Un día de retiro

De vuelta a Madrid decidí acudir al retiro mensual que predicaba el Padre en la propia Residencia de Ferraz, para los que íbamos por allí. Paco también vino y recordaba en un escrito en el que dejó años más tarde constancia de sus recuerdos, algunos detalles con mucha precisión. El retiro tuvo lugar un domingo. "El Padre habló en el Oratorio -escribe- de un tema único, central, en todas las meditaciones y en las pláticas. El tema era la vocación". Nos habló del joven rico que rehusó la llamada del Señor y se marchó triste, y nos movió a la generosidad con Dios. Anota Paco que el amor de Dios que traslucían las palabras del Padre nos "arrastraba con fuerza sobrenatural". "Hablaba -sigue evocando- del sacrificio, de la Cruz del Señor, de mortificación". Y apunta un detalle final, muy significativo: "siempre acababa buscando en la Virgen el apoyo y la valentía que nos hacía falta".

También a mí la recia devoción mariana del Padre me había llamado profundamente la atención. Procuraba transmitirnos, con mil detalles, su gran amor a la Madre de Dios. Lo evidencia un texto que escribió años más tarde, en el que evocaba su devoción por una pequeña talla de la Virgen que tenía en la Residencia, sobre un escritorio, a la que llamaba "la Virgen de los besos": No salía o entraba nunca -escribía el Padre- en la primera Residencia que tuvimos, sin ir a la habitación del Director, donde estaba aquella imagen, para besarla. Pienso que no lo hice nunca maquinalmente: era un beso humano, de hijo que tenía miedo... Pero he dicho tantas veces que no tengo miedo a nadie ni a nada, que no vamos a decir miedo. Era un beso de hijo que tenía preocupación por su excesiva juventud, y que iba a buscar en Nuestra Señora toda la ternura de su cariño. Toda la fortaleza que necesitaba, iba a buscarla en Dios a través de la Virgen.

Al igual que para Paco, aquel día de retiro fue decisivo para mí. Ya en la primera meditación sobre el joven rico vi claro que no podía hacer lo del joven del Evangelio, apegarme a lo que tenía -o podría tener-, y marcharme triste. Y al acabar el retiro, busqué al Padre y le pedí que me dejara ser miembro del Opus Dei.

El Padre me aconsejó calma de nuevo. Me dijo que era preferible que esperara y que intensificara mientras tanto mi plan de vida espiritual. ¿Cuánto? Al principio me habló de un mes.

¡Un mes! Me pareció muchísimo. Le pedí que acortara el plazo: ¿No podían ser semanas? Cuatro, tres, dos... Fue un verdadero forcejeo.

-Padre -le expliqué-, desde que me he planteado la vocación ya no tengo tranquilidad para nada. No me puedo concentrar en el estudio... ¡Y tengo mucho que estudiar estos días!

Tanto insistí, que logré que me concediera un plazo más breve: nueve días. Me aconsejó que hiciera una novena antes de tomar una determinacion.

¿Nueve días? Nueve días me parecían, en aquellos momentos, una eternidad. ¿No se podría acortar...?

Haz un triduo -concedió entonces- encomendándote al Espíritu Santo, y obra en libertad, porque 'donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad'. Me habló mucho de libertad y me aconsejó que durante la comunión de esos tres días pidiera a Dios las gracias necesarias para tomar una determinación en libertad, porque in libertate vocati estis, me dijo, hemos sido llamados en libertad, como enseña la Escritura.

Comencé aquel triduo al Espíritu Santo el lunes 18 de noviembre. Al terminar, me había reafirmado en mi decisión de entregarme a Dios en el Opus Dei y decidí pedir formalmente la admisión en la Obra al Padre.

El Padre me había dicho con anterioridad que la petición de admisión al Opus Dei se hacía mediante una carta, escrita del propio puño y letra, dirigida a él. Naturalmente los que pedían la admisión le entregaban estas cartas directamente en mano; pero yo interpreté, no se por qué, que había que enviársela por correo y esperar respuesta; y así lo hice. Escribí la carta, la eché en un buzón de la plaza de la Cibeles, como decían los castizos, y calculé que le llegaría al Padre al día siguiente. De ese modo -pensé- cuando volviera a Ferraz para hablar con el Padre, cinco días después, ya habría recibido mi carta y habría tenido tiempo suficiente para meditar su respuesta.

Durante estos días de incertidumbre y espera, estuve hablando con Paco, que guardaba al cabo de los años un recuerdo muy preciso de lo sucedido. "Yendo por la Gran Vía Pedro y yo -escribió en uno de sus escritos-, bajo la lluvia torrencial, sin paraguas, íbamos hablando del Padre, de apostolado. Casi siempre salía este tema a relucir cuando salíamos de clase, cuando íbamos a ver exposiciones de arte, cuando salíamos por la noche al cine y volvíamos despacio, andando, hacia casa. Y ese día yo dije a Pedro que no podía aguantar más la presión de Dios (...), que tenía que decidirme. Pedro me dijo que él ya estaba casi decidido. Le pregunté a qué y saliendo a todo correr me dejó plantado, pero tuvo tiempo de decirme: 'seguiré estudiando arquitectura'. Volví después a casa, mojándome, sin saber qué pensar".

Poco después, precisamente el día en que tenía previsto hablar con el Padre, estuve estudiando con Paco, antes de almorzar, en la Residencia donde vivía. Me parece recordar que estábamos prepararando unas pruebas de Cosmografía. Paco hacía los cálculos junto a una pizarra y yo buscaba los logaritmos correspondientes. Pero no podía concentrarme; pensaba constantemente en mi vocación; se me iba el santo al cielo cada dos por tres y no hacía más que equivocarme: no conseguía situar con el dedo el renglón de las tablas. Total, que Paco acabó por enfadarse. Me disculpé diciéndole que estaba con la cabeza en otra parte, porque aquel día era el más decisivo de mi vida. Al oírme decir esto, se preocupó y empezó a preguntarme, una y otra vez, qué me sucedía.

"Fui pesado, esa es la verdad", recuerda Paco. "Y Pedro me dijo que se había decidido a seguir la llamada que el Señor le hacía para la Obra. Y que esa tarde iba a ver al Padre. ¿La Obra?, le dije. Me dijo brevísimamente, pero de un modo muy claro, lo que era la Obra: vivir la vida cristiana de manera auténtica, darse al Señor de modo absoluto, seguir en el mundo como hasta ahora, más metidos aún, pero llevando al Señor en cada momento en el corazón, y en el trabajo y en un apostolado que me explicó en qué consistía: como los primeros cristianos. El Padre era el Fundador. La Obra había nacido en 1928. (...) Ahora comprendía -concluye Paco- lo que el Padre hacía en aquellos pocos metros cuadrados de la Residencia de Ferraz. Comprendí que eran los comienzos de una obra universal".

Una vez que le expliqué la Obra, le pregunté a Paco qué le parecía mi decisión. Ahora me doy cuenta de que como tenía mucha más formación religiosa que yo, su respuesta hubiera podido influirme mucho en un sentido o en otro. Pero Paco no me comentó nada; se limitó a escucharme con gran interés y me hizo algunas preguntas. Yo seguía diciéndole:

-¿Pero tú que opinas, Paco? Dímelo claramente.

Se aferró a su mutismo. Aquello me extrañó. Y cuando nos despedimos se quedó muy pensativo.

Después de comer coincidimos de nuevo en la clase de prácticas de Matemáticas. Nos fuimos antes de que la clase acabara y seguimos hablando de mi vocación a lo largo de los bulevares, en dirección a Ferraz. Fue entonces cuando Paco me dijo que también deseaba pedir la admisión en la Obra. -¿Tú también...? Aquello me produjo una gran sorpresa y una gran alegría. Pero primero había que hablar con el Padre. Paco quería que se lo dijera yo, y cuando llegamos al nº 50 de Ferraz no hacía más que insistirme:

-Dile al Padre que yo quiero ser de la Obra. Díselo. Díselo, Pedro.

Aquella noche le llamé por teléfono, feliz, para comunicarle que el Padre le esperaba tres días después, a las seis de la tarde. Y en efecto, a los tres días habló con el Padre, que le dejó pedir inmediatamente la admisión en el Opus Dei.

Esta rapidez me sorprendió bastante. Luego comprendí que estaba muy justificada, teniendo en cuenta la profunda formación religiosa de Paco y su antiguo deseo de entrega. Y así, gracias a ese conjunto de circunstancias, y de aparentes "casualidades", acabamos pidiendo los dos prácticamente al mismo tiempo la admisión en el Opus Dei.

Antes de irnos a pasar las vacaciones de Navidad con nuestras familias, Paco y yo planteamos al Padre la posibilidad de irnos a vivir a Ferraz a la vuelta de las vacaciones. Al Padre le pareció bien, pero primero teníamos que solucionar diversos asuntos: Paco dependía de un primo suyo que vivía con él en la misma Residencia y yo tenía que conseguir el permiso de mis padres para resolver la cuestión económica. El Padre nos dijo que rezaría para que se resolvieran aquellas dificultades.

Durante esas Navidades, Paco recibió un encargo apostólico: el Padre le dijo que comunicara al Obispo Auxiliar de Valencia, Mons. Javier Lauzurica, sus deseos de comenzar pronto el trabajo apostólico en aquella ciudad.

Concluyeron las fiestas navideñas, se resolvieron las dificultades familiares y a comienzos de 1936 me fui a vivir a la Residencia. Paco se fue a vivir también, y se alojó en el piso del nº 48 de la misma calle Ferraz, donde se había puesto parte de la Academia.

Empezábamos una nueva vida. Como nos decía el Padre, era el comienzo de una aventura maravillosa.

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