro el agradecimiento a la Señora por una libertad que han puesto, entera, en sus manos. La mayor riqueza del hombre, comprada hoy con el amor, la pobreza, el hambre y el frío más desoladores.

Ahora comenzará la dispersión del grupo que ha vivido estas inolvidables jornadas junto al Padre. José María Albareda y Tomás Alvira salen para Zaragoza; Juan Jiménez Vargas se incorpora a un destino en Sanidad; Pedro y Paco son enrolados en Servicios Auxiliares en Pamplona.

Después de la partida, el Padre se queda físicamente solo. Tiene que empezar desde cero, sin apoyo alguno. Cuando despide a Pedro y a Paco en la estación de San Sebastián, les asegura que esta Navidad estará junto a ellos. Sólo quien tiene tal capacidad de afecto y ha experimentado y superado tanto aislamiento, es capaz de escribir estas palabras en «Camino»:

«No estás solo. -Lleva con alegría la tribulación. -No sientes en tu mano, pobre niño, la mano de tu Madre: es verdad. -Pero... ¿has visto a las madres de la tierra, con los brazos extendidos, seguir a sus pequeños, cuando se aventuran, temblorosos, a dar sin ayuda de nadie los primeros pasos? -No estás solo: María está junto a ti»(9). 

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