De nuevo con el Padre, en Madrid
Enfermedad y muerte de Isidoro Zorzano
En los primeros días de 1943, Isidoro Zorzano, entonces el más antiguo en el Opus Dei, estuvo en los umbrales de la muerte. La gravedad fue al parecer máxima el 2 de enero y el Padre, al comentar el hecho con los del Centro de Estudios, les dijo: "Sólo quisiera tener sus mismas disposiciones cuando yo vaya a morir". En los días posteriores mejoró algo su situación, y hacia el 11 se le trasladó al Sanatorio San Fernando, más adecuado para el tipo de enfermedad que padecía.
Algo anómalo había comenzado a notarse en Isidoro poco después del final de la guerra civil española: frecuentes dolores que parecían de ciática, un prurito insoportable en el pie, fácil sensación de fatiga, dificultades para dormir y descansar, marcada pérdida de peso. Nada de esto advertíamos los que le tratábamos, sólo lo conocían sus directores y los médicos que le atendían. A finales de julio de 1941, el Dr. Alix dijo que padecía la enfermedad de Hodgkin, una linfogranulomatosis maligna, un proceso tumoral de los tejidos linfáticos que por entonces resultaba incurable y que le habría de llevar inexorablemente a la muerte en un par de años. A comienzos de otoño, ya en el centro de Villanueva, Isidoro pudo reanudar su trabajo en los Ferrocarriles y sus tareas de Administrador, y a lo largo del curso siguió tratamiento de radioterapia.
En el verano de 1942 pasó una temporada en el campo, en La Cabrera. En septiembre volvió a sus tareas ordinarias, a pesar de que su situación empeoraba. En otoño la enfermedad progresó de forma muy alarmante y se vio obligado a pedir la baja, porque le era ya imposible ir a la oficina. Todavía poco antes de Navidad le llevaron a Diego de León para hacer unos días de retiro espiritual dirigidos por el Padre, y en los últimos días del año dio algún paseo en coche; pero ya no pudo más y hubo de guardar cama. El Dr. Serrano de Pablo confirmó el diagnóstico maligno y su extrema gravedad.
Los que le conocimos antes de tener que guardar cama, contemplábamos en él a un profesional ya maduro, en torno a los cuarenta años, que llevaba en la Obra desde 1930. Era poco bullicioso, de no muchas palabras, sencillo y paciente. Procuraba no llamar la atención y quedarse en un segundo plano. Acogía todas las cosas y sucesos con mucha alegría interior y una sonrisa amable. Se podía acudir a él con toda confianza.
A mí me ayudó en muchas ocasiones. Durante algún tiempo en que debía despachar con él cuestiones económicas y asuntos de elemental contabilidad, me enseñó con mucha paciencia el modo correcto de hacer las cosas, y a revisar y descubrir errores contables; me sugería medidas para mejorar algunos aspectos. También me daba orientaciones precisas sobre cuestiones técnicas de la instalación de la casa y sobre la relación con los suministradores. Cuando tuve que preparar tablas de datos con análisis estadístico y figuras con representaciones gráficas de los resultados experimentales de mi tesis doctoral, acudí a él porque sabía de su competencia. En cuanto le empecé a esbozar el tema con la delicadeza que pude, y a pesar de que su enfermedad había progresado, se adelantó a ofrecerse para cuanto quisiera como si no tuviera otra cosa que hacer o no le representase el menor esfuerzo: "dame todo lo que sea -me vino a decir-, porque a mí no me cuesta ningún trabajo, mientras que tú tienes que escribir la tesis". Yo le daba los datos y él me entregaba los cuadros e ilustraciones realizados con un gusto y pulcritud que yo no hubiera conseguido, o sólo después de mucho tiempo. Por esta colaboración técnica a los que preparábamos tesis y oposiciones, llamábamos a veces en broma a Isidoro "el opositor".
Muy poco después de regresar de Suiza fui a verle al Sanatorio de San Fernando, donde se hallaba ingresado. Debió de ser en los primeros días de marzo de 1943. Estaba ya muy depauperado. Su enfermedad llevaba consigo fiebre alta, escalofríos, inapetencia, falta de fuerzas para todo, junto con una marcada dificultad para respirar, hablar e ingerir alimento. Sin embargo, a pesar del cuerpo macilento y exhausto que los ojos contemplaban, su espíritu estaba muy vivo, como lo reflejaba el interés de su mirada y de sus preguntas, su afán por cumplir con fidelidad las normas de piedad, el tono sobrenatural de sus comentarios y respuestas. Estuve otras veces con él en el mismo Sanatorio antes de irme a Barcelona y con ocasión de un viaje rápido que hice a Madrid en mayo; y, por último, una vez que regresé, en junio y julio, cuando ya había sido trasladado al Sanatorio de San Francisco.
A cualquiera de los que le visitábamos nos producía tremenda impresión apreciar sus fuertes padecimientos. Y mucho mayor era la compasión del Padre al contemplar en esa situación a un hijo suyo, el que más tiempo llevaba entonces en el Opus Dei, al que le unía una antigua amistad que se remontaba a los años de estudios de bachillerato en Logroño. El Padre acudía al Señor pidiendo el milagro de su curación, porque bien sabía que nada podían hacer los remedios humanos, y nos animaba a rezar para que fuera posible lo imposible, a la vez que aceptaba y amaba la voluntad de Dios. Al propio tiempo, tenía el consuelo de ver en aquel hijo enfermo la acción santificadora del Espíritu Santo, de contemplar hecho vida ejemplar en Isidoro el espíritu del Opus Dei ante la enfermedad.
Por su parte, Isidoro continuaba muy pendiente del Padre. Nos pedía que le encomendáramos para que no enfermara y pudiera trabajar. Se preocupaba por los frecuentes catarros del Padre, del frío con que tendría que trabajar en el invierno en Diego de León, y del calor que habría de soportar en el verano. En los días anteriores a su muerte, casi en agonía, preguntó con preocupación si el cine sonoro que se instalaba durante el verano frente a la casa de Diego de León perturbaba el descanso del Padre.
Un día coincidí en su habitación con otra persona que yo no conocía. Isidoro se interesó por él, por su trabajo, por su familia. Me impresionó el afecto y agradecimiento que el visitante mostraba hacia Isidoro, lo apenado que estaba al verle tan enfermo. Y cuando salió, se lo comenté al propio Isidoro. Con sencillez me dijo algo así: "Es natural, es un empleado de mi oficina. Empezó a trabajar conmigo de ordenanza, le ayudé a que mejorara en su formación profesional y es ahora delineante".
El trance de la muerte era para él muy parecido al acto de emprender uno de los muchos viajes que había tenido que hacer a lo largo de su vida. Sobre la mesilla de noche tenía un pequeño tren de juguete de muy poco valor, regalo de los Reyes Magos, y decía: "Es para entretenimiento de las visitas y para recordarme que pronto hay que emprender el viaje. Un poco pequeño es, pero así será más fácil introducirse en el Cielo". Explicaba que, como había tenido que colaborar en la instalación de diversos centros de la Obra, se ocuparía también de que en nuestra "casa del Cielo" -como decía el Padre- se encontrara todo preparado para cuando fueran llegando los demás. Dos días antes de su muerte concretaba con otro algunos aspectos de su entierro con total naturalidad, como si se tratara de otra persona. Se detuvo de pronto y mientras sonreía exclamó: "Si alguien nos oyera hablar así de mi entierro, diría que estábamos locos".
El 16 de abril el Padre le dio la Unción de los enfermos. Después de recibirla, Isidoro le dijo riendo a uno de los que se preparaban para ser ordenados sacerdotes, no sé si al mismo Álvaro: "Ya ves, tú, tanto estudiar. Y a mí me han ungido antes que a ti". La gravedad disminuyó hacia el 22 ó 23. A primeros de junio fue trasladado en ambulancia desde el sanatorio de San Fernando al de San Francisco de Asís, en la Calle de Joaquín Costa, que atendían las Hermanas Franciscanas Misioneras de María. En él pasó el resto de su enfermedad, un mes y medio.
En la tarde del 15 de julio, jueves, Isidoro se nos fue al Cielo. Fuimos por turnos a velar su cadáver, tanto por la noche como durante el día siguiente hasta la hora del entierro. Su rostro reflejaba la paz serena de siempre y esbozaba una ligera sonrisa. Aunque con el corazón dolorido por la separación física, al contemplarle se sentía uno penetrado del gozo de lo sobrenatural, contagiado por su expresión de confiado abandono en el Señor. Aquella noche, el Padre se acostó muy tarde y al día siguiente celebró la misa de la Virgen del Carmen por el alma de Isidoro. Por la tarde del mismo 16 tuvo lugar el entierro, con gran asistencia de miembros de la Obra, familiares, compañeros de trabajo, personas muy variadas a las que había tratado para hacerles bien y acercarles a Dios. Lo presidió el Padre, acompañado de Álvaro, el Padre Aguilar O.P., algunos parientes de Isidoro y el Subdirector de la RENFE. Sus restos mortales fueron sepultados en el Cementerio de la Almudena, junto a los de don José Escrivá y doña Dolores Albás, nuestros Abuelos. El crucifijo del ataúd se retiró y se guardó para la residencia de la Moncloa, aún en preparación, por la que Isidoro había ofrecido muchos de sus dolores.
Debo confesar que cuando conocí en Diego de León la noticia de la muerte de Isidoro pedí a Dios por su alma, pero no me resistí a rezar un Te Deum como agradecimiento por haber querido que dejara ya de padecer, llevándoselo consigo al Cielo. Muy poco después me encontré con Carmen, hermana del Padre, que ya se había enterado, y me dijo con gran naturalidad que la Virgen se había querido llevar a Isidoro al Cielo para que pasara la fiesta del Carmen con Ella, porque ya había sufrido bastante con su larga enfermedad.
Durante el tiempo que siguió a la muerte de Isidoro, el Padre nos recordó con frecuencia a los pocos que estábamos en Lagasca aquel verano, hechos de su vida y muestras de la eficacia de su servicio al Opus Dei. En una de esas ocasiones nos decía que para sustituir a Isidoro en las tareas que tenía encomendadas en la Obra, había tenido que buscar a tres. El 26 de julio, diez días después del entierro, algunos acompañamos al Padre al Cementerio para rezar responsos ante la tumba de los Abuelos e Isidoro. Y el 24 de agosto nos contó cómo había tenido lugar trece años antes su encuentro con Isidoro en Madrid y su rápida correspondencia a la llamada de Dios. El Padre nos animaba a acudir privadamente a su intercesión, porque estaba persuadido de que podía mucho ante el Señor.
La fama de santidad de Isidoro se extendió rápidamente. Unas biografías difundieron su personalidad y santidad de vida. En 1948 se inició en la diócesis de Madrid el proceso para la causa de Beatificación y Canonización del Siervo de Dios Isidoro Zorzano. Clausurado el proceso diocesano, la documentación se halla en estudio de la Congregación para las Causas de los Santos.
Unos meses en el centro de Núñez de Balboa
El centro de la calle de Núñez de Balboa 115 ocupaba la quinta planta de un edificio que hacía esquina con el Paseo de María de Molina, cercano a Diego de León. En octubre de 1943, el Padre me dijo que Pedro Casciaro, director de ese centro, debía regresar a Diego de León y que fuese yo a sustituirle. El 22 se realizó el intercambio. Por la tarde, el Padre vino a Nuñez de Balboa, donde ya me encontraba, probablemente para darme ánimos con su presencia en mi nuevo cometido.
En aquella casa residíamos entonces un grupo de universitarios, casi todos con tareas profesionales de enseñanza e investigación, que preparábamos oposiciones a corto o largo plazo. Por allí andaban, entre otros, Ángel López Amo, dedicado a la Historia del Derecho; Laureano López Rodó, que cultivaba el Derecho Administrativo; y Federico Suárez, que investigaba en Historia Contemporánea. Yo preparaba la cátedra de Fisiología. Me veía rodeado de muy brillantes cabezas, que, unos antes y otros más tarde, accedieron a cátedras universitarias y se convirtieron en figuras prestigiosas de la Universidad y de la sociedad.
Mi llegada coincidió con dificultades y problemas planteados por las empleadas del hogar que se ocupaban de las tareas domésticas, hasta el punto de que llegaron a abandonar la casa. Además, las mujeres de la Obra que se encargaban de dirigir esos menesteres tenían una fuerte sobrecarga de trabajo. En esa situación, un día de primeros de noviembre me llamó el Padre y nos encontramos en la calle de Jorge Manrique. Le acompañaba Álvaro y fuimos los tres caminando hacia Diego de León. Durante aquel paseo, el Padre, con gran paz y serenidad y de forma clara, me explicó con más detalle y con ejemplos gráficos algunos aspectos de las relaciones entre un centro y las personas que atienden a su administración doméstica, materia en la que mi experiencia era escasa. Se me grabó muy bien la idea de que debíamos extremar con ellas la delicadeza y la consideración, como lo haríamos si se tratara de la Santísima Virgen o de nuestra madre y hermanas, y facilitar su trabajo cuanto pudiéramos. En las circunstancias del caso, esto significaba ocuparnos esos días de las tareas de limpieza de la vajilla y de la casa, lo que nos apresuramos a poner en práctica.
Durante el tiempo en que permanecí en ese centro, el Padre nos visitó en varias ocasiones, a veces para celebrar misa. Uno de los días que desayunó en casa, Laureano López Rodó se excusó de no poder quedarse más rato porque tenía que ir a un ejercicio de sus oposiciones a cátedra -que en aquella ocasión no ganó-. El Padre le dijo que no le preocupara marcharse, porque al cumplir con esa obligación profesional hacía algo agradable a Dios.
Acudíamos a Diego de León para tener los retiros mensuales, que predicaba el Padre. Recuerdo que con motivo del primero de ellos, al que llegó tarde alguno, me hizo ver la importancia de que todos fuésemos muy puntuales, que viviéramos en eso el amor de Dios y el respeto a los demás, evitando distraerles al llegar tarde.
Mi estancia en Núñez de Balboa fue breve, porque el piso no reunía condiciones apropiadas y el Padre vio conveniente que se cerrara el centro después de las vacaciones navideñas. Unos fueron a la residencia de la Moncloa y otros al reciente centro de la calle de Españoleto. Yo volví a Diego de León para ayudar a José María Hernández Garnica en la dirección, ya que él estaba cada vez más atareado ante la proximidad de su ordenación sacerdotal.
Un aspecto delicado del abandono de esos pisos era cómo decírselo al portero de la casa. Era éste un respetable guardia civil retirado, José Yerga, a quien todos los vecinos llamábamos don José. De hábitos distinguidos y de trato cortés, cumplía muy bien su trabajo y acostumbraba a comunicar por escrito, como en su anterior profesión, las incidencias que surgían. Sentía por nosotros, que ocupábamos la quinta planta del edificio, un particular afecto, y se refería genéricamente a quienes allí vivíamos como "los del pisito", o "los del quintito". Al aproximarse la Navidad de aquel año 1943, nos había dirigido un mensaje de felicitación que manifestaba muy bien la consideración con que nos distinguía: "A los señoritos del 5º piso. Les desea este humilde portero, felices Pascuas y buena entrada de año. Del progreso de todos Vds. no tengo que decir nada más que son todo modelo de ciudadanía y ejemplo en la alta sociedad. Recorrí toda la Península e islas adyacentes y jamás encontré ni vi modelo tan igual. Dios sabrá recompensar la bondad de todos. Sin más molestias se reitera de los modelos ejercicio de las letras, su affmo. J. Yerga". Ese extremado aprecio hacía más dificil informarle del abandono de la casa, pero no nos pareció oportuno despedirnos por su método de darle "parte por escrito". Ya el 7 de enero, uno se lo explicó. Don José, desolado, exclamó muy espontáneo: "¡Con lo que quería yo de todo mi corazón a todo el pisito!" .
La Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz: Los primeros sacerdotes
Desde el principio, el Fundador había visto que el Opus Dei necesitaba sacerdotes. Ya en los años anteriores a la guerra civil española, el Padre se había ocupado de la formación doctrinal de sus hijos y pensaba en los que pudieran prepararse para la futura ordenación sacerdotal. A partir de 1940 planteó primero a Álvaro, luego a José María Hernández Garnica y más tarde a José Luis Múzquiz si estaban dispuestos a ordenarse, y los tres aceptaron con entera libertad ese modo de servir a la Iglesia, al Opus Dei y al Padre. Cuando Paco Botella me dio a conocer la Obra a comienzos de 1940, me dijo ya que algunos se ordenarían sacerdotes.
El Padre había pensado en esos tres hijos suyos, muy fieles e identificados con el espíritu de la Obra, de valía intelectual y profesional fuera de lo común. Como nos comentó alguna vez, los tres habrían servido también estupendamente a la Obra como seglares, con un trabajo profesional de espléndidos horizontes: Álvaro y José Luis eran Ingenieros de Caminos, y licenciados y después doctores en Filosofía y Letras; José María era Ingeniero de Minas y hacía el Doctorado en Ciencias. Pero era ya indispensable disponer de sacerdotes. Mientras avanzaban en sus estudios eclesiásticos, el Padre no acababa de hallar la forma jurídica para que al recibir la ordenación quedaran a su disposición para atender las necesidades crecientes del Opus Dei, razón por la que se ordenaban. Pidió con intensidad al Señor para encontrar la solución y solicitó nuestra oración y la de otras personas. Estudió mucho y consultó con expertos en estas materias, pero la solución no aparecía. Hasta entonces, la ordenación sacerdotal se solía hacer para incardinarse en una diócesis determinada y quedar a la disposición del obispo correspondiente, o para el servicio del instituto religioso al que el ordenando pertenecía. Pero en el caso de los sacerdotes del Opus Dei, no religiosos sino seculares, no se veía salida.
El 14 de febrero de 1943, mientras el Padre celebraba misa en casa de sus hijas en el centro de la calle Jorge Manrique, halló la solución por medio de una especial luz de Dios: la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. Yo me encontraba por esas fechas en Suiza y no tuve noticia del hecho hasta mi regreso. Un día, me parece que a mediados de marzo, nos reunió el Padre a algunos de la Obra en el comedor de Diego de León, y nos contó lo ocurrido el 14 de febrero anterior. Él estaba conmovido y en su profunda humildad sentía una explicable violencia al darnos a conocer las luces divinas recibidas aquel día, en respuesta a su intensa oración. Nos habló de que el Señor le había dado la solución: crear una sociedad sacerdotal que habría de llamarse de la Santa Cruz. Y con ello, el sello de la Obra: la Cruz en la entraña del mundo. Los futuros sacerdotes se podrían ordenar como miembros de esa Sociedad y a su título, es decir, bajo su responsabilidad y para sus fines, principalmente para atender a los fieles del Opus Dei y a sus labores apostólicas, lo que redunda en servicio de la Iglesia y de las diócesis en que el Opus Dei trabaja. Dios había querido hacerle ver esa solución un 14 de febrero, aniversario de la luz fundacional con la que comenzó a haber mujeres en el Opus Dei, y en un centro de ellas, para dejar bien claro que los sacerdotes se ordenaban para servir a las mujeres y a los hombres de la Obra, y para reforzar la unidad del Opus Dei. También nos pidió que encomendáramos las gestiones que se habrían de hacer en Roma para la formalización de esa Sociedad. Escuchamos emocionados aquellas confidencias íntimas del Padre, dando muchas gracias a Dios.
El 11 de octubre de 1943, festividad de la Maternidad de Nuestra Señora, la Sagrada Congregación de Religiosos concedió el nihil obstat para la erección diocesana de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz. La noticia, sin embargo, no llegó al Obispado de Madrid hasta el 18 de ese mismo mes, fecha en que todavía me encontraba yo en Diego de León. Habíamos terminado de cenar e íbamos a comenzar la tertulia en el vestíbulo de la última planta, cuando el Padre llamó al director, José María Hernández Garnica, para que bajáramos al oratorio. Allí, el Padre rezó una oración de acción de gracias y un avemaría, a la que contestamos con expectante emoción. Después, procurando dominarse porque él también estaba conmovido, nos comunicó que había llegado de Roma al Obispado un cable anunciando que la Santa Sede había concedido el nihil obstat para la erección de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, que resolvía la ordenación de los sacerdotes. Era un hecho de gran trascendencia para el Opus Dei. Volvió a rezar la acción de gracias y otra avemaría, y subimos a la tertulia.
Tal era nuestra alegría que nadie sabía qué decir. Cualquier intento de romper el silencio tenía un éxito sólo momentáneo. Esa misma noche, el Padre llamó a otros centros para darles la noticia. También telefoneó al Nuncio y a don José María Bulart. Subió luego el Padre a nuestra tertulia, muy contento. Explicó que era un paso muy importante, quizás el mayor desde la fundación de la Obra quince años antes. Significaba que el Papa había puesto sus manos sobre la Obra, la bendecía, y hacía posible que tuviéramos sacerdotes. "¡Son los sacerdotes!, ¡los sacerdotes!", nos repetía emocionado. "No os dais cuenta vosotros -añadía- de la importancia de este hecho". Y en todos nosotros, a impulsos de lo que nos decía el Padre, cuajó aquel día un propósito muy decidido de amar mucho más a la Iglesia, al Papa, al Padre, al sacerdocio y al Opus Dei.
El obispo de Madrid erigió canónicamente la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz el 8 de diciembre de 1943. El 25 de enero de 1944 aprobaba el texto de las Constituciones que a partir del compendio y otros documentos anteriores había elaborado y remitido el Fundador. Era de esperar también que con el nihil obstat de la Sede Apostólica cesaran las calumnias levantadas contra el Opus Dei en ámbitos eclesiásticos y religiosos. Un artículo de Mons. Ángel Sagarmínaga, que comentaba la aprobación en una publicación católica, se titulaba significativamente "Roma locuta est, causa finita est" [Roma ha hablado, ha terminado la cuestión]. Ciertamente, no parecía razonable que desde esos ambientes se mantuviera la sospecha, y menos la acusación, contra el Opus Dei. Muchos cambiaron de actitud, pero otros continuaron obcecados.
La ordenación sacerdotal
Los tres futuros sacerdotes continuaron sus estudios con intensidad y dedicación crecientes, superando con alto nivel los sucesivos exámenes. El Padre se sentía muy contento al pensar en la proximidad de esa ordenación y nos hablaba alguna vez de las nuevas actividades que podrían ponerse en marcha contando con ellos. "Como para entonces ya tendremos sacerdotes -comentaba en una ocasión al hablarnos de algunos de esos planes- podrán marchar las cosas mejor que ahora". Con frecuencia nos pedía que rezáramos mucho por los que se iban a ordenar, para que fueran muy doctos, alegres y santos. A finales de enero del 1944 nos invitó a ofrecer todos los días una pequeña mortificación por ellos y nos explicó que correspondía al Padre llamar al sacerdocio: el interesado podía con libertad aceptar o no; y los que no fuesen llamados -la gran mayoría- no tenían por qué preocuparse, servirían muy bien al Opus Dei como seglares.
Las ordenaciones de presbíteros tuvieron lugar el 25 de junio de Ç1944. A primera hora, Chiqui, como diácono todavía, nos dio la Comunión a los que vivíamos en Lagasca, en medio de la emoción de todos. La ceremonia estaba anunciada para las diez de la mañana en la Capilla del Palacio Episcopal, y ahí fueron todos menos el Padre, José María Albareda y yo. El Padre celebró la misa en el oratorio de Diego de León, a la hora de la ordenación, y le ayudó José María. Ofreció la misa por los tres hijos suyos que se ordenaban. No quiso asistir a la ceremonia para evitar ser objeto de la felicitación de muchas personas, para no ser el foco de la atención. Yo me había quedado en la dirección de Lagasca, para atender cualquier incidencia en la casa y estar al tanto del teléfono. Entre tanto, con la Capilla Episcopal abarrotada, don Leopoldo Eijo y Garay confirió el presbiterado a los tres primeros.
Terminada la ordenación, los tres nuevos sacerdotes vinieron a Diego de León para reunirse con el Padre, que les esperaba anhelante. Al llegar, besó sus manos recién consagradas, y les dio un abrazo muy de Padre, que lo decía todo. Más tarde llegó don Leopoldo, que se quedó a almorzar con el Padre y los tres presbíteros. Después de la comida nos reunimos en la casa muchos de los que éramos del Opus Dei en Madrid y los que habían venido de fuera. Se organizó una tertulia con el obispo en el salón azul de la planta baja. Aprovechando la ausencia del Padre, que desapareció de allí muy pronto, don Leopoldo nos dijo frases muy sentidas y sobrenaturales sobre él. Se le veía feliz por haber culminado algo que consideraba muy importante y significativo para el Opus Dei y para toda la Iglesia.
El Opus Dei estaba sediento de sacerdotes, por lo que los recién ordenados tuvieron que ponerse a trabajar con intensidad desde el primer momento. Además de atender los centros del Opus Dei con su sacerdocio ministerial, ya en agosto don José María y don José Luis estuvieron en Valencia para dirigir cursos de retiro, y don Álvaro predicó otro en la residencia de la Moncloa para miembros de la Obra. En septiembre el Padre distribuyó su trabajo para el curso 1944-1945, que estaba a punto de comenzar: don Álvaro se quedaría en Madrid para ayudar al Padre, aunque atendería también el Norte de España; a don José María le encomendó la asistencia espiritual de las mujeres de la Obra y ocuparse de Cataluña y Levante; y don José Luis atendería Andalucía.
El verano de 1944
En junio hice un viaje muy breve a Barcelona para tomar posesión de la cátedra en la Universidad. Al Decano de la Facultad de Ciencias, Dr. Pardillo, y a mí mismo, nos pareció preferible que no examinara yo en junio ni en septiembre a unos alumnos a los que no había dado clase. Por eso, seguí viviendo durante el verano en Madrid, junto al Padre. Por ser tiempo de vacaciones, nos quedamos en Diego de León muy pocos.
La Pililla. El Padre tenía gran ilusión en que La Pililla sirviera ya ese verano como lugar de formación y descanso de sus hijos de Madrid y de otras ciudades, por lo que se hicieron en la casa unas pequeñas obras de adaptación y acondicionamiento. No se disponía de teléfono ni de energía eléctrica, y se utilizaban sencillos quinqués de petróleo. Las tareas domésticas estaban a cargo de Tía Carmen. Yo pasé allí del 8 al 22 de julio, con unos pocos más entre los que se encontraba don José Luis Múzquiz, que nos atendía ya como sacerdote. Hasta finales de agosto, fueron pasando por La Pililla otros grupos reducidos, durante periodos de unas dos semanas. Cuando al regreso nos veía el Padre con el buen color del sol y del aire del campo, físicamente repuestos y bien alimentados por Tía Carmen, se llenaba de alegría.
La finca era amplia, y contaba con un pequeño depósito de agua alimentado por un exiguo manantial. El valle del Tiétar, donde está emplazada, es de clima seco y soleado y la vegetación declara la benignidad de la temperatura en el invierno. Con el calor del verano, la fauna, con abundantes artrópodos terrestres y alguna que otra culebra dentro y fuera del recinto, se mostraba suficientemente rica para entretenimiento de un biólogo. Las principales dificultades para edificar allí eran entonces, además de la habitual carencia de recursos económicos, la escasa disponibilidad de agua y, sobre todo, la amenaza del posible paso de una vía férrea por medio de la finca, para la que se había preparado el trazado. Para buscar más agua se acudió a los servicios de varios expertos, desde algún zahorí a hidrogeólogos, con resultados esperanzadores. Pero lo del ferrocarril bloqueaba cualquier proyecto serio de edificación: hubo que esperar bastantes años a que se despejara ese problema.
Recuerdo que en una de las visitas del Padre con don Álvaro, les acompañaba yo por la finca. El Padre le hablaba a don Álvaro -ya sacerdote-, de algunos aspectos de nuestro espíritu que habría que cuidar, para que nuestros sacerdotes nunca pudieran ser confundidos con religiosos. Le decía que no utilizaran abreviaturas en sus tarjetas de visita, publicaciones, u otros impresos detrás de su nombre para indicar su pertenencia al Opus Dei, y que evitaran el uso de apelativos colectivos, corrientes entre los religiosos. Aunque estoy moralmente seguro de que don Álvaro habría escuchado eso mismo al Padre en otras ocasiones, vi que tomaba nota enseguida para evitar cualquier olvido.
El Campamento de La Granja. En aquel verano, como en otros anteriores, unos cuantos estudiantes del Opus Dei inscritos en las Milicias Universitarias permanecieron durante unos tres meses en el Campamento Militar cercano a La Granja de San Ildefonso, en la provincia de Segovia. Desarrollaban una buena labor apostólica entre sus compañeros y les visitábamos desde Diego de León o algún otro centro de Madrid. El Padre, acompañado de algunos más, fue también bastantes veces para pasar con ellos unas horas, charlar con unos y otros y dirigir un rato de oración por la tarde. Que yo recuerde, fue al menos tres veces en julio y otras dos o tres en agosto. A mediados de agosto, con ocasión de uno de los permisos generales que les concedían, aprovecharon para estar en Madrid con el Padre, que dirigió para ellos un retiro espiritual en la residencia de la Moncloa.
Algunos paseos vespertinos con el Padre. Los calurosos veranos de Madrid convertían la casa de Diego de León, sobre todo a partir del mediodía, en algo parecido a un horno. El Padre, metido en el trabajo en su despacho-dormitorio o en la Secretaría, pasaba mucho calor. Por eso, cuando al avanzar la tarde bajaba un tanto la temperatura exterior, solía salir con alguno al jardín; y la tertulia de la noche de los pocos que estábamos, muchas veces con el Padre, solíamos tenerla en el jardín. Alguna tarde, Ricardo o algún otro conductor procuraba sacar al Padre en coche para dar un corto paseo por las afueras de Madrid, hacia la Sierra, donde corría un poco de aire; el Padre invitaba en ese caso a algunos de sus hijos más jóvenes a que le acompañaran.
Pude disfrutar varias veces de esos paseos, que eran una verdadera delicia. Ese verano padeció ya el Padre las duras consecuencias de la diabetes, por lo que se encontraba muy cansado, sobre todo al final del día. Pero en esas salidas en coche sacaba fuerzas de flaqueza y era la alegría personificada. Le gustaba cantar con nosotros canciones populares, bromeaba con unos y otros, nos contaba anécdotas, hablaba de temas apostólicos o de asuntos de la Obra. En alguna ocasión, pensando en nosotros, le dejaba caer a Ricardo o a don Álvaro que no habíamos merendado, que nos vendría bien tomar algo fresco, que quizás nos podía invitar. Nos sentábamos entonces unos minutos en algún sitio a tomar algo, aunque el Padre casi nunca aceptaba otra cosa que un sorbo de agua. Si el regreso se retrasaba, nos dirigía la oración en el coche. Entonces las carreteras tenían poco tráfico.
El coche era más bien viejo y achacoso, con neumáticos recauchutados, y el firme de las carreteras estaba bastante defectuoso, por lo que no eran raros los pinchazos o averías. Recuerdo que en una de esas salidas del Padre en un histórico Plymuth sufrieron varios pinchazos, y tuvo que ir a recogerles Ricardo en otro vehículo, porque se habían quedado tirados en la carretera. En uno de los paseos en que íbamos hacia el Castillo de Manzanares el Real, tuvimos más suerte, sólo un pinchazo, y Ricardo, que conducía, cambió con gran profesionalidad y rapidez la rueda. Pero estos pequeños percances tenían siempre su lado bueno, gracias al excelente buen humor del Padre.
Un día, quizás fuese ya en 1945, me invitó el Padre a ir con él: podría conocer la finca de Molinoviejo, cuando no estaba aún disponible, ni tenía ese nombre. Venía también don Álvaro y me parece que conducía Ricardo. Me explicaron que era un lugar muy agradable, propiedad de unas parientes de Chiqui, que parecían dispuestas a facilitarlo en aceptables condiciones. Vencido el Alto de los Leones y pasado San Rafael, circulábamos por los páramos segovianos de tierra, roca y matorrales, cuando me dijo el Padre: "¡Mira, Paco, allí es!" y señaló hacia una zona próxima de ese tipo, sin árboles y sin agua. Inmediatamente me preguntó: "¿Qué te parece? ¿Verdad que es bonito este sitio?". Lo que yo veía no me acababa de resultar atractivo, pero ante la ilusión que me parecía captar en el Padre, no me atreví a contradecirle, aunque contesté de modo poco entusiasta. Al ver mi cara y oír mi respuesta, se produjo una carcajada general: había caído en la broma que me habían gastado. Muy pocos kilómetros después, al remontar una suave y corta cuesta, me señalaron el auténtico emplazamiento de Molinoviejo: un espléndido lugar, con abundancia de árboles y de agua, que nada tenía que ver con el páramo anterior.
Además de viajes cortos, en la primera quincena de agosto hizo el Padre uno más largo, con don Álvaro, Ricardo y me parece que Pedro Casciaro, por el norte de España. Fueron a Burgos y saludaron a la Abadesa del Real Monasterio de las Huelgas, a la que el Padre anunció la próxima aparición del libro que había escrito durante su estancia en la ciudad en 1938 y 1939, noticia que recibió ella con satisfacción y agradecimiento. Pasaron después por Bilbao, para estar con algunos del Opus Dei y otras personas, y por San Sebastián, en donde saludaron al Nuncio y a fieles de la Obra.
Recuerdo que hacia mediados de agosto, en la tertulia de la noche de un día particularmente caluroso, el Padre, aprovechando que no se hallaba presente ninguno de los mayores, se extendió contándonos ejemplos de su heroico comportamiento durante la guerra civil, reflejo de una fraternidad cristiana que les llevaba a jugarse la vida unos por otros sin darle importancia. Nos decía que tendríamos ocasión de conocerlo con detalle más adelante.
El anillo de Isidoro. Gran contento dio al Padre, a mediados de julio, el nombramiento de Fray José López Ortiz como obispo de Tuy-Vigo. El mismo Fray José le llamó por teléfono desde Bilbao para comunicárselo. Un mes más tarde vino a Diego de León; debió de ser en esa visita cuando le pidió, para incluirlo en su anillo pastoral, algo del oro del anillo de fidelidad de Isidoro. El Padre accedió. Esa petición de Fray José, que había conocido y tratado a Isidoro y que le atendió como confesor, sobre todo en su enfermedad, refleja lo convencido que estaba de su santidad, y que confiaba en su intercesión ante el Señor para sus nuevas funciones como obispo. A la ordenación episcopal, el 21 de septiembre, asistieron algunos mayores de la Obra.
Un bodegón para Los Rosales. Durante ese verano se estaba procediendo a la instalación y decoración del nuevo centro para mujeres, Los Rosales, en Villaviciosa de Odón, cercano a Madrid. El Padre iba por allí con frecuencia para alentar a las personas que se ocupaban de esos menesteres, darles sugerencias e indicaciones, precisar algunos detalles. Pensó en colocar un gran bodegón en un amplio lienzo de pared y Fernando Delapuente se aprestó a pintarlo. Improvisó un estudio de pintor en la galería del comedor de Diego de León y puso manos a la obra el 1º de septiembre. El Padre bajaba con cierta frecuencia para ver cómo avanzaba el cuadro y para animar a Fernando con sus comentarios llenos de buen humor. A veces le acompañábamos alguno: el Padre alababa el buen gusto de Fernando, nos hacía ver lo apetitosas que estaban las frutas que pintaba con sus pinceles, y distraía así durante unos minutos al artista, que descansaba y lo pasaba muy bien con el Padre.
Y en la segunda quincena de septiembre, dejé Diego de León y Madrid para asentarme en la capital de Cataluña, donde permanecí más de dos décadas. Me separaba físicamente del Padre, con quien había pasado mis primeros cuatro años y medio de vida en el Opus Dei. En adelante, volvería a encontrarme con él muchas veces, en Madrid, Molinoviejo, Barcelona, Pamplona, Roma u otros lugares, pero siempre por poco tiempo.
Presentación
De Huesca a Madrid. La guerra civil
Mi encuentro con el Opus Dei
Con el Padre, en la residencia de Jenner
El curso académico 1940-1941
El primer centro de estudios del Opus Dei
El Padre, en Diego de León
La santidad del fundador del Opus Dei
Mis estudios en Suiza y Barcelona
De nuevo con el Padre, en Madrid
Cristo presente en los quehaceres del mundo
Epílogo. El brazo de Dios no se ha empequeñecido